Las fuerzas evangélicas que pueden construir un mundo mejor
(29° dom to B)
Si hay algo
que salta inmediatamente a los ojos, cuando uno está, aunque sea poco,
familiarizado con el pensamiento de Jesús de Nazaret, es su rechazo absoluto de
toda actitud que lleve al ser humano a creerse superior a los demás y, por
tanto, con derecho a ejercer formas de poder que busquen someter, subordinar y
oprimir a su prójimo para sacar ventajas personales.
Para Jesús esta posición es
netamente "diabólica" (diablo, "diábolos" en griego: el que divide), porque busca establecer
sistemas jerárquicos y, por tanto, divisiones, clases, separaciones,
desigualdades que en realidad no tienen ninguna razón de existir. Para Jesús,
todos los humanos somos fundamentalmente iguales, porque poseemos todos la
misma e idéntica dignidad de hijos de Dios. Debemos tener presente que este
principio proclamado por Jesús, hoy evidente para nosotros (al menos
teóricamente), fue en su tiempo, una verdadera bomba de una carga explosiva sin
precedentes y que trastocó y socavó de arriba abajo las mentalidades y
principios sobre los que se fundaban las sociedades de aquella época. Después
de Jesús el mundo ya no fue el mismo.
Motivado por el texto del evangelio,
querría reflexionar con ustedes sobre las implicancias del principio evangélico
respecto a la igualdad fundamental de todos los humanos, uno de los pilares de
la enseñanza del Maestro de Nazaret, y que, sin embargo, ha sido
sistemáticamente tragado, burlado, renegado y olvidado a lo largo de toda la
historia cristiana de Occidente, tanto por las sociedades laicas, como por las
instituciones religiosas.
Vivimos en una época de
transformaciones sin precedentes. Nunca como hoy hemos tomado conciencia de que
todos tenemos el mismo origen, el mismo genoma, que todos pertenecemos a la
misma raza, el mismo planeta, que estamos conectados todos juntos por el mismo
origen, las mismas condiciones de vida, el mismo destino, que formamos
solamente una inmensa familia, a pesar de las diferencias de razas y culturas.
Esta unidad e interdependencia es hoy todavía más evidente gracias a la
globalización de la economía, a la desaparición de fronteras entre diferentes
países, a las conquistas de las tecnologías y del espacio, que permiten la
velocidad fantástica de las comunicaciones y de los desplazamientos. Ya no
vivimos separados, sino ligados, unidos, conectados en una ciudad global. La
tierra ha llegado a ser un pueblecito donde todo lo que sucede en un rincón, se
conoce inmediatamente en el rincón opuesto.
Esta globalización, si bien nos une,
nos enfrenta también directamente con el estado lamentable de nuestro planeta,
debido a la insensata depredación de sus recursos, así como a la angustia, la
pobreza y el sufrimiento de una gran parte de la humanidad, causados por el
marchamo capitalista de nuestra economía que alienta la codicia, la búsqueda
del lucro ilimitado, y que produce enormes desigualdades e injusticias
sociales. Si nuestra sociedad occidental, después de la revolución francesa se
ha desarrollado al grito de "libertad, igualdad, fraternidad",
debemos admitir que ese grito no ha resonado como debía, porque las desigualdades
continúan desgarrando a la humanidad.
Lo que impacta cuando nos acercamos
a la enseñanza del profeta de Nazaret, es ver con qué insistencia, qué aplomo y
qué sabiduría busca detectar las posturas interiores del hombre que originan
conductas discriminatorias y ocasionan desigualdad. Me limitaré a algunos
ejemplos sacados del evangelio. En Mateo (cap. 19), encontramos el relato del
propietario de una viña que contrata obreros a diferentes horas del día pero a
todos les da el mismo salario. El salario que se calculaba para cada trabajador
era el montante que una familia de aquel tiempo necesitaba para vivir.
Evidentemente el patrón ha de enfrentar las indignadas recriminaciones de los
que trabajaron desde la mañana y se sienten injustamente tratados. No aceptan
esta forma igualitaria de hacer, no quieren ser tratados como los demás. Exigen
más. Quieren un trato diferente. No quieren oír hablar de igualdad.
Y aquí está el núcleo de la
enseñanza de Jesús. El Maestro de Nazaret quiere hacernos comprender que nunca
podremos construir un mundo o una sociedad de personales iguales (mismos
derechos, misma dignidad, misma posibilidad de éxito, los mismos medios
suficientes para subsistir…) aplicando las reglas de una estricta justicia o
una estricta legalidad. Al contrario, deberemos equiparnos con una gran dosis
de generosidad y de sensibilidad, como el patrón de la parábola, así como
deberían hacerlo los países desarrollados con los países subdesarrollados, los
ricos con los pobres, los privilegiados con los excluidos.
Los problemas, las necesidades y las
angustias de una gran parte de la humanidad jamás se resolverán con las
estrategias de la competencia, las políticas del poder, los acuerdos
económicos, las leyes del mercado, o las reglas de una estricta justicia, sino
sólo con las actitudes más humanas de sensibilidad, cordialidad, compartir, generosidad
y amor que siempre deberían habitar el corazón del hombre, determinar sus
decisiones y orientar sus acciones.
