vendredi 10 mars 2017

UN MUNDO SIEMPRE EN GÉNESIS - Mc 13,24-32

(33° dom  to  B)


Cuando el evangelista Marcos escribe su evangelio (fines de los 60 - comienzos de los 70 después de JC), los cristianos de entonces sufrían las persecuciones de Nerón y Domiciano. Vivían, pues, situaciones difíciles, peligrosas y dramáticas. Tenían la impresión de que su fe iba a ser definitivamente ahogada, el movimiento cristiano aniquilado, el mal triunfador, los enemigos de la fe en la cima. Parecía que el universo entero, representado por los astros, el sol, la luna y las estrellas, caía sobre ellos y los aplastaba con la violencia de la persecución y el odio de sus enemigos. Tenían la sensación que aparecían ya los signos anunciadores del fin inminente del mundo que había anunciado Jesús.

La fe y la confianza de esos cristianos sufrían una dura prueba. Se preguntaban, en efecto, por qué eran tan detestados, tan perseguidos, tan abandonados por Dios, cuando Jesús les había dicho que eran la sal de la tierra, la luz del mundo; cuando les había prometido que no los dejaría huérfanos y que estaría con ellos hasta el fin de los tiempos; que la providencia, la ternura y el amor de Dios, padre de Jesús y de ellos, siempre los vigilaría, protegería y guardaría; y que ni un cabello de su cabeza se perdería sin que Dios lo vigilara.

Este texto de Marcos quiere responder a todo ello. Quiere exhortar a los cristianos de su tiempo a no tener miedo; pretende entusiasmarlos para no perder la confianza y a guardar la fe y la esperanza. Con esas imágenes apocalípticas y descripciones terroríficas de un universo que colapsa y se acaba, Marcos busca que sean conscientes que, en la vida, se enfrentarán siempre a finales y comienzos, a cataclismos aparentes o reales, a la lucha del mal contra el bien y del bien contra el mal.

Lucha y contradicciones que verán en todas partes: en su carne, sus familias, la sociedad en que se insertan, en acontecimientos y situaciones de la época. Experimentarán rivalidades, antagonismos, opresiones, lucha de clase, violencias, persecuciones, conflictos, odio, injusticias, horrores y sufrimientos de todo tipo… Y así tendrán con frecuencia la impresión de que el mal está más extendido que el bien, que la maldad prima sobre la bondad, el egoísmo sobre la abnegación, la avidez sobre la generosidad, la venganza sobre el perdón, el fanatismo sobre la tolerancia, el odio sobre el amor, la oscuridad sobre la luz y de que vivimos en un mundo vacío de Dios y presa del Mal.

Este texto de Marcos nos asegura sin embargo que no es así. A pesar de lo que podamos pensar o creer, Dios es el más fuerte. Dios y su Espíritu dirigen el mundo y el curso de la historia. Es Dios quien tiene entre sus manos los destinos del hombre y de la humanidad. A pesar de todas las apariencias contrarias, las fuerzas del amor, la ternura, la bondad, la dedicación, la compasión, la generosidad, el darse, sobrepasan en mucho las del odio y la maldad. Son las energías benéficas y creadoras que sostienen nuestro Universo, las que permiten a nuestro planeta seguir existiendo y funcionando, y las que hacen vivir y progresar nuestra humanidad.

El evangelio nos asegura que el espíritu de Dios, espíritu de Amor, sembrado en el corazón de la creación, tendrá siempre cuidado del espíritu del hombre, perturbado y con frecuencia pervertido por sus pasiones malas, perdido por sus divisiones interiores y deteriorado por el miedo, la angustia y el mal, que lleva en sí.

El Evangelio también quiere hacernos comprender que en nuestra existencia, fines y comienzos se alternan regularmente; que nuestra vida se desarrolla siempre en el fin de un mundo y el comienzo de otro, que se revela más apto para asegurar nuestro crecimiento humano espiritual, nuestra evolución personal hacia una forma más perfecta de ser, y necesaria por tanto para realizar nuestro perfeccionamiento personal y nuestra felicidad.

