jeudi 23 février 2017

EL TIEMPO DE NUESTRA ETERNIDAD

Reflexiones para el primero de año



El tiempo que pasa es un tiempo que nos da la bondad de Dios para compartir el amor con que llenó nuestro corazón, para dejar una buena huella de nuestra presencia y nuestro paso en este mundo, para que podamos partir un día, dejándolo en mejor estado que cuando entramos en él. El bien que realicemos, el amor que demos, la alegría y la felicidad que difundamos a nuestro alrededor constituyen el valor de nuestra persona y dan sentido a nuestra vida.

Por eso no hay que malgastar el tiempo de la vida en futilidades. Por eso hay que vivir plena e intensamente este tiempo que se nos concede y que pasa tan rápida e inexorablemente; vivir no tanto por fuera sino por dentro; que sirva para construirnos una personalidad rica, atrayente, radiante y capaz de difundir a nuestro alrededor, afecto, alegría y felicidad.

Vivimos en una sociedad donde todo se despliega tras el lema del trabajo, el rendimiento, la ganancia y, en consecuencia, tenemos horror de perder el tiempo, ya que el tiempo es oro, porque vale dinero. Pero el tiempo tiene una cualidad y un valor, no necesariamente ligados a su valor económico. Porque si utilizamos el tiempo sólo para hacer dinero, probablemente crecerá nuestra cuenta bancaria, pero no estoy seguro que, nos haga también crecer automáticamente como personas.

Para Griegos y Romanos, el trabajo material fue siempre signo de una especie de decadencia, y los pobres y los esclavos estaban excluidos de la ciudadanía y la vida política, por el hecho de trabajar. Eso no significa que los ciudadanos del Mundo Antiguo estuviesen encerrados en una estéril inactividad. No estaban inactivos; sino que consideraban sus actividades de mayor altura que la dura tarea del trabajo material, muscular, productivo. Preferían consagrarse al cuidado de la ciudad, la familia, los dioses, a la práctica de las artes, las ciencias, la filosofía, e incluso a la del amor. Una palabra latina lo resumía: otium. Término que se traduce habitualmente por ocio, esparcimiento… pero que debería traducirse más bien por disponibilidad para lo esencial, para lo verdaderamente importante en la vida.

El ocio era por tanto para los antiguos un valor positivo; y los romanos decían de los hombres que no tenían la suerte de dedicarse al ocio, que eran la gente del negocio, (el no-ocio), la actividad de los que no están disponibles para lo esencial, de los que no practican el ocio, el estudio, la meditación, el entretenimiento…
Esta antigua visión podría coincidir hoy con el tiempo libre y el esparcimiento de muchos trabajadores jubilados que, a menudo, no son capaces de encontrar hobbies, de gestionar su tiempo, que no saben cómo matar el tiempo, que se sienten inútiles, se deprimen y se lamentan de no poder trabajar más.

Cuando uno envejece, y hablo con conocimiento de causa, se desarrolla una relación extraña y especial con el tiempo. Por un lado, uno lo estima y querría hasta detenerlo para aprovecharlo al máximo; por otro, uno le tiene miedo, porque el tiempo pasa tan rápida e inexorablemente que nos acerca cada día más al fin de nuestro tiempo.
Ser capaces de dominar su tiempo es una gracia que no se da a todos los que envejecemos. Ser capaces de apreciar el tiempo cuando finalmente lo tenemos, parece ser el hecho de nuestros mayores más privilegiados, de aquellos cuya riqueza personal, afectiva, intelectual y espiritual preserva de las angustias del aburrimiento y la espera.

Efectivamente, para muchas personas mayores y jubiladas, su tiempo es más el tiempo del tedio y de la espera, que del esparcimiento: esperar el paso del cartero, la visita de la nieta o los hijos mayores, esperar en la urgencia del hospital, esperar en el sillón la hora de la comida o del programa favorito en la TV, esperar el retorno del dolor acuciante, esperar la hora de las medicinas, esperar la muerte. Para las personas mayores jubiladas, su tiempo es como un tiempo suspendido entre la vida y la muerte, en total contradicción con el tiempo ocupado, apresurado y atropellado de los jóvenes de la modernidad.

Claro que es posible disfrutar de ese tiempo suspendido, cuando el corazón y el espíritu permanecen alertas y jóvenes, cuando conservamos interés y curiosidad, y sobre todo cuando disfrutamos con las personas que amamos. Pero frecuentemente solos, los mayores perciben su tiempo como una espera penosa, y su espera como un sufrimiento, porque en esa espera se da una dimensión de resignación, de fatalismo, de pasividad, ignorancia, impotencia y miedo. Lo que a menudo hace el tiempo de la vejez, con tanta frecuencia doloroso, es la soledad en que se vive y la muerte del espíritu que anticipa ya la muerte física del cuerpo.

Para nosotros cristianos, es una especie de gracia tener la posibilidad de envejecer y encontrar en fin el tiempo que nos vuelve disponibles a actitudes, iniciativas y comportamientos que pueden conducirnos a construir una interioridad más rica y a tomar conciencia del valor de nuestra existencia a los ojos del mundo y a los de Dios. A lo largo de nuestra vida, nos suele faltar el tiempo para pensar, estudiar, leer, rezar, hacer balance, profundizar nuestra fe. Frecuentemente hemos estado demasiado ocupados y distraídos para desarrollar nuestra sensibilidad espiritual, nuestra sabiduría humana y cristiana, para encontrar respuestas a los dolores de la vida y a nuestra insatisfacción existencial que nos han acompañado y angustiado tanto tiempo.

El "tiempo libre" de la vejez puede transformarse en un tiempo para relativizar los valores mundanos, para el encuentro con lo esencial, para el cara a cara con la verdad profunda de nuestro ser y el descubrimiento maravillado de la presencia de Dios en nuestra vida, una presencia nunca sentida con tanta evidencia e intensidad. Presencia no de un Dios cualquiera, sino del Dios de Jesús. Ese Dios, energía y potencia de Amor, que convierte nuestra vejez en un tiempo de comunicación y efusión de calma, paz, serenidad, confianza, bondad y amor, y que cambia ese tiempo de espera en deseo de desprendernos sin pena de un mundo que se nos hace cada vez más opaco y extraño, para ir a fundirnos en la luz del amor de Dios, el Todo en el que todas las creaturas al final descansan.
    
Para mí, el tiempo de mi «ancianidad» es el mejor tiempo de mi vida.  Este tiempo   ha hecho de mi un hombre más libre, sensible y atento a todo que se despliega en el mundo alrededor de mí. La hermosura y la fealdad de las cosas, de las personas y de los eventos, llenándome de vuelta en vuelta de asombro o de tristeza, de ternura o de aversión, de amor o de pasión, siguen haciendo pulsar mi corazón al ritmo de una permanente juventud. 

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)

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