jeudi 23 février 2017

JÉSUS, EL HOMBRE QUE VIVIÓ COMO UN EXCLUÍDO - Mc 1.40-45

(6º dom. to B)



La Palestina judía del tiempo de Jesús era una teocracia religiosa. En ella una persona, para ser aceptada y respetable, debía ser religiosa y practicante. La norma de la rectitud y la respetabilidad estaba constituida por la Ley de Moisés (la Torah) y la observancia de 613 reglas o prescripciones morales y cultuales establecidas por los teólogos judíos de la época (los escribas). Sólo los que conocían y practicaban la Ley con sus prescripciones, eran reconocidos dignos de estima, respeto y consideración. Todos los que, a causa de su ignorancia, su falta de instrucción, su situación social miserable o por cualquier otra razón, no podían conocer ni practicar la Torah, eran considerados "malditos", pecadores, impuros y excluidos que se debía evitar, porque su presencia y su contacto eran una especie de contaminación que impedía a la gente "bien" participar en las funciones sociales y religiosas de la vida pública.

En la sociedad judía del tiempo de Jesús, la lista de excluidos era larguísima e incluía una gran parte de la población: comprendía a pobres, mendigos, vagabundos, gente sin instrucción; también los que ejercían profesiones reconocidas como impuras o infames (pastores, recaudadores de impuestos, prostitutas, usureros, soldados, sepultureros, peluqueros, tintoreros, zapateros, carniceros, jornaleros a sueldo de los terratenientes… etc). A esta lista había que añadir esclavos, niños, viudas, todos los harapientos y desesperados que trajinaban por las calles buscando alimentos, trabajos esporádicos; todos los enfermos afectados física o mentalmente (lisiados, paralíticos, ciegos, sordomudos, enfermos mentales que se pensaba estaban habitados por "malos espíritus", leprosos…),
En definitiva, todo ese mundo de inadaptados constituía  la mayor parte de la sociedad de la época: de un lado había una minoría de gente rica y afortunada, instruida, religiosa, fiel a la Ley; y, del otro todo, el resto de la población, que la gente "bien" consideraba como "escoria". Jesús, y en eso está el rasgo extraordinario y fascinante de ese hombre, fue siempre considerado como formando parte de la "escoria". En los evangelios nunca se encuentra a Jesús del lado de las personas de orden, respetables, religiosamente irreprochables, sino siempre del lado de los y las que la sociedad oficial había marginado, aislado y proscrito. 

Jesús se dio cuenta que esa pobre gente que carecía de status social, legitimación, consideración, respeto, valor… bueno, esa gente poseía en realidad una inocencia, una simplicidad, una belleza interior, riquezas y valores humanos que los hacían mucho más interesantes, atrayentes, simpáticos, mucho más fáciles de frecuentar y amar que la elite religiosa inflada de integridad y moralidad. Jesús tuvo la firme convicción de que ese sentimiento de preferencia, empatía, amistad, solidaridad, proximidad hacia los dañados por la vida, que él sentía tan intensamente en su corazón y su espíritu, era compartido por el mismo Dios. Jesús tuvo, primero la intuición y la sensación y después la firme convicción que Dios, si era verdaderamente el ser de amor que debía ser, sólo podía sentir y experimentar los mismos sentimientos que él, y que, por tanto, Dios debía, él también, complacerse en la compañía de este mundo de desamparados y amarlos con todas las fuerzas de su corazón. Con esta gente abandonada a sí misma, sin apoyo, sin protección, sin ninguna clase de seguridad ni de futuro, Jesús experimentó un enorme impulso de ternura y de compasión. Con frecuencia los evangelios nos presentan a Jesús que, mirando consternado las deplorables condiciones del pueblo que lo rodeaba, tenía la impresión de contemplar un rebaño de ovejas abandonado, vagando sin fin, sin protección, sin guía, sin pastor. Jesús se dice a sí mismo que Dios, su Dios, no puede ser insensible a tanta angustia y desgracia. Que Dios tiene ciertamente un plan; que tiene la intención de intervenir, de hacer algo para cambiar las condiciones de vida de todo ese pobre mundo. Que Dios indudablemente intervendrá un día, se acercará, tocará con su mano las llagas y tribulaciones de esa gente y transformará su vida con el milagro y las fuerzas de su presencia.

