(33° dom to B)
Cuando
el evangelista Marcos escribe su evangelio (fines de los 60 - comienzos de los
70 después de JC), los cristianos de entonces sufrían las persecuciones de
Nerón y Domiciano. Vivían, pues, situaciones difíciles, peligrosas y
dramáticas. Tenían la impresión de que su fe iba a ser definitivamente ahogada,
el movimiento cristiano aniquilado, el mal triunfador, los enemigos de la fe en
la cima. Parecía que el universo entero, representado por los astros, el sol,
la luna y las estrellas, caía sobre ellos y los aplastaba con la violencia de
la persecución y el odio de sus enemigos. Tenían la sensación que aparecían ya
los signos anunciadores del fin inminente del mundo que había anunciado Jesús.
La fe
y la confianza de esos cristianos sufrían una dura prueba. Se preguntaban, en
efecto, por qué eran tan detestados, tan perseguidos, tan abandonados por Dios,
cuando Jesús les había dicho que eran la sal de la tierra, la luz del mundo;
cuando les había prometido que no los dejaría huérfanos y que estaría con ellos
hasta el fin de los tiempos; que la providencia, la ternura y el amor de Dios,
padre de Jesús y de ellos, siempre los vigilaría, protegería y guardaría; y que
ni un cabello de su cabeza se perdería sin que Dios lo vigilara.
Este
texto de Marcos quiere responder a todo ello. Quiere exhortar a los cristianos
de su tiempo a no tener miedo; pretende entusiasmarlos para no perder la
confianza y a guardar la fe y la esperanza. Con esas imágenes apocalípticas y
descripciones terroríficas de un universo que colapsa y se acaba, Marcos busca
que sean conscientes que, en la vida, se enfrentarán siempre a finales y
comienzos, a cataclismos aparentes o reales, a la lucha del mal contra el bien
y del bien contra el mal.
Lucha
y contradicciones que verán en todas partes: en su carne, sus familias, la
sociedad en que se insertan, en acontecimientos y situaciones de la época.
Experimentarán rivalidades, antagonismos, opresiones, lucha de clase,
violencias, persecuciones, conflictos, odio, injusticias, horrores y
sufrimientos de todo tipo… Y así tendrán con frecuencia la impresión de que el
mal está más extendido que el bien, que la maldad prima sobre la bondad, el egoísmo
sobre la abnegación, la avidez sobre la generosidad, la venganza sobre el
perdón, el fanatismo sobre la tolerancia, el odio sobre el amor, la oscuridad
sobre la luz y de que vivimos en un mundo vacío de Dios y presa del Mal.
Este
texto de Marcos nos asegura sin embargo que no es así. A pesar de lo que
podamos pensar o creer, Dios es el más fuerte. Dios y su Espíritu dirigen el
mundo y el curso de la historia. Es Dios quien tiene entre sus manos los
destinos del hombre y de la humanidad. A pesar de todas las apariencias
contrarias, las fuerzas del amor, la ternura, la bondad, la dedicación, la
compasión, la generosidad, el darse, sobrepasan en mucho las del odio y la
maldad. Son las energías benéficas y creadoras que sostienen nuestro Universo,
las que permiten a nuestro planeta seguir existiendo y funcionando, y las que
hacen vivir y progresar nuestra humanidad.
El
evangelio nos asegura que el espíritu de Dios, espíritu de Amor, sembrado en el
corazón de la creación, tendrá siempre cuidado del espíritu del hombre,
perturbado y con frecuencia pervertido por sus pasiones malas, perdido por sus
divisiones interiores y deteriorado por el miedo, la angustia y el mal, que
lleva en sí.
El
Evangelio también quiere hacernos comprender que en nuestra existencia, fines y
comienzos se alternan regularmente; que nuestra vida se desarrolla siempre en
el fin de un mundo y el comienzo de otro, que se revela más apto para asegurar
nuestro crecimiento humano espiritual, nuestra evolución personal hacia una
forma más perfecta de ser, y necesaria por tanto para realizar nuestro
perfeccionamiento personal y nuestra felicidad.
