vendredi 10 mars 2017

UNA SOCIEDAD DE SORDOMUDOS - Mc 7, 31-37

(23º  Dom  to  B)


Los relatos del Evangelio que la liturgia nos propone cada domingo generalmente no tienen como fin informarnos sobre lo que Jesús hizo en cierto periodo de su vida. Si ese fuera el caso, el contenido de los Evangelios no tendría valor ni interés para nosotros. Porque, en definitiva ¿en qué, lo que hice, actuó o realizó un individuo que vivió hace dos mil años, puede concernirme? Los relatos de los evangelios no nos interesan por su valor histórico, sino por su valor simbólico. Eso significa que los relatos de los Evangelios nos interesan no por lo que nos revelan, sino por lo que nos esconden; no tanto por lo que nos cuentan abierta y directamente (su contenido material o literario), sino por lo que nos dicen indirectamente. En otras palabras, en los Evangelios, lo que cuenta no es la historia o la anécdota, sino el sentido, el significado o el mensaje que, a través del relato en cuestión, quieren transmitirnos. De ahí que, lo que importa descubrir, sea su sentido y su mensaje.

El Evangelio de hoy nos lleva, con Jesús, a pleno territorio de la Decápolis, esa región muy poblada al Este de Palestina (al sur de la Siria actual), en la que, en tiempos de Jesús, existía una veintena de pueblos ciudades, bastante cercanas unas de otras, muy habitadas y con una intensa actividad comercial y vida económica. Por tanto, estamos aquí lejos de la paz, la calma y la relativa tranquilidad de Galilea y su hermoso lago.

El Evangelio  de hoy quiere sumergirnos en un clima  familiar para nosotros, y crear un escenario conocido, porque es el medio en que fluye nuestra vida cotidiana: prisa, carreras, ritmos frenéticos, colas en rutas, tráfico exasperante, ruido, confusión, nervios, constante preocupación por el lucro y el éxito, obsesión por la eficacia, urgencia de la productividad, necesidad de consumir; la violencia y el acoso físico y psicológico del trabajo, la fatiga crónica, la depresión, la indiferencia general, el miedo a los demás, la desconfianza; de ahí la cerrazón sobre nosotros mismos, la insensibilidad, la incomunicabilidad, el diálogo de sordos…

¡Sí, es verdad! En nuestra vida diaria, a causa de las condiciones de vida que hemos creado, del estilo de vida que hemos adoptado, del tipo de relaciones que hemos establecido y del género de sociedad que hemos inventado, todos nos hemos convertido en ciegos, sordos y mudos. No vemos más, no escuchamos ni comprendemos más, no dialogamos más. ¿No es verdad que, en cierto sentido, todos hemos llegado a ser sordos? Vamos tan rápido, estamos siempre tan presionados, tan absorbidos por nuestros asuntos, que hemos perdido la facultad y la capacidad de escuchar. Ya no sabemos escuchar a nadie: ni a nosotros mismos, ni a los demás ni a (la voz de) Dios.

No sabemos ni escucharnos a nosotros mismos: ya no tenemos tiempo de escuchar las necesidades de nuestra inteligencia ni las aspiraciones profundas de nuestro corazón y nuestro espíritu. Vivimos siempre en la superficie o al exterior de nuestro ser, y nunca en el interior. Y por ello, no nos conocemos; somos extranjeros en nuestra propia casa. Nunca hemos descendido a nuestro propio interior, a las profundidades de nuestro ser donde se esconden nuestras verdaderas riquezas y se contiene la mejor parte de nosotros mismos. A causa del ruido que nos rodea, de la falta de tiempo o de disponibilidad, del hecho que nuestra atención está siempre alejada de lo esencial y girada hacia lo contingente y lo material, todos nos hemos vuelto sordos a los llamamientos que surgen del interior de nosotros mismos y que nos invitan a realizar una forma de existencia más completa por ser más humana y más espiritual.

Tampoco sabemos escuchar a los demás. Seamos honestos, ¡somos una generación de sordos! Oímos quizá, pero ya no escuchamos. ¿Cuántos padres son capaces de sentarse, de detenerse para escuchar de verdad a sus hijos? ¿Cuántos padres son sordos frente a sus adolescentes, que sin embargo les hablan, a través de sus gestos, su inseguridad, sus estupideces y sus torpezas; o a través del lenguaje indirecto y a menudo inconsciente, de sus insatisfacciones, sus rebeliones, sus necesidades, sus ¡gritos y sus lágrimas!

Sólo escuchamos lo que nos interesa y cuando nos pueden aportar provecho o ventajas. Pero hemos perdido la capacidad de escuchar con el corazón. Lo que significa que hemos perdido la capacidad de la escucha positiva, gratuita; de la escucha amistosa, desinteresada; de la escucha amorosa, hecha para dar placer al otro, para acoger al otro, para valorarlo, para enriquecernos con el otro. ¿Escuchamos de verdad a nuestro cónyuge, amigos, compañeros de trabajo, nuestros viejos?

Y cuando digo "escuchar" quiero decir "prestar atención" a lo que dicen, asimilar lo que dicen, bajar sus palabras, no sólo a nuestro espíritu sino a nuestro corazón, para que ellas puedan suscitar una reacción de simpatía, de calor y de sincera participación en nosotros. Sin eso, nuestras conversaciones no son más que monólogos o diálogos de sordos. Saber escuchar es, a fin de cuentas, una de las más bellas formas de amar. La capacidad de escuchar es una cualidad tan escasa hoy, que los individuos que la poseen, se convierten en las personas más buscadas y amadas.

Y puesto que ya no sabemos escuchar, también somos incapaces de hablar, de comunicar, de dialogar. Somos sordos que hablan a otros sordos. Por tanto, hablamos inútilmente. Hablamos, pero a menudo para no decir nada. Y no sólo porque, al vivir en la superficie de nosotros mismos, nos falta profundidad y no tenemos nada realmente interesante, importante y válido que decir, sino también porque el interlocutor está demasiado apresurado y distraído para captar e interiorizar lo que decimos. Hablamos de la lluvia y del buen tiempo. Hablamos para decir banalidades. Hablamos para llenar de ruido los silencios incómodos. Hablamos sin decir nada. Sin darnos cuenta, ¡nos hemos convertido en mudos!

Entonces ¿quién de entre nosotros podrá decir que no necesita curación? Todos somos ese sordomudo que presentan a Jesús para que lo cure. Pero Jesús sabe que para devolverse sus facultades, la única cura válida es la de sacar a ese desgraciado del ambiente ruidoso y avasallador de la Decápolis; de alejarlo del estrés de la vida, de las presiones del trabajo y de la actividad; es darle la posibilidad de enlentecer los ritmos y las cadencias infernales que carcomen su vida desde dentro y le impiden "abrirse" al placer de la escucha y el diálogo con el mundo que lo rodea.

De ahí por qué, en el texto evangélico de Marcos, dice que para curar al sordomudo, Jesús debe llevarlo aparte, lejos de la muchedumbre, a un lugar solitario. Sólo entonces el enfermo será capaz de "abrirse" y de escuchar finalmente, en el asombro y la alegría, la melodía del mundo a su alrededor, así como la extraordinaria novedad del mensaje de Jesús.


Bruno Mori


(Traducción de Ernesto Baquer)

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