Y porque Jesús quedó traumatizado al constatar el estado de indigencia, sufrimiento, embrutecimiento y degradación en que vivía la gran mayoría de sus contemporáneos, comenzó a concebir el sueño o la utopía de un mundo diferente que llamó el "Reino de Dios". El reino de Dios es entonces para Jesús el sueño de un mundo nuevo que no está ya regido por las estrategias de la ambición y la codicia, por la carrera hacia el poder, por la opresión y la explotación del más débil por el más fuerte; sino que está inspirado y guiado por las fuerzas de la comunión, el diálogo, el respeto, la fraternidad, el compartir, la bondad, el don, el perdón, en una palabra, por la actitud del amor tal como existen en el interior de la vida y del mundo de Dios.

Jesús tuvo una sola inquietud: la de anunciar y difundir en ese mundo de pobres, excluidos y marginados, la buena noticia de que Dios los ama y que se dispone a intervenir a su favor; que está con ellos, de su lado; que no está ni nunca ha estado del lado de los grandes, los poderosos, de los que viven con las normas, que se creen justos, honrados y en regla con la Ley y la religión. Y para mostrarles que Dios está de su lado, Jesús se puso el también de su lado. Los marginados se convirtieron en sus amigos, sus preferidos, el medio de vida en el que se movió, actuó y vivió . A tal punto que sus adversarios le acusaron  de comer y beber con "pecadores", de codearse con herejes samaritanos, ladrones públicos y prostitutas; de asumir la forma de hacer y vivir de esos "malditos" que no se preocupan de respetar ni el sábado, ni las reglas de pureza ritual establecidas por la religión; ni de cumplir las directivas de los sacerdotes del Templo. Para los representantes de la religión oficial judía, Jesús se convirtió realmente en un pecador entre los pecadores, asumiendo toda la reprobación y las consecuencias que comporta su elección. En efecto, acabará ejecutado en una cruz como el más peligroso y execrable de los bandidos.

En el relato evangélico de este domingo, tenemos un ejemplo de la actitud de Jesús y de cómo lo perturba el sufrimiento y la angustia humana. El texto del evangelio narra que, ante el leproso, Jesús siente inmediatamente "compasión". El verbo griego utilizado por el evangelista significa más concretamente "se conmovieron sus entrañas"; se refiere pues a un sentimiento tan fuerte que lo trastocó totalmente. Y fue porque a Jesús lo afectó de tal manera la miserable condición del otro que, olvidando toda precaución, ignorando todas las leyes, tabúes y prohibiciones, se sintió irresistiblemente movido a acercarse al leproso.  Quería abolir la separación ("le alargó la mano"), entrar en contacto real y concreto ("lo tocó") con su enfermedad y su situación, para que ese desgraciado no se sintiera nunca más ni rechazado, ni excluido, ni solo, ni abandonado, sino transformado y curado por esa presencia de compasión y amor que "quiere" comunicarse y que no duda en comprometerse y arriesgar su propia seguridad y su propia vida. "¡Sí, lo quiero… queda limpio!" ¡Sé feliz!

Jesús lo hace todo para devolver dignidad, confianza y esperanza. Para hacer comprender que lo que cuenta ante Dios no es ajustar la conducta a las normas, costumbres, tradiciones inventadas por los hombres, sino ajustar el corazón a las exigencias y llamamientos del amor.
Y para eso Jesús piensa que no hay necesidad de ser poderoso, ni millonario, ni tener salud, sino sólo tener un corazón sensible y compasivo. Por eso, en el reino de Dios los últimos serán los primeros y el mismo Dios buscará la oveja perdida para llevarla a la seguridad del rebaño y cuidarla con la ternura de su amor. No quiere que ni uno sólo de esos "pequeños" se pierda, o pierda la oportunidad de experimentar en su vida la felicidad de sentirse amado.

En esto consiste fundamentalmente la buena noticia o el "evangelio" que Jesús vino a anunciar.

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)

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