El impacto de las filosofías dualistas de la antigüedad
Difícilmente podremos comprender el pesimismo
característico de la espiritualidad cristiana en general y el carácter
fundamentalmente torturante de la moral católica en particular, si no tenemos
presente el impacto que las corrientes filosóficas de los cuatro primeros
siglos ejercieron sobre la formación del pensamiento cristiano. Las filosofías
de ese periodo suministraron a los teóricos de la nueva religión los esquemas
intelectuales, los instrumentos lógicos y las técnicas epistemológicas que les
permitieron elaborar y expresar de manera sistemática, a partir del núcleo
original del mensaje del Profeta de Nazaret, los contenidos doctrinales de la
fe cristiana. Formulación que marcará de manera definitiva la teología de la
Iglesia en los siglos por venir.
Al salir de Palestina y de la zona de influencia
semítica, la fe cristiana se propagó en las regiones del Imperio Romano y entró
en contacto con la cultura greco-romana. Los paganos ("gentiles")
percibieron el movimiento religioso de origen judío como una nueva secta, es decir
como una nueva filosofía o escuela de pensamiento y de comportamiento semejante
a las grandes escuelas filosóficas de la época (Academia de Platón, Liceo de
Aristóteles, Jardín de Epicuro, el Pórtico de Zenón). Esta percepción llevará a
los pensadores cristianos procedentes del helenismo, no sólo a abordar el hecho
cristiano con los hábitos de su cultura y su formación intelectual, sino
también a interpretarlos a través del bagaje mental y las filosofías
características de su época. Para estos nuevos maestros cristianos la nueva
religión será la única "verdadera filosofía".
Desde el primer siglo al cuarto, el pensamiento y la
cultura occidental fueron influenciados y modelados por las corrientes
filosóficas de la época, siendo las más señaladas el platonismo, el gnosticismo,
el maniqueísmo, el estoicismo y el neo-platonismo. Para comprender ciertos
rasgos característicos del cristianismo en general y del pensamiento católico
en particular, es indispensable conocer las corrientes de ideas que circularon
en el mundo helenístico en el que se desarrolló la reflexión cristiana de los
cuatro primeros siglos.
Para facilidad del le ctor,
resumiré aquí brevemente las afirmaciones básicas de esas antiguas filosofías
que se introdujeron en el cristianismo y que, por así decir, lo
"contaminaron". Esos movimientos de pensamiento tienen en común una
visión dualista de la realidad. Eso significa que sostienen la existencia de
dos mundos, dos principios distintos, separados y opuestos a menudo el uno al
otro, como espíritu y materia, cielo y tierra, un Dios bueno y un Dios malo,
alma y cuerpo, mundo visible y mundo invisible. Afirman casi unánimes el doble
principio de que todas las cosas derivan de Dios y vuelven a Dios. Conciben a
Dios como puro Espíritu, el Totalmente-Otro, el Trascendente, el Indecible, el
Ser perfecto que existe más allá de la realidad sensible y material, principio
y fin, arquetipo y forma ejemplar de todo lo que existe, única realidad
auténtica y perfecta. Ese Dios se manifiesta por su Logos (o Demiurgo) que es
una emanación de la divinidad en el mundo material y visible, y mediante el
cual inserta orden y racionalidad. Dios-Logos considerado como garante del
orden natural de las cosas y de las leyes naturales que sería nefasto
perturbar.
Igualmente, la persona humana es un compuesto efímero
y precario de espíritu y materia, de alma y cuerpo. El alma humana es una
realidad permanente, inmortal que viene de Dios y por tanto distinta y separada
del cuerpo, capaz de sobrevivir a la vida corporal, alma, destinada a retornar
a Dios y junto a quién encuentra su felicidad y realización verdaderas.
Entonces, se considera la existencia terrena y corporal de los humanos,
como inauténtica, provisoria, sin valor real; lugar de lucha, pruebas y
sufrimiento; lugar del exilio que se soporta a la espera de volver un día a la
verdadera patria que es el mundo divino del más allá.
