(6º dom. to B)
La Palestina judía del tiempo de Jesús era una
teocracia religiosa. En ella una persona, para ser aceptada y respetable, debía
ser religiosa y practicante. La norma de la rectitud y la respetabilidad estaba
constituida por la Ley de Moisés (la Torah) y la observancia de 613 reglas o prescripciones
morales y cultuales establecidas por los teólogos judíos de la época (los
escribas). Sólo los que conocían y practicaban la Ley con sus prescripciones,
eran reconocidos dignos de estima, respeto y consideración. Todos los que, a
causa de su ignorancia, su falta de instrucción, su situación social miserable
o por cualquier otra razón, no podían conocer ni practicar la Torah, eran
considerados "malditos", pecadores, impuros y excluidos que se debía
evitar, porque su presencia y su contacto eran una especie de contaminación que
impedía a la gente "bien" participar en las funciones sociales y
religiosas de la vida pública.
En la sociedad judía del tiempo de Jesús, la lista de
excluidos era larguísima e incluía una gran parte de la población: comprendía a
pobres, mendigos, vagabundos, gente sin instrucción; también los que ejercían
profesiones reconocidas como impuras o infames (pastores, recaudadores de
impuestos, prostitutas, usureros, soldados, sepultureros, peluqueros,
tintoreros, zapateros, carniceros, jornaleros a sueldo de los terratenientes…
etc). A esta lista había que añadir esclavos, niños, viudas, todos los
harapientos y desesperados que trajinaban por las calles buscando alimentos,
trabajos esporádicos; todos los enfermos afectados física o mentalmente
(lisiados, paralíticos, ciegos, sordomudos, enfermos mentales que se pensaba
estaban habitados por "malos espíritus", leprosos…),
En definitiva, todo ese mundo de inadaptados constituía la mayor parte de la sociedad de la época: de
un lado había una minoría de gente rica y afortunada, instruida, religiosa,
fiel a la Ley; y, del otro todo, el resto de la población, que la gente
"bien" consideraba como "escoria". Jesús, y en eso está el
rasgo extraordinario y fascinante de ese hombre, fue siempre considerado como
formando parte de la "escoria". En los evangelios nunca se encuentra
a Jesús del lado de las personas de orden, respetables, religiosamente
irreprochables, sino siempre del lado de los y las que la sociedad oficial
había marginado, aislado y proscrito.
Jesús se dio cuenta que esa pobre gente que carecía de
status social, legitimación, consideración, respeto, valor… bueno, esa gente
poseía en realidad una inocencia, una simplicidad, una belleza interior,
riquezas y valores humanos que los hacían mucho más interesantes, atrayentes,
simpáticos, mucho más fáciles de frecuentar y amar que la elite religiosa
inflada de integridad y moralidad. Jesús tuvo la firme convicción de que ese
sentimiento de preferencia, empatía, amistad, solidaridad, proximidad hacia los
dañados por la vida, que él sentía tan intensamente en su corazón y su
espíritu, era compartido por el mismo Dios. Jesús tuvo, primero la intuición y
la sensación y después la firme convicción que Dios, si era verdaderamente el
ser de amor que debía ser, sólo podía sentir y experimentar los mismos
sentimientos que él, y que, por tanto, Dios debía, él también, complacerse en
la compañía de este mundo de desamparados y amarlos con todas las fuerzas de su
corazón. Con esta gente abandonada a sí misma, sin apoyo, sin protección, sin
ninguna clase de seguridad ni de futuro, Jesús experimentó un enorme impulso de
ternura y de compasión. Con frecuencia los evangelios nos presentan a Jesús
que, mirando consternado las deplorables condiciones del pueblo que lo rodeaba,
tenía la impresión de contemplar un rebaño de ovejas abandonado, vagando sin
fin, sin protección, sin guía, sin pastor. Jesús se dice a sí mismo que Dios,
su Dios, no puede ser insensible a tanta angustia y desgracia. Que Dios tiene
ciertamente un plan; que tiene la intención de intervenir, de hacer algo para
cambiar las condiciones de vida de todo ese pobre mundo. Que Dios
indudablemente intervendrá un día, se acercará, tocará con su mano las llagas y
tribulaciones de esa gente y transformará su vida con el milagro y las fuerzas
de su presencia.
