En el cristianismo la medida de la perfección humana
parece estar en su capacidad de alejarse o huir de las realidades materiales, y
de ahí en la intensidad de su adhesión a las realidades espirituales y
sobrenaturales.
El grado de ese alejamiento y esa adhesión mide su grado de perfección o
de santidad. En el catolicismo, la santidad o el estado de perfección, se
inspira en el principio de los valores invertidos. Que establece: "lo
materialmente bueno para el cuerpo del hombre, es espiritualmente malo para su
alma; y lo que es materialmente malo para el cuerpo, es espiritualmente bueno para
el alma". De este enunciado la Iglesia ha deducido otro, base de toda la
enseñanza católica sobre la santidad, y que puede formularse así: la capacidad
de sufrimiento es la misma capacidad de la santidad. En otras palabras, eso
significa que cuanto más una persona es capaz de sufrir, tanto más avanza en
santidad. El sufrimiento llega a ser entonces la unidad de medida y el
instrumento para producir la santidad.
Según la doctrina católica, la santidad es un estado
de perfeccionamiento interior que aproxima al ser humano a la perfección y la
belleza de Dios. Este estado de perfección interior, partiendo del supuesto de
que sea real, es evidentemente un fenómeno estrictamente espiritual e
imperceptible. Eso significa que constituye un estado del ser que no tiene
consistencia metafísica y que no puede ser calculado o medido por ningún método
humano de análisis. La Iglesia piensa sin embargo que puede establecer una
correspondencia o una relación de causa a efecto entre comportamiento y
prácticas ascéticas de un individuo y su grado de santidad, y que puede afirmar
y declarar infaliblemente (en el proceso de canonización de los santos) su
estado de santidad a partir de constatar y probar jurídicamente sus
sufrimientos aguantados por amor de Dios. Así la santidad parece ser el asunto
de una realidad espiritual que puede constatarse, medirse y cuantificarse y de
la que puede decirse lo suficiente como para que una persona pueda merecer y
estar inscrita en el catálogo oficial de los santos.
Podemos expresarlo más sintéticamente diciendo que, en
el catolicismo, la santidad del cristiano se mide por su determinación a
reprimir la llamada del placer. "Podemos describir el placer como un
sentimiento de plenitud que sigue al apaciguar una necesidad o cumplir un
deseo. El placer es como una forma feliz de ser uno mismo, de coincidir con su
cuerpo. El placer nos arraiga a nuestro cuerpo y nuestro mundo, nos da
felicidad; es fuente de alegría y de realización aquí en la tierra. Un mundo
sin placer sería un mundo inhumano. El placer nos reconcilia con nuestro
cuerpo, con los otros, con el mundo. Profundamente unido a la experiencia del
cuerpo, el placer nos enraiza en nuestra condición humana finita, limitada,
terrena" (1).
Porque el placer implica de parte del hombre la
aceptación gozosa de su humanidad, de su condición corporal y social; porque
postula que el hombre puede ser feliz, aquí y ahora, sin recurrir a Dios; y
puesto que supone que Dios no siempre es necesario e indispensable a la
felicidad del hombre, el placer ha tenido siempre, para las religiones, una
connotación "diabólica", y nunca ha podido hallar "gracia"
a sus ojos. La razón de la desconfianza de la religión frente al placer es
fácil de entender. El fin de la religión es relacionar al hombre con Dios. Por
tanto, la religión se ha construido sobre la proclamación de la superioridad de
Dios sobre el hombre y sobre su total dependencia de la divinidad. La religión
debe afirmar que sólo Dios constituye la felicidad del hombre y que sólo Dios
puede colmar sus necesidades, cumplir sus aspiraciones y realizar felizmente
tanto su vida temporal, como su destino eterno.
Entonces, para la religión, de Dios viene la
salvación, la alegría y la felicidad; del hombre el pecado, el sufrimiento y la
desgracia. Esta afirmación de la religión es la razón misma de su existencia.
No es extraño entonces que las religiones experimenten no sólo mucha dificultad
en asumir el placer, sino que alimenten una desconfianza visceral al respecto.
