(7º dom. ord. C – Lc. 6,27-38)
Orig. francés:
http://brunomori39.blogspot.com/2019/03/un-amour-impossible.html.
Un texto difícil de tratar, se
nos queda atravesado en la garganta. Expresa una conducta ideal que no es para
el común de los mortales y que ni el mismo Jesús fue capaz de ponerlo en
práctica totalmente. Sin embargo, el texto de Lucas dice claramente que Jesús
se dirigía a una “inmensa muchedumbre” (6,17), al “pueblo” (7,1), y no sólo al
grupito de discípulos, a una elite. Esas duras palabras son para todos y todas.
Para nosotros, por tanto.
Y si son para todos, es que
rebosan sabiduría humana, independientemente de cualquier aspecto religioso o
cristiano: “Lo que ustedes quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo
ustedes por los demás”. Es la Regla de Oro del comportamiento humano que
encontramos formulada en todas las formas, en todas las culturas, religiones y
civilizaciones del mundo: “Lo que no quieras para ti… ¡no lo hagas a los
demás!”. Nos damos cuenta que Lucas formula esta consigna en positivo en boca
de Jesús: “Lo que ustedes quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo
ustedes por los demás”. Cambio de perspectiva. No se trata de los peligros y
riesgos que evitar, como si todas las relaciones humanas consistieran en
protegerse y evitar enfrentamientos con los demás. Con el Evangelio estamos en
lo positivo, en la relación fraternal. Una fraternidad de base, inicial, a
priori, en la que el otro no es en principio el enemigo del que protegernos,
sino un compañero, un amigo, alguien con el que relacionarse. Se trata de hacer
algo por el otro y no de evitar hacer.
Sin embargo, con la “Regla de
Oro” aun no estamos en el centro del evangelio. En efecto, hay algo que podría
considerarse egoísmo en eso de “Hagan al otro lo que quieran que les hagan a
ustedes”. Como si interesara ser bueno y amable con los demás, para que ellos,
a su vez, lo hagan por nosotros. Una especie de “favor con favor se paga”.
Cuando presto un servicio a los demás, me sirve a mí también; allí encuentro mi
pago. Aunque sólo sea aumentando mi autoestima.
Pero Jesús va más allá. Tan
lejos que apenas logramos entenderlo y seguirlo. “Sean misericordiosos como
vuestro Padre es misericordioso… Entonces serán los hijos del Dios Altísimo”.
¡Lo menos que podemos decir es que pone muy alto el listón! Parece un ideal
inaccesible: ¿cómo podemos perdonar al nivel de Dios, tener un corazón
misericordioso y bueno como él?
Y sin embargo, al mismo tiempo,
sentimos también en nosotros algo de infinito, algo como una llamada a ir
siempre más lejos, a sobrepasarnos, a atrevernos a lo inusual, a ir contra
corriente, algo como un anhelo de aire nuevo, donde pasa ya el Soplo del
Espíritu del Dios misericordioso. Entonces, de golpe, la llamada de Jesús a ser
como nuestro Padre no nos parece algo tan insensato. Al contrario, es un camino
que se nos abre y se nos invita a explorar, una invitación a seguir las huellas
de Dios en nosotros que quiere funcionemos con la energía de su amor, dado que
estamos hechos a su imagen. Esta palabra de Jesús es una palabra que lanzamos
ante nosotros para que ella nos lance adelante y fuera de nosotros.
En esta luz, que se nos da como
horizonte a nuestra vida, es que podemos oír y quizá aceptar las duras palabras
de Jesús: “Amen a vuestros enemigos, deseen el bien a quien los maldice, no
reclamen al que los roba”, etc. Y en primer lugar, ¿tenemos enemigos? Gente que
busque quitarnos la vida, seguramente no. Pero gente que nos haga daño o mal,
que nos haga llorar, que nos enoje, que no nos considere, que hable a espaldas
nuestras, que sean antipáticos, seguro que sí. Hay que reconocerlo. A veces
tenemos ganas de agarrarlos del cuello, y que desaparezcan de nuestra vida.
La primera etapa para caminar
en el sentido del evangelio, es aceptar quizás ser como somos, aceptar nuestras
ganas de venganza y violencia para arreglar las cuentas con nuestros enemigos.
De momento. Seguidamente podrá abrírsenos un camino al que se debe llamar
camino de conversión.
Amar a nuestro enemigo, nunca
lo conseguiremos. Podríamos contentarnos, al menos como cristianos, respetarlo.
Lo que puede significar enfrentarse a él, resistirlo, no dejarse atropellar.
Pero también no entrar en el círculo vicioso y sin fin de la violencia, física
u oral. Querer destruir y humillar al enemigo nunca es la mejor solución:
primero porque nos rebaja y nos envilece como personas; y segundo, porque sólo
consigue encerrar a nuestro enemigo en su odio y su violencia, que un día
resurgirán inevitablemente contra nosotros.
Amar a nuestro enemigo, es
trabajar en cambiar nuestra mirada sobre él. No ver en él un enemigo que
combatir. Quizá es mentiroso, ladrón, violento y muchas cosas más todavía. Pero
no es sólo eso. Ni para nosotros: no es sólo maldad, no se confunde con el mal
que hace. Contra viento y marea, debemos mantener la convicción de que el
enemigo puede cambiar y crecer hacia lo mejor de sí mismo. Evidentemente,
estamos más allá del sentimiento y de lo emotivo. Estamos en el mundo de la
razón que decide y de la convicción que se afirma contra viento y marea.
Estamos cerca de la fe donde arraiga esta convicción.
Amar a nuestro enemigo es
confiarlo a Dios. Rezar por él, para que cambie y deje el mundo del odio. Este
pasaje del evangelio de Lucas no nos da consignas precisas, ninguna receta para
arreglar los problemas con nuestros enemigos, grandes o pequeños. Pero nos
muestra una dirección, nos ofrece una luz en la noche de la violencia y del
odio. Busca hacernos entender que cambiar mal por mal nunca es rentable para
nadie y que el sentido común y la sabiduría que nos vienen de frecuentar la
lectura cristiana del evangelio, deben impulsarnos a rever y modificar, quizá,
las instintivas reacciones frente a nuestros enemigos. ¡Es la gracia que les
deseo, que nos deseamos, en esta Eucaristía¡
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