Nada
en nuestra vida es estable, fijo, definitivo, indisoluble, por siempre. Al
contrario, solo vivimos porque nos transformamos, porque cambiamos. Nos
realizamos tan sólo porque nos transformamos. Es el cambio lo que nos permite a
nosotros y a la realidad de nuestro Universo, continuar existiendo en una
constante evolución y así alcanzar un grado superior de ser. Siempre el final
de algo se convierte en el comienzo de algo nuevo. Es la muerte de un mundo lo
que da nacimiento a otro, casi siempre mejor. La evolución y el cambio son
esenciales para que surja la diversidad, la complejidad y la impresionante
belleza de nuestro Universo. Lo mismo para nosotros, los humanos.
El
Evangelio, que es ante todo una escuela de humanidad, nos enseña, por tanto,
que para convertirnos en hombres y mujeres valiosos, debemos aceptar el morir continuamente
a algo. Debemos estar prontos a aceptar en nuestra vida el hundimiento y la
desintegración de un mundo y el comienzo de otro; a pasar sin tristeza de una
etapa de nuestra vida a otra; dispuestos a perder la vida para ganarla;
dispuestos a morir a maneras de pensar, de creer, de actuar y de vivir que se
muestren usadas, superadas, perimidas, obsoletas, incapacitadas, para hacer
surgir algo nuevo: asumir otra mentalidad, adoptar otro estilo de vida, elegir
otras prioridades, compartir otros valores. Nuevos valores que harán de
nosotros personas nuevas, evolucionadas, más completas, habitantes de un mundo
que, a causa de ello, será más joven y humano.
La
vida se encarga continuamente de ponernos ante la desaparición y el hundimiento
de situaciones, formas o estados de vida y de enfrentarnos a muertes
absolutamente necesarios para poder acceder a una etapa superior de nuestra
existencia. Así, por ejemplo, debemos morir al calor del seno materno para
entrar en la infancia de la vida; morir a la infancia para acceder a la
adolescencia; morir a la adolescencia para pasar a la juventud; morir a la
juventud para instalarnos en la edad adulta. Debemos aceptar abandonar el
universo familiar, con su confort y su seguridad, para llegar a ser adultos
independientes y libres…
Este
evangelio nos recuerda entonces que la muerte forma parte de la vida, como la
vida forma parte de la muerte; que comenzamos a morir desde que comenzamos a
vivir; que nuestra vida existe al precio de la continua aceptación de una larga
serie de muertes y desapegos. ¡Cuántas
cosas mueren en nosotros y a nuestro alrededor, a lo largo de nuestra vida!
¡Cuántos duelos debemos vivir y aceptar! ¡Cuántas perdidas debemos sobrellevar!
Perdemos
inevitablemente juventud, belleza, encanto, gracia, flexibilidad, agilidad,
fuerza, salud, espíritu vivaz, la memoria, nuestro tiempo… Con frecuencia
perdemos la inocencia, la paz interior, promesas, afectos, amores, la compañía
y la presencia de los seres más queridos… y finalmente, inexorablemente,
perdemos nuestra vida.
A
causa de todo ello, ¿habrá que desesperarse, angustiarse, verlo todo negro?
Jamás, nos dice este texto del evangelio de Marcos. Porque todo eso forma parte
del plan de Dios. Porque es así como marcha el mundo, así como funciona. Esta
mezcla de vida y muerte, fines y comienzos, destrucción y reconstrucción, orden
y caos, bien y mal, tinieblas y luz, es la que manifiesta la presencia del
poder y la sabiduría de Dios-Fuente de este Universo. Un Dios que busca construirnos
y realizarnos a través de nuestra fragilidad básica, nuestros miedos y límites.
Un Dios que, a través de los múltiples cataclismos de nuestra existencia,
quiere conducirnos a la plena realización de nuestro ser, utilizando todo el
potencial humano y espiritual que El derramó en nuestro corazón cuando nos
lanzó a la existencia.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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