Reflexiones personales (2016)
Todo lo lejos que pueda ir hacia atrás en mis
recuerdos, el periodo que precede a las fiestas de Navidad, siempre ha sido
para mí una época propicia para soñar, evocar, reflexionar. A ello se presta el
clima propio de la estación. La naturaleza despojada ha perdido el brillo de
sus colores. Parece dibujada en blanco y negro sobre el fondo gris de los días
reducidos que luchan por un poco más de luz contra las noches apresuradas en
instalarse. Estoy menos distraído. Tengo más facilidad para concentrarme y
analizarme. Y resulta que, en esta estación invernal donde todo parece muerto,
yo me descubro más sensible a algunas cuestiones de la vida, de mi vida,
especialmente las que conciernen el sentido de la Realidad que me rodea y el
sentido de mi presencia en este Universo donde yo he de tejer una forma de
relación aceptable con el mundo de los hombres y el mundo de Dios. Como si no
fuera suficiente, las fiestas de Navidad, celebrando la victoria de la luz
sobre las tinieblas (solsticio de invierno) y la presentación del niño divino
"bajado del cielo", propuestas a nuestra contemplación, vienen a
agudizar todavía más mi propensión meditativa en esta estación.
Amé mucho tiempo la fiesta de Navidad, más por su
folklore y carga poética y sentimental que por el contenido religioso y humano
que expresaba. Hubo un tiempo en que mi espíritu crítico desdeñó y banalizó
esta fiesta cristiana como un cuento sin ningún fundamento histórico ni
racional. Era para mí como una simple reposición o reinterpretación en clave
cristiana de los mitos paganos antiguos o como una pura invención de la piedad
y la ingenuidad de los cristianos de los primeros siglos.
Fue necesaria una larga maduración interior de mi parte y un tenaz
trabajo de reflexión, decantación, estudio y análisis de los diferentes aportes
provenientes de las nuevas antropología y teología, así como de las nuevas
adquisiciones de las ciencias modernas, para reconciliarme intelectual y
personalmente con esta fiesta, y comprender que, finalmente, el relato de
Navidad es la expresión religiosa y humana de una verdad que está en el corazón
tanto de la existencia del Universo, como de las dinámicas que rigen los ritmos
y los aspectos de su programación evolutiva destinada a conducir a la aparición
del hombre en el mundo.
Ahora estoy convencido que la fiesta de Navidad es la
expresión poética, cultural y religiosa de un fenómeno real que los humanos
presintieron y entrevieron desde la noche de los tiempos, y que buscaron
describir en sus leyendas y mitologías como el descenso o la irrupción del
mundo de los dioses en el mundo de los hombres. Para nuestros antepasados,
todos los fenómenos naturales y todas las criaturas de la Tierra (sol,
estrellas, relámpagos, truenos, tormentas, la atracción sexual, la fertilidad,
el mar, las orillas, las montañas, el suelo, las cosechas, los árboles, los
animales…) estaban saturadas de lo divino y habitadas por espíritus.
Nosotros, la gente del siglo XXI, incluso si nos
sentimos iluminados por las adquisiciones de las ciencias modernas y sobre todo
por el progreso y los descubrimientos de la cosmología y la astrofísica
contemporáneas que nos informan sobre la grandiosidad insondable y la melodía
misteriosa del Universo, sentimos la misma emoción, el mismo temblor, el mismo
asombro, el mismo sentimiento de veneración que nuestros antepasados frente a
las fuerzas invisibles, súper poderosas y a veces casi mágicas que están
actuando a nuestro alrededor.
Ahora bien, ante la estructura maravillosa de este
mundo que se devela cada vez más netamente sobre nuestras calculadoras y a
través de nuestros instrumentos de observación, ante este Universo que
descubrimos construido a la medida del infinito y sostenido desde dentro por la
actuación de innumerables articulaciones y conexiones predeterminadas que
parecen surgir de un Principio espiritual inteligente, nosotros también, como
nuestros antepasados, componemos nuestros propios cuentos y escritos, nuestros
propios relatos, tanto para expresar nuestro asombro y justificar nuestra
fascinación, como para contar la historia de un Universo, que, todavía más que
el de nuestros antepasados, descubrimos habitado, hasta en sus profundidades
más íntimas, por una presencia omnipresente del espíritu.
Pienso, sin embargo, que la adquisición más
extraordinaria de la astrofísica moderna consiste en el hecho de haber
descubierto que la historia del Universo es fundamentalmente una historia de
amor.
En efecto, gracias a los descubrimientos e intuiciones de la cosmología
moderna, sabemos ahora que el Universo esta sostenido y recorrido por una
misteriosa Fuerza de atracción universal. Una Fuerza que constatamos actuar,
pero que los científicos no saben cómo explicar. Esta Fuerza de atracción, en
el plano de las estructuras atómicas-químicas-físicas, crea campos
gravitacionales, vínculos, conexiones y fusiones que producen unidad, pero
también diversidad y complejidad. Al contrario, en el plano de las estructuras
bio-antrópicas, esta Fuerza produce acercamientos, atracciones, afinidades,
dependencias y otras actitudes de comportamiento típicas de la relación de
amor.
