(23º Dom to B)
Los
relatos del Evangelio que la liturgia nos propone cada domingo generalmente no
tienen como fin informarnos sobre lo que Jesús hizo en cierto periodo de su
vida. Si ese fuera el caso, el contenido de los Evangelios no tendría valor ni
interés para nosotros. Porque, en definitiva ¿en qué, lo que hice, actuó o realizó
un individuo que vivió hace dos mil años, puede concernirme? Los relatos de los
evangelios no nos interesan por su valor histórico, sino por su valor
simbólico. Eso significa que los relatos de los Evangelios nos interesan no por
lo que nos revelan, sino por lo que nos esconden; no tanto por lo que nos
cuentan abierta y directamente (su contenido material o literario), sino por lo
que nos dicen indirectamente. En otras palabras, en los Evangelios, lo que
cuenta no es la historia o la anécdota, sino el sentido, el significado o el
mensaje que, a través del relato en cuestión, quieren transmitirnos. De ahí
que, lo que importa descubrir, sea su sentido y su mensaje.
El
Evangelio de hoy nos lleva, con Jesús, a pleno territorio de la Decápolis, esa
región muy poblada al Este de Palestina (al sur de la Siria actual), en la que,
en tiempos de Jesús, existía una veintena de pueblos ciudades, bastante
cercanas unas de otras, muy habitadas y con una intensa actividad comercial y
vida económica. Por tanto, estamos aquí lejos de la paz, la calma y la relativa
tranquilidad de Galilea y su hermoso lago.
El
Evangelio de hoy quiere sumergirnos en
un clima familiar para nosotros, y crear
un escenario conocido, porque es el medio en que fluye nuestra vida cotidiana:
prisa, carreras, ritmos frenéticos, colas en rutas, tráfico exasperante, ruido,
confusión, nervios, constante preocupación por el lucro y el éxito, obsesión
por la eficacia, urgencia de la productividad, necesidad de consumir; la
violencia y el acoso físico y psicológico del trabajo, la fatiga crónica, la
depresión, la indiferencia general, el miedo a los demás, la desconfianza; de
ahí la cerrazón sobre nosotros mismos, la insensibilidad, la incomunicabilidad,
el diálogo de sordos…
¡Sí,
es verdad! En nuestra vida diaria, a causa de las condiciones de vida que hemos
creado, del estilo de vida que hemos adoptado, del tipo de relaciones que hemos
establecido y del género de sociedad que hemos inventado, todos nos hemos
convertido en ciegos, sordos y mudos. No vemos más, no escuchamos ni
comprendemos más, no dialogamos más. ¿No es verdad que, en cierto sentido,
todos hemos llegado a ser sordos? Vamos tan rápido, estamos siempre tan
presionados, tan absorbidos por nuestros asuntos, que hemos perdido la facultad
y la capacidad de escuchar. Ya no sabemos escuchar a nadie: ni a nosotros
mismos, ni a los demás ni a (la voz de) Dios.
No
sabemos ni escucharnos a nosotros mismos: ya no tenemos tiempo de escuchar las
necesidades de nuestra inteligencia ni las aspiraciones profundas de nuestro
corazón y nuestro espíritu. Vivimos siempre en la superficie o al exterior de
nuestro ser, y nunca en el interior. Y por ello, no nos conocemos; somos
extranjeros en nuestra propia casa. Nunca hemos descendido a nuestro propio
interior, a las profundidades de nuestro ser donde se esconden nuestras
verdaderas riquezas y se contiene la mejor parte de nosotros mismos. A causa
del ruido que nos rodea, de la falta de tiempo o de disponibilidad, del hecho
que nuestra atención está siempre alejada de lo esencial y girada hacia lo
contingente y lo material, todos nos hemos vuelto sordos a los llamamientos que
surgen del interior de nosotros mismos y que nos invitan a realizar una forma
de existencia más completa por ser más humana y más espiritual.
Tampoco
sabemos escuchar a los demás. Seamos honestos, ¡somos una generación de sordos!
Oímos quizá, pero ya no escuchamos. ¿Cuántos padres son capaces de sentarse, de
detenerse para escuchar de verdad a sus hijos? ¿Cuántos padres son sordos
frente a sus adolescentes, que sin embargo les hablan, a través de sus gestos,
su inseguridad, sus estupideces y sus torpezas; o a través del lenguaje
indirecto y a menudo inconsciente, de sus insatisfacciones, sus rebeliones, sus
necesidades, sus ¡gritos y sus lágrimas!
Sólo
escuchamos lo que nos interesa y cuando nos pueden aportar provecho o ventajas.
Pero hemos perdido la capacidad de escuchar con el corazón. Lo que significa
que hemos perdido la capacidad de la escucha positiva, gratuita; de la escucha
amistosa, desinteresada; de la escucha amorosa, hecha para dar placer al otro,
para acoger al otro, para valorarlo, para enriquecernos con el otro.
¿Escuchamos de verdad a nuestro cónyuge, amigos, compañeros de trabajo,
nuestros viejos?
Y
cuando digo "escuchar" quiero decir "prestar atención" a lo
que dicen, asimilar lo que dicen, bajar sus palabras, no sólo a nuestro
espíritu sino a nuestro corazón, para que ellas puedan suscitar una reacción de
simpatía, de calor y de sincera participación en nosotros. Sin eso, nuestras
conversaciones no son más que monólogos o diálogos de sordos. Saber escuchar
es, a fin de cuentas, una de las más bellas formas de amar. La capacidad de
escuchar es una cualidad tan escasa hoy, que los individuos que la poseen, se
convierten en las personas más buscadas y amadas.
Y
puesto que ya no sabemos escuchar, también somos incapaces de hablar, de
comunicar, de dialogar. Somos sordos que hablan a otros sordos. Por tanto,
hablamos inútilmente. Hablamos, pero a menudo para no decir nada. Y no sólo
porque, al vivir en la superficie de nosotros mismos, nos falta profundidad y
no tenemos nada realmente interesante, importante y válido que decir, sino
también porque el interlocutor está demasiado apresurado y distraído para
captar e interiorizar lo que decimos. Hablamos de la lluvia y del buen tiempo.
Hablamos para decir banalidades. Hablamos para llenar de ruido los silencios
incómodos. Hablamos sin decir nada. Sin darnos cuenta, ¡nos hemos convertido en
mudos!
Entonces
¿quién de entre nosotros podrá decir que no necesita curación? Todos somos ese
sordomudo que presentan a Jesús para que lo cure. Pero Jesús sabe que para
devolverse sus facultades, la única cura válida es la de sacar a ese
desgraciado del ambiente ruidoso y avasallador de la Decápolis; de alejarlo del
estrés de la vida, de las presiones del trabajo y de la actividad; es darle la
posibilidad de enlentecer los ritmos y las cadencias infernales que carcomen su
vida desde dentro y le impiden "abrirse" al placer de la escucha y el
diálogo con el mundo que lo rodea.
De
ahí por qué, en el texto evangélico de Marcos, dice que para curar al
sordomudo, Jesús debe llevarlo aparte, lejos de la muchedumbre, a un lugar
solitario. Sólo entonces el enfermo será capaz de "abrirse" y de
escuchar finalmente, en el asombro y la alegría, la melodía del mundo a su
alrededor, así como la extraordinaria novedad del mensaje de Jesús.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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