La existencia y la posibilidad misma del placer son una amenaza para la
religión. En efecto, el placer es la prueba evidente de que Dios no es la única
fuente de placer para el hombre, sino que existe para el hombre una fuente de
felicidad y realización que no brota necesariamente de lo alto.
Según la doctrina espiritual de la Iglesia, por tanto,
el sufrimiento es un factor esencial de santidad. Y puede tener causas
espirituales o corporales. El sufrimiento espiritual puede ser muy intenso e
incluso, con frecuencia, más doloroso que el físico. Sin embargo, en la
evaluación de la Iglesia, el sufrimiento espiritual no parece ser tan eficaz
como el corporal en lo que concierte a producir santidad. Mientras que toda una
vida de esfuerzos y realizaciones no suele ser suficiente para hacer un santo,
basta un golpe de espada o la bala de un arma de fuego para producir un santo o
un mártir. Además, durante los primeros siglos del cristianismo, el martirio
fue la única forma oficial de santidad. En la historia cristiana, el martirio
(concebido como conjunto de torturas y suplicios físicos infligidos al cuerpo del mártir) será el
paradigma y el modelo por excelencia de la santidad en general y de la santidad
femenina en particular.
De ahí que podamos afirmar que, en la espiritualidad
cristiana, la medida de la santidad es la cantidad de sufrimientos corporales
que el asceta es capaz de soportar o de infligirse. Así la perfección del
cristiano va en sentido inverso de su humanidad. Eso significa que cuanto más
el cristiano consiga destruir o reprimir sus necesidades, impulsos y deseos
ligados a su condición corporal, más avanzará en perfección y santidad. El
proceso de santificación se desarrolla en sentido contrario al proceso de
humanización. La construcción de una buena vida espiritual se cumple a través
del fenómeno de una lenta demolición corporal. Hay que morir para vivir. Hay
que sufrir para ser feliz; hay que ser inhumano para ser divino. Lo divino sólo
puede construirse sobre las ruinas de lo humano. La "gracia" sólo
puede ser fecunda al desintegrarse la naturaleza. La santidad del hombre se
construye al destruir su humanidad.
La historia de
la santidad cristiana nos muestra, con una monotonía desconcertante, que el
desarrollo espiritual sólo consigue emerger al derrumbarse el desarrollo humano,
y lo que la Iglesia reconoce como santidad sólo es, con frecuencia, el
resultado de un desastre de humanidad.
La Iglesia es la única institución religiosa que
fundamenta su ideología en la afirmación dogmática de una naturaleza humana
radicalmente fallada. Esta naturaleza humana pervertida no es una naturaleza
amiga, amada, compañía agradable que asiste al hombre a lo largo del viaje de
la vida para que pueda realizar su parte de humanidad. Es, al contrario, un
adversario que quiere su ruina y contra el cual el hombre debe luchar sin
cesar, para deshacerse de su dominio, a fin de conquistar esa libertad
"angélica" que le merece la salvación.
Las voces de la naturaleza humana sólo hablan de
desorden y pecado; sus disposiciones, tendencias e impulsos sólo consiguen
apartar al hombre lejos de Dios. Ahora bien, no es una tarea fácil para un
cristiano, despojarse de su humanidad; ahogar sin cesar los impulsos que suben
desde las profundidades de su cuerpo; desconfiar de todo lo que es típicamente
humano; soslayar las riquezas humanas que en él han acumulado la acción
milenaria de la selección y la evolución; querer remar contracorriente el río
de la vida; acallar todas las voces que suben desde las profundidades de su
realidad corporal como indignas de su confianza; reducir lo más posible la
cantidad de humanidad que sostiene su vida; conducir sin cesar una acción
"mortífera" contra todo lo que es humano en él¡ Y sin embargo, según
la doctrina católica, sólo a ese precio el cristiano se santifica y merece su
salvación.
(1). Theo,
Encyclopédie Catholique pour jeunes, DA/Fayard, 1992, p.723.
Bruno Mori ( testo extraído de su libro
«Périmé 1» )
(Traducción de
Ernesto Baquer)
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