Pero la atracción del amor, al crear necesariamente
relaciones conscientes y libres, sólo puede estar formada por una energía
espiritual, que por tanto, sólo puede llevar en sí misma la marca del espíritu.
De ahí se sigue que la atracción del amor sólo puede encontrar su fundamento y
su fuente en un Principio Ultimo que es el mismo Espíritu Absoluto continuamente
en evolución. Entonces es posible deducir que la relación desencadenada por el
amor se origina en esta Realidad Última que es también Amor absoluto (que la
terminología religiosa denomina "Dios" y que Jesús de Nazaret llama
"Padre") quien por la fuerza
de la atracción amorosa crea continuamente el mundo, haciéndolo evolucionar
hacia un cumplimiento siempre más perfecto.
Me encanta comparar esta Fuente amorosa original del
ser con las entrañas de una Madre Virginal, que, en la Navidad del tiempo, da a
luz al cuerpo de nuestro Universo, gracias a las virtualidades inherentes a la
esencia de su Ser que la hacen necesariamente fecunda. Así, el Universo, constituido
como un Todo por las Energías Unificadoras de la atracción universal (que es la
forma y la expresión cósmica del amor) está garantizado contra su
descomposición y desintegración. ¡Aún más! Todas las partes del Cosmos, ligadas
conjuntamente por las fuerzas de la atracción y del amor, pueden evolucionar
como un Todo en marcha hacia una complejidad tan perfeccionada, que un día será
capaz de hacer surgir una estructura biológica viva, especialmente concebida
para producir el amor: el "humano". En este tiempo de Navidad, me
gusta pensar que un día mi Universo, impulsado por un movimiento incontenible
de amor, dio a luz al Humano.
Las fuerzas de atracción que sostienen lo real, encuentran, en el Ser Humano,
el lugar de su expresión más completa y su encarnación más perfecta. La Fuente
Original del Ser (Dios) se instala y encarna así en el corazón del hombre como
energía de amor. De ahí se sigue que el motivo de la presencia del humano en
este Universo está exclusivamente en su capacidad de amar y que, si falla en su
tarea, pierde su razón de ser.
Me encanta imaginar que el humano llega a ser así la
estructura viviente más elaborada y perfecta que, desde siempre, el Universo ha
desarrollado con el solo fin de producir el amor. Me encanta pensar que, en
cierta manera, el Universo quería poner a punto una estructura viviente capaz
de amor, para que sea en su seno, el icono de la presencia benévola y acogedora
de su Fuente Original (Dios) quien, a través del amor que ha depositado en el
corazón del hombre, quiere culminar y espiritualizar toda la creación.
Por tanto, estoy convencido de que el hombre está en el mundo para ser,
no sólo manifestación, sino anuncio y profecía de que el amor es la única
energía que conduce al Universo, y que sólo dejándose transportar y llevar por
esa corriente los humanos, encuentran la verdad de su ser, el lugar de su
realización y el puerto de su auténtica felicidad. Todavía más, en el ser
humano, el Universo se resume, toma conciencia de sí mismo, reflexiona sobre sí
y se hace capaz de admirarse.
Ahora me inclino a pensar que la fiesta cristiana del
nacimiento del Niño Dios, generado en nuestro mundo por el Espíritu Santo y
presentado por María a la admiración y adoración de todos como una fuente de
luz, alegría y salud, es más que un cuento para niños, elaborado en una
sociedad a menudo brutal, para consolar y ofrecer a los pobres creyentes la
buena nueva de que este mundo malvado tiene ahora un "salvador". Este
cuento tiene, al contrario, un contenido simbólico de extraordinaria
pertinencia y de una gran verdad. Anuncia en efecto, que el ser humano se
"salvará", es decir se realizará y alcanzará un día la perfección
evolutiva de su humanización: porque, desde siempre, Dios ha fecundado la
tierra de los hombres con la Energía de su Espíritu; porque desde siempre, los
hijos de los hombres son hijos "divinos" portadores del Espíritu de
Dios, de la Presencia de Dios, de la
Fuerza y del Amor de Dios; porque, desde siempre, Navidad está inscrita en la
agenda de los proyectos cósmicos del Gran Espíritu .
La fiesta de Navidad, con el Niño divino concebido por
el espíritu de Dios en el universo maternal del seno de María, manifestado a
los grandes y los pequeños del mundo (ángeles, magos y pobres pastores), para
todos fuente de luz y causa de salvación,
es pues una magnífica parábola que ilustra el misterio y la razón de la
presencia humana en nuestro mundo. En el mito cristiano de Navidad, el lugar y
la función del humano en nuestro universo están personificados en la figura de
Jesús de Nazaret. En efecto, el Hombre que, según la leyenda vio la luz en
Belén, ha sido considerado siempre por sus discípulos no sólo como el ejemplar
más completo de humanidad, sino también como el hombre que ha sido siempre
capaz de actuar impulsado por el Espíritu de Amor que sabía haber recibido de
Dios, su Padre. Finalmente, gracias a este hombre, algún bien llegó a nuestro
mundo.