Y porque Jesús quedó traumatizado al constatar el
estado de indigencia, sufrimiento, embrutecimiento y degradación en que vivía
la gran mayoría de sus contemporáneos, comenzó a concebir el sueño o la utopía
de un mundo diferente que llamó el "Reino de Dios". El reino de Dios
es entonces para Jesús el sueño de un mundo nuevo que no está ya regido por las
estrategias de la ambición y la codicia, por la carrera hacia el poder, por la
opresión y la explotación del más débil por el más fuerte; sino que está
inspirado y guiado por las fuerzas de la comunión, el diálogo, el respeto, la
fraternidad, el compartir, la bondad, el don, el perdón, en una palabra, por la
actitud del amor tal como existen en el interior de la vida y del mundo de
Dios.
Jesús tuvo una sola inquietud: la de anunciar y
difundir en ese mundo de pobres, excluidos y marginados, la buena noticia de
que Dios los ama y que se dispone a intervenir a su favor; que está con ellos,
de su lado; que no está ni nunca ha estado del lado de los grandes, los
poderosos, de los que viven con las normas, que se creen justos, honrados y en
regla con la Ley y la religión. Y para mostrarles que Dios está de su lado,
Jesús se puso el también de su lado. Los marginados se convirtieron en sus
amigos, sus preferidos, el medio de vida en el que se movió, actuó y vivió . A
tal punto que sus adversarios le acusaron de comer y beber con "pecadores", de
codearse con herejes samaritanos, ladrones públicos y prostitutas; de asumir la
forma de hacer y vivir de esos "malditos" que no se preocupan de
respetar ni el sábado, ni las reglas de pureza ritual establecidas por la
religión; ni de cumplir las directivas de los sacerdotes del Templo. Para los
representantes de la religión oficial judía, Jesús se convirtió realmente en un
pecador entre los pecadores, asumiendo toda la reprobación y las consecuencias
que comporta su elección. En efecto, acabará ejecutado en una cruz como el más
peligroso y execrable de los bandidos.
En el relato evangélico de este domingo, tenemos un
ejemplo de la actitud de Jesús y de cómo lo perturba el sufrimiento y la
angustia humana. El texto del evangelio narra que, ante el leproso, Jesús
siente inmediatamente "compasión". El verbo griego utilizado por el
evangelista significa más concretamente "se conmovieron sus entrañas";
se refiere pues a un sentimiento tan fuerte que lo trastocó totalmente. Y fue
porque a Jesús lo afectó de tal manera la miserable condición del otro que, olvidando
toda precaución, ignorando todas las leyes, tabúes y prohibiciones, se sintió
irresistiblemente movido a acercarse al leproso. Quería abolir la separación ("le alargó
la mano"), entrar en contacto real y concreto ("lo tocó") con su
enfermedad y su situación, para que ese desgraciado no se sintiera nunca más ni
rechazado, ni excluido, ni solo, ni abandonado, sino transformado y curado por
esa presencia de compasión y amor que "quiere" comunicarse y que no
duda en comprometerse y arriesgar su propia seguridad y su propia vida.
"¡Sí, lo quiero… queda limpio!" ¡Sé feliz!
Jesús lo hace todo para devolver dignidad, confianza y
esperanza. Para hacer comprender que lo que cuenta ante Dios no es ajustar la
conducta a las normas, costumbres, tradiciones inventadas por los hombres, sino
ajustar el corazón a las exigencias y llamamientos del amor.
Y para eso Jesús piensa que no hay necesidad de ser
poderoso, ni millonario, ni tener salud, sino sólo tener un corazón sensible y
compasivo. Por eso, en el reino de Dios los últimos serán los primeros y el
mismo Dios buscará la oveja perdida para llevarla a la seguridad del rebaño y
cuidarla con la ternura de su amor. No quiere que ni uno sólo de esos
"pequeños" se pierda, o pierda la oportunidad de experimentar en su
vida la felicidad de sentirse amado.
En esto consiste fundamentalmente la buena noticia o el
"evangelio" que Jesús vino a anunciar.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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