( 4° Cuaresma A)
Original
francés: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2015/09/la-vraie-grandeur-de-lhomme-selon-la.html.
Las culturas y civilizaciones
antiguas fueron gobernadas, en su gran mayoría, por regímenes absolutos,
dictatoriales y totalitarios, y las estructuras de mando fijadas siempre según
una estricta escala jerárquica de influencia, importancia y poder. La sociedad
de los "grandes" y "poderosos", integrantes de esa
estructura jerárquica (reyes, emperadores, jefes militares, sacerdotes, nobles,
señores) tenía el poder, hacía las leyes, tenía todos los derechos, mandaba.
Los que estaban fuera de la estructura jerárquica, la masa de la gente ordinaria,
no tenía ningún derecho y sólo podía obedecer y someterse. Sólo eran
servidores.
En las sociedades antiguas del
tiempo de Jesús, se consideraba normal que la "plebe", el
"pueblo llano", fuera utilizado, explotado, esclavizado, oprimido,
para que los "grandes" pudieran mantener su poder, sus privilegios,
acrecentar su riqueza y realizar sus ambiciones. También se consideraba
completamente normal la esclavitud: que seres humanos pudiesen ser menos
humanos que los otros; pudiesen ser comprados y poseídos, como se compra y
posee un objeto, un bien, un animal, totalmente a merced de las necesidades, la
voluntad y los caprichos de sus propietarios.
Salvo raras excepciones (la Grecia
antigua del siglo VI a.c.), el mundo antiguo, en general, y el mundo del
Medio-Oriente en particular, no conocía la democracia. Las culturas antiguas no
tenían ni idea de la igualdad fundamental de todos los humanos, de la igualdad
de sexos, del valor inalienable de la persona y del respeto que se le debe. No
conocían la Declaración universal de los derechos del hombre, la Carta de los
derechos y libertades. Los principios humanitarios y las nociones afirmadas en
esos documentos son conquistas bastante recientes de la sociedad moderna, sobre
todo occidental (siglo XVIII), y todavía lejos de ser universalmente
reconocidas y aplicadas en el mundo actual (pensemos en las leyes de los
estados islámicos).
En tiempo de Jesús, por tanto, para
ser alguien, había que entrar en la lista y en la jerarquía de los grandes, en
las estructuras del poder. Sin eso tú no eras nadie, tú no eras nada. Eras un
ser sin identidad, sin valor, sin defensa, sin seguridad, preso de la crueldad,
la rapacidad y las decisiones arbitrarias de los poderosos. Por ello, en la
sociedad judía del tiempo de Jesús, el protocolo de precedencias, que resolvía
el lugar de cada uno en la jerarquía de la gente con autoridad, así como el
deseo de formar parte del número de los grandes, tenía tanta importancia. En
efecto, este protocolo impregnaba todas las manifestaciones tanto profanas como
religiosas de la vida corriente. Había una jerarquía, un orden y precedencias a
respetar en todas partes: en las reuniones del Sanedrín, la sinagoga, las
asambleas del Templo, la administración de la justicia, los lugares de la mesa,
los encuentros en la calle, las señales de respeto, los saludos…
No sin razón en el evangelio de
Marcos (9, 30-37) los compañeros de Jesús hacen planes, traman, planifican
estrategias que les permitan, también a ellos, sentarse un día, en la corte de
los grandes de este mundo.
Aunque lo llamen
"Maestro", Jesús pertenece al pueblo llano sin voz y sin derechos,
nació entre la gente pobre y sencilla, sigue entre ellos. Frecuenta casi
exclusivamente a los mal-vistos y despreciados. Es parte de una sociedad de explotados,
excluidos, de gente sin valor, sin dignidad, sin protección. ¡Ese es su pueblo!
Sin embargo, en el pensamiento de Jesús, ese pueblo de pequeños está compuesto
de gente bien grande, con una grandeza que no se puede comparar con la grandeza
de los "grandes" de este mundo. Son grandes porque todos son hijos de
Dios, amados de su Padre, porque tienen un gran corazón, porque son libres
interiormente, y por tanto prontos a cambiar, a evolucionar; porque poseen un
potencial extraordinario, aspiraciones, esperanzas… como para que Jesús
reconozca en ellos los auténticos constructores del Reino de Dios en la tierra.
Durante su vida, en contacto con ese
pueblo y con su Dios, Jesús descubre que la verdadera grandeza del hombre no
está en el poder que ejerce, sino en el amor que da; que el hombre es grande no
cuando manda, sino cuando ama; no cuando es autoridad, sino cuando es amor.
Jesús comprende que toda la grandeza
del ser humano consiste en su capacidad, no de distanciarse, sino de
aproximarse a su semejante y de ser para él una fuente de alegría y felicidad.
Para Jesús el hombre es más grande, no cuando cree tener más derechos que los
demás, cuando se cree superior a los demás, más poderoso, más importante que
los demás, sino cuando se reconoce igual a los demás, capaz de empatía,
atención, compasión, respeto, escucha, disponibilidad, solidaridad y servicio.
Para Jesús, el hombre es grande y realmente completo en su humanidad, no cuando
vive para sí, sino cuando vive y existe para los demás.
En su Reino, es decir en la
comunidad de sus discípulos, los valores se invierten: los primeros lugares,
los honores, los aplausos se reservan a aquellos y aquellas capaces de ocupar
los últimos lugares, para resaltar la presencia de sus hermanos más pequeños.
Este texto de Marcos presenta a
Jesús como un maestro que instruye a sus apóstoles sobre el sentido y el
contenido de la auténtica grandeza humana: "¿Quieren ser grandes? ¡Háganse
pequeños! ¿Quieren ser primeros? ¡Sean los últimos! ¿Sueñan con la autoridad, la
nobleza, la admiración, el prestigio? ¡Conviértanse en servidores de todos,
acojan a todos y derramen a su alrededor ternura y amor! Porque así actúa mi
Dios; y sólo así ustedes serán como El y serán sus hijos de verdad. ¡Y así
serán verdaderamente grandes a los ojos de los hombres y a los ojos de
Dios!"
Y para dar más impacto al contenido
de su enseñanza, Jesús lo visualiza y dramatiza, por así decirlo, con la
presencia de un niño al que aprieta tiernamente en sus brazos: ¿Ven a este
niño? - nos dice, es el símbolo y la encarnación de todos los pequeños,
débiles, indefensos, insignificantes, que no tienen importancia, que no son
dignos de atención, que se encuentran en una situación de inferioridad, vulnerabilidad
y dependencia total. Bien, hagan como
yo, ábranles vuestros brazos, apriétenlos contra su corazón, acojan en vuestra
vida todos aquellos a los que representa este niño. Sean para ellos hermanos
queridos y servidores atentos. Ustedes serán grandes e importantes sólo si, en
vuestra vida, son capaces de dar el primer lugar a los que no son grandes ni
importantes.
Entonces serán una fuente de asombro
y atracción; serán ustedes ejemplos fascinantes de una humanidad completa. Y
los que los rodeen descubrirán en ustedes la misma grandeza del corazón de
Dios.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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