Entonces, la fiesta de Navidad (con la de Pascua) es
para mí una de las celebraciones de la fe cristiana especialmente evocadora
tanto de una verdad como de un misterio de amor que no acaba de interpelarme y
fascinarme.
Me encanta pensar que cada nacimiento de un niño es una fiesta de
Navidad; porque cada niño viene al mundo como un deseo de Dios, como una
criatura divina, un don del cielo, una maravilla de la creación, una nueva
esperanza, como un pequeño Jesús transfigurado por el encanto y la belleza de
Dios.
Me encanta pensar que Navidad es la celebración de la presencia del Amor
de Dios en el hombre; presencia capaz de otorgarnos la gracia, la inocencia, la
dulzura y la atracción de un niño.
Me encanta pensar que Navidad es la fiesta de la bondad básica del
hombre, cuya misión es insertarla, como levadura, en la pasta de este mundo
para poderla fermentar.
Me encanta pensar que Navidad es la fiesta del humano que se construye,
se desarrolla y se realiza en el don del amor, conforme al espíritu que ha
recibido de su Creador.
Pienso pues, que es muy verdad decir que Navidad es la
fiesta del amor. Sin duda, por ello, en este tiempo de Navidad, desbordan por
todas partes las manifestaciones y signos de amor.
Solamente el amor hace brillar los ojos del hombre. Sólo el amor hace
cantar el corazón del hombre. Me imagino que indudablemente es a causa de ello
que en Navidad los hombres sienten la necesidad de rodearse de luces y de
cantos.
Solamente el amor nos enseña a asumir la vida como un don del cielo y a
considerarnos a nosotros mismos como una bendición de Dios. Y si en Navidad
intercambiamos regalos, ¿no será inconscientemente para significarnos unos a
otros que cada uno somos un verdadero don del cielo para el otro; y que no
seríamos felices si el otro no estuviera allí?
El misterio de amor que encierra Navidad nos recuerda
finalmente que cada uno de nosotros venimos al mundo con la necesidad de
sentirnos aceptados, de sentir y saber que, en el amor de otro, su existencia
es querida, deseada, acogida como un valor inmensamente precioso e
indispensable. Navidad anuncia que cada uno de nosotros sólo encuentra su
felicidad en el amor de otro, en la comunión con otro, en la relación y la
fusión con otro, y que el otro es esencial para nuestra felicidad.
¿Eso no es la prueba de la verdad que todo lo
enunciado más arriba, a saber, que el otro, en cuanto humano, es verdaderamente
el lugar de la encarnación y la presencia del amor de Dios en nuestro mundo,
puesto que en mi vida humana y en la realización de mi felicidad, el otro
adquiere para mí la importancia y la necesidad del mismo Dios y que se
convierte, por así decirlo, en "mi Dios y mi todo"? En el amor, ¿el
otro no asume las características de un ser perfecto, extraordinario,
maravilloso, admirable y adorable, como el mismo Dios?
Así, el misterio de Navidad nos invita a descubrir en
el otro los rasgos de Dios, y a regocijarnos de su existencia. Cada vez que
amamos a otra persona al punto de agradecer a Dios por haberlo puesto en el
mundo, compartimos y revivimos de nuevo el deseo cósmico de lo humano y el
milagro del nacimiento del hombre, en cuyo rostro reconocemos en Navidad, con
asombro y reconocimiento, los rasgos de la divinidad.
Si en Navidad celebramos, con la poesía del mito, la grandeza y la
dignidad de cada ser humano, portador de un proyecto divino y receptáculo del
espíritu y del amor de Dios, no podemos olvidar que esta fiesta, al focalizar
nuestra atención sobre el niño pobre, desnudo y frágil del establo, está allí
también para recordarnos la vulnerabilidad de nuestra condición y la
precariedad del amor y de la presencia humana en este mundo, confrontados como
estamos, en cada instante, con la maldad y la tiranía de estos Herodes que,
dentro o fuera de nosotros, buscan continuamente matar al niño.
La celebración de la presencia divina en el nombre,
que celebramos en Navidad, quiere sin embargo reafirmarnos contra los asaltos
devastadores de la codicia y el egoísmo que impiden y enlentecen el progreso
del amor en nuestro mundo. Nos quiere hacer creer que el bien es más fuerte que
el mal; que el amor le gana al odio; y, sobre todo, que los humanos tenemos
siempre abierta la posibilidad de escapar de nuestra deshumanización, divisiones
y perdición, sólo si somos capaces de descender a las profundidades de nuestro
ser para beber a la Fuente divina que nos humaniza, armoniza, unifica y salva.
Porque finalmente, cada uno es portador para sí y para los demás de
salud o perdición; de felicidad o desgracia: dependerá si ha guardado o si ha perdido el acceso a su corazón de niño.
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
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