La misma enseñanza encontramos en la
parábola de los talentos (Mt 25) donde el patrón da a cada uno de sus
administradores un montante de dinero diferente para gestionar según sus
capacidades. Seguidamente felicita a algunos, no por los resultados obtenidos,
sino por la fidelidad, el compromiso y el esfuerzo que han desplegado para
hacer fructificar los talentos. Para el patrón de la parábola, sus empleados
son admirables, no a causa de los resultados de su trabajo, sino del valor y la
cualidad de su persona.
Para Jesús, la misma dignidad y por
tanto la igualdad fundamental de todos los seres humanos está basada en el
hecho que todos somos hijos del mismo Dios, nuestro Padre, y que por tanto
todos somos hermanos, hermanas, iguales, incluso en nuestras diferencias.
Desgraciadamente hay que constatar
que la misma Institución eclesiástica que se considera "ejecutora
testamentaria" designada de la herencia de Jesús, está lejos de haber
asimilado y vivido según los principios de igualdad propuestos por el Maestro
de Nazaret. Todo lo contrario. A partir del siglo IV, con la paz de
Constantino, los papas y las autoridades religiosas de la época, no dudaron en
apropiarse de la estructura jerárquica del Imperio romano para introducirla en
la eclesial y construir un sistema religioso enormemente jerarquizado.
A partir de esa época en la Iglesia
se comenzó a hablar de jerarquía, orden, rango, autoridad, poder, de clérigos
que tienen poder y de laicos que no tienen ninguno. Ese poder (es así como lo
conciben las autoridades religiosas) Dios lo confiere a las personas que él
mismo ha escogido y llamado a una función de dirección y santificación en la
Iglesia. Es un poder "sagrado" entregado a privilegiados que
pertenecen a una clase superior, mientras que los "simples fieles"
constituyen la masa del pueblo cristiano de clase inferior que sólo existe para
obedecer y someterse a los clérigos con autoridad.
De ahí que la sociedad de la
Iglesia, por voluntad divina, está formada por personas desiguales. Como
abierta y formalmente reconoció el Papa Pio X que, en su encíclica Vehementer
Nos (11 feb. 1906) declaró: "Resulta que esta Iglesia es por esencia una
sociedad desigual, es decir una sociedad que comprende dos categorías de
personas: los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los diferentes
grados de la jerarquía, y la multitud de los fieles; y estas categorías son tan
distintas entre ellas, que, solamente en el cuerpo pastoral residen el derecho
y la autoridad necesarias para promover y dirigir todos los miembros hacia el
fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro deber que dejarse
conducir y, rebaño dócil, seguir a sus pastores".
Hace tiempo que la Iglesia oficial renegó
y dejó de lado la enseñanza de Jesús sobre la igualdad fundamental de todos los
humanos ante Dios. Hoy habría que tener
la sabiduría de abolir del lenguaje eclesiástico la palabra
"jerarquía", entendida como "poder sagrado". Porque en el
pensamiento de Jesús lo que cuenta no es el "poder", sino el
"servicio". Y cuando en los evangelios se atribuye a Jesús el
"poder", esta palabra nunca designa una facultad para dominar o
someter a los demás, sino siempre la capacidad de Jesús de curar, expulsar el
mal, liberar a los seres humanos de todo lo que los oprime y les impide vivir
plenamente. El poder de Jesús es una fuerza que libera y salva. Eso significa
entonces que todo poder, toda autoridad, toda estructura jerárquica que no sea
liberadora no es compatible con el evangelio de Jesús: porque es
antievangélica.
El "poder" crea desigualdades; sólo el servicio es
capaz de hacer iguales a los hombres.
Es lo que Jesús, en el evangelio de hoy (Mc.10, 42-45)
quiere hacer entender a Santiago y Juan, esos dos discípulos fogosos y
autoritarios (que había apodado los hijos del trueno) que aspiran ocupar los
primeros puestos de poder: "Ustedes saben, les dice Jesús, que los jefes
de las naciones actúan como dictadores, y que los grandes de este mundo abusan
de su autoridad; pero que entre ustedes no sea así. El que quiera ser grande
que se haga servidor de todos".
A la voluntad de poder, Jesús opone
la voluntad del servicio. El verdadero discípulo debe aspirar, no a tener poder
sobre los demás, sino a estar al servicio de los demás.
Según el Maestro, en esta actitud de
servicio reside la verdadera grandeza del hombre, y a través de ella que se
manifiesta como verdadero hijo de Dios. Al contrario, el que aprovecha su poder
para levantarse por encima de los demás, para crear desigualdades, para oprimir
a los demás, se transforma en un despreciable e insignificante ser, que ha
deformado completamente la semejanza con Dios.
Y así, en la generosidad, el
compartir, el amor y el servicio a los otros se implementan, en el pensamiento
de Jesús, las fuerzas de salvación que tienen el "poder" de construir
un mundo más justo, más igualitario y finalmente más humano.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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