Reflexiones para el primero de año
El tiempo que pasa es un tiempo que nos da la bondad
de Dios para compartir el amor con que llenó nuestro corazón, para dejar una
buena huella de nuestra presencia y nuestro paso en este mundo, para que
podamos partir un día, dejándolo en mejor estado que cuando entramos en él. El
bien que realicemos, el amor que demos, la alegría y la felicidad que
difundamos a nuestro alrededor constituyen el valor de nuestra persona y dan
sentido a nuestra vida.
Por eso no hay que malgastar el tiempo de la vida en
futilidades. Por eso hay que vivir plena e intensamente este tiempo que se nos
concede y que pasa tan rápida e inexorablemente; vivir no tanto por fuera sino
por dentro; que sirva para construirnos una personalidad rica, atrayente,
radiante y capaz de difundir a nuestro alrededor, afecto, alegría y felicidad.
Vivimos en una sociedad donde todo se despliega tras
el lema del trabajo, el rendimiento, la ganancia y, en consecuencia, tenemos
horror de perder el tiempo, ya que el tiempo es oro, porque vale dinero. Pero
el tiempo tiene una cualidad y un valor, no necesariamente ligados a su valor
económico. Porque si utilizamos el tiempo sólo para hacer dinero, probablemente
crecerá nuestra cuenta bancaria, pero no estoy seguro que, nos haga también
crecer automáticamente como personas.
Para Griegos y Romanos, el trabajo material fue
siempre signo de una especie de decadencia, y los pobres y los esclavos estaban
excluidos de la ciudadanía y la vida política, por el hecho de trabajar. Eso no
significa que los ciudadanos del Mundo Antiguo estuviesen encerrados en una
estéril inactividad. No estaban inactivos; sino que consideraban sus
actividades de mayor altura que la dura tarea del trabajo material, muscular,
productivo. Preferían consagrarse al cuidado de la ciudad, la familia, los
dioses, a la práctica de las artes, las ciencias, la filosofía, e incluso a la
del amor. Una palabra latina lo resumía: otium.
Término que se traduce habitualmente por ocio, esparcimiento… pero que debería
traducirse más bien por disponibilidad para lo esencial, para lo verdaderamente
importante en la vida.
El ocio era
por tanto para los antiguos un valor positivo; y los romanos decían de los
hombres que no tenían la suerte de dedicarse al ocio, que eran la gente del negocio, (el no-ocio), la actividad de los que no están disponibles para lo
esencial, de los que no practican el ocio, el estudio, la meditación, el
entretenimiento…
Esta antigua visión podría coincidir hoy con el tiempo libre y el esparcimiento de muchos trabajadores jubilados
que, a menudo, no son capaces de encontrar hobbies, de gestionar su tiempo, que
no saben cómo matar el tiempo, que se sienten inútiles, se deprimen y se
lamentan de no poder trabajar más.
Cuando uno envejece, y hablo con conocimiento de
causa, se desarrolla una relación extraña y especial con el tiempo. Por un
lado, uno lo estima y querría hasta detenerlo para aprovecharlo al máximo; por
otro, uno le tiene miedo, porque el tiempo pasa tan rápida e inexorablemente
que nos acerca cada día más al fin de nuestro tiempo.
Ser capaces de dominar su tiempo es una gracia que no se da a todos los
que envejecemos. Ser capaces de apreciar el tiempo cuando finalmente lo
tenemos, parece ser el hecho de nuestros mayores más privilegiados, de aquellos
cuya riqueza personal, afectiva, intelectual y espiritual preserva de las
angustias del aburrimiento y la espera.
Efectivamente, para muchas personas mayores y
jubiladas, su tiempo es más el tiempo del tedio y de la espera, que del
esparcimiento: esperar el paso del cartero, la visita de la nieta o los hijos
mayores, esperar en la urgencia del hospital, esperar en el sillón la hora de
la comida o del programa favorito en la TV, esperar el retorno del dolor
acuciante, esperar la hora de las medicinas, esperar la muerte. Para las
personas mayores jubiladas, su tiempo es como un tiempo suspendido entre la
vida y la muerte, en total contradicción con el tiempo ocupado, apresurado y
atropellado de los jóvenes de la modernidad.
Claro que es posible disfrutar de ese tiempo
suspendido, cuando el corazón y el espíritu permanecen alertas y jóvenes,
cuando conservamos interés y curiosidad, y sobre todo cuando disfrutamos con
las personas que amamos. Pero frecuentemente solos, los mayores perciben su
tiempo como una espera penosa, y su espera como un sufrimiento, porque en esa
espera se da una dimensión de resignación, de fatalismo, de pasividad,
ignorancia, impotencia y miedo. Lo que a menudo hace el tiempo de la vejez, con
tanta frecuencia doloroso, es la soledad en que se vive y la muerte del
espíritu que anticipa ya la muerte física del cuerpo.
Para nosotros cristianos, es una especie de gracia
tener la posibilidad de envejecer y encontrar en fin el tiempo que nos vuelve
disponibles a actitudes, iniciativas y comportamientos que pueden conducirnos a
construir una interioridad más rica y a tomar conciencia del valor de nuestra
existencia a los ojos del mundo y a los de Dios. A lo largo de nuestra vida,
nos suele faltar el tiempo para pensar, estudiar, leer, rezar, hacer balance,
profundizar nuestra fe. Frecuentemente hemos estado demasiado ocupados y
distraídos para desarrollar nuestra sensibilidad espiritual, nuestra sabiduría humana
y cristiana, para encontrar respuestas a los dolores de la vida y a nuestra
insatisfacción existencial que nos han acompañado y angustiado tanto tiempo.
El "tiempo libre" de la vejez puede
transformarse en un tiempo para relativizar los valores mundanos, para el
encuentro con lo esencial, para el cara a cara con la verdad profunda de
nuestro ser y el descubrimiento maravillado de la presencia de Dios en nuestra
vida, una presencia nunca sentida con tanta evidencia e intensidad. Presencia
no de un Dios cualquiera, sino del Dios de Jesús. Ese Dios, energía y potencia
de Amor, que convierte nuestra vejez en un tiempo de comunicación y efusión de
calma, paz, serenidad, confianza, bondad y amor, y que cambia ese tiempo de
espera en deseo de desprendernos sin pena de un mundo que se nos hace cada vez
más opaco y extraño, para ir a fundirnos en la luz del amor de Dios, el Todo en
el que todas las creaturas al final descansan.
Para mí, el tiempo de mi «ancianidad» es el mejor tiempo
de mi vida. Este tiempo ha
hecho de mi un hombre más libre, sensible y atento a todo que se despliega en
el mundo alrededor de mí. La hermosura y la fealdad de las cosas, de las personas
y de los eventos, llenándome de vuelta en vuelta de asombro o de tristeza, de
ternura o de aversión, de amor o de pasión, siguen haciendo pulsar mi corazón al
ritmo de una permanente juventud.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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