Nada en nuestra vida es estable, fijo, definitivo, indisoluble, por siempre. Al contrario, solo vivimos porque nos transformamos, porque cambiamos. Nos realizamos tan sólo porque nos transformamos. Es el cambio lo que nos permite a nosotros y a la realidad de nuestro Universo, continuar existiendo en una constante evolución y así alcanzar un grado superior de ser. Siempre el final de algo se convierte en el comienzo de algo nuevo. Es la muerte de un mundo lo que da nacimiento a otro, casi siempre mejor. La evolución y el cambio son esenciales para que surja la diversidad, la complejidad y la impresionante belleza de nuestro Universo. Lo mismo para nosotros, los humanos.

El Evangelio, que es ante todo una escuela de humanidad, nos enseña, por tanto, que para convertirnos en hombres y mujeres valiosos, debemos aceptar el morir continuamente a algo. Debemos estar prontos a aceptar en nuestra vida el hundimiento y la desintegración de un mundo y el comienzo de otro; a pasar sin tristeza de una etapa de nuestra vida a otra; dispuestos a perder la vida para ganarla; dispuestos a morir a maneras de pensar, de creer, de actuar y de vivir que se muestren usadas, superadas, perimidas, obsoletas, incapacitadas, para hacer surgir algo nuevo: asumir otra mentalidad, adoptar otro estilo de vida, elegir otras prioridades, compartir otros valores. Nuevos valores que harán de nosotros personas nuevas, evolucionadas, más completas, habitantes de un mundo que, a causa de ello, será más joven y humano.

La vida se encarga continuamente de ponernos ante la desaparición y el hundimiento de situaciones, formas o estados de vida y de enfrentarnos a muertes absolutamente necesarios para poder acceder a una etapa superior de nuestra existencia. Así, por ejemplo, debemos morir al calor del seno materno para entrar en la infancia de la vida; morir a la infancia para acceder a la adolescencia; morir a la adolescencia para pasar a la juventud; morir a la juventud para instalarnos en la edad adulta. Debemos aceptar abandonar el universo familiar, con su confort y su seguridad, para llegar a ser adultos independientes y libres…

Este evangelio nos recuerda entonces que la muerte forma parte de la vida, como la vida forma parte de la muerte; que comenzamos a morir desde que comenzamos a vivir; que nuestra vida existe al precio de la continua aceptación de una larga serie de muertes  y desapegos. ¡Cuántas cosas mueren en nosotros y a nuestro alrededor, a lo largo de nuestra vida! ¡Cuántos duelos debemos vivir y aceptar! ¡Cuántas perdidas debemos sobrellevar!

Perdemos inevitablemente juventud, belleza, encanto, gracia, flexibilidad, agilidad, fuerza, salud, espíritu vivaz, la memoria, nuestro tiempo… Con frecuencia perdemos la inocencia, la paz interior, promesas, afectos, amores, la compañía y la presencia de los seres más queridos… y finalmente, inexorablemente, perdemos nuestra vida.

A causa de todo ello, ¿habrá que desesperarse, angustiarse, verlo todo negro? Jamás, nos dice este texto del evangelio de Marcos. Porque todo eso forma parte del plan de Dios. Porque es así como marcha el mundo, así como funciona. Esta mezcla de vida y muerte, fines y comienzos, destrucción y reconstrucción, orden y caos, bien y mal, tinieblas y luz, es la que manifiesta la presencia del poder y la sabiduría de Dios-Fuente de este Universo. Un Dios que busca construirnos y realizarnos a través de nuestra fragilidad básica, nuestros miedos y límites. Un Dios que, a través de los múltiples cataclismos de nuestra existencia, quiere conducirnos a la plena realización de nuestro ser, utilizando todo el potencial humano y espiritual que El derramó en nuestro corazón cuando nos lanzó a la existencia.

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)



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