Porque las almas humanas están hechas para el mundo divino, la vida
humana en la tierra no es importante. Los humanos están llamados a vivir en
otro lugar, y la vida de verdad es la vida del alma en Dios. Por tanto, los
humanos viven en la espera de la muerte. En esta percepción de las cosas, la
muerte es más importante que la vida; la calidad de la muerte cuenta más que la
calidad de la vida. La muerte es el único acontecimiento verdaderamente
decisivo de la existencia humana en la tierra, porque sólo ella es capaz de
liberar el alma de la servidumbre del cuerpo y de posibilitar así su vuelta a
la Fuente divina que la creó.
El mundo de la materia entonces no solamente es un
mundo malo, alejado de Dios, bajo el poder del Mal o de una divinidad mala, sino
también una ocasión constante de falta y de pecado. Es pues un mundo del que no
nos podemos fiar; al que sobre todo no nos podemos adherir, del que debemos alejarnos
mediante la huida y la renuncia. Y sobre todo, el cuerpo del hombre, hecho de materia
principio y sede del mal, ejerce su influencia nefasta sobre el alma. A causa
del cuerpo, el alma está obligada a vivir lejos de Dios. El cuerpo es el
carcelero y el torturador del alma. El cuerpo es el elemento que aprisiona al
alma y la hace sufrir. El cuerpo, bajo el poder del Mal a causa de la materia
de que está compuesto, arrastra el alma a seguirlo en su tendencia natural
hacia la corrupción y la decadencia.
Sólo teniendo en cuenta estas afirmaciones filosóficas
dualistas, es posible comprender por qué, en la doctrina cristiana, sobre todo
en su versión católica, el cuerpo ha llegado a ser para el alma una fuente y
ocasión continua de tentación y pecado. A lo largo de la historia de la
espiritualidad católica, el cuerpo del hombre, pero sobre todo el de la mujer,
fue asumiendo una connotación más y más demoníaca. El cuerpo humano, fuente de
tentación y pecado, no es más que "carne", es decir materia reducida
a sus componentes orgánicos. El alma debe luchar contra los avances del cuerpo:
debe combatir para liberarse de las coacciones y los lazos que lo atan al
cuerpo en el que se encuentra como en una prisión oscura, de la que aspira a
escaparse, a fin de realizar su vuelo hacia los arquetipos divinos.
Ella debe, tanto someter y dominar, como amordazar y sofocar, a las
fuerzas e impulsos de origen corporal. El alma debe defenderse tanto contra la
violencia como contra la fascinación seductora de las pasiones. Lo que sólo
puede conseguir recurriendo a las técnicas de mortificación, represión y
rechazo.
Las manifestaciones típicamente corporales y carnales
de la existencia humana son sospechosas, descalificadas, frecuentemente
etiquetadas como malas, y por tanto condenadas. Eso explica por qué, en cierta
literatura cristiana, sobre todo monástica, se ha llegado a pensar que velar es
mejor que dormir, ayunar mejor que comer, llorar mejor que reír, gemir mejor
que divertirse, ser célibe mejor que casado, ser virgen mejor que sexualmente
activo, ser hombre mejor que mujer.
La influencia del pensamiento dualista en el
cristianismo nos ayuda a comprender por qué la doctrina católica pudo imaginar
y enseñar una "concepción" inmaculada de María; porque fue posible en
la tradición cristiana exaltar el martirio, fomentar la práctica del
sufrimiento corporal, elogiar incondicionalmente la virginidad y glorificar el
celibato obligatorio para los clérigos, alimentar el desprecio y la exclusión
de las mujeres. Eso explica también por qué, a lo largo de su historia, el
cristianismo muy raramente animó, más bien satanizó el estudio de las ciencias
naturales que buscan comprender la naturaleza y el funcionamiento del cuerpo
humano y de la materia (medicina, química, astronomía, matemáticas). Si esta
vida es un valle de lágrimas, si nuestra patria no está aquí abajo, ¿para qué
sostener y fomentar la medicina que busca curar las enfermedades y prolonga en
la tierra una existencia repleta de tentaciones, pecados y sufrimientos? Se
concibe la salud del hombre como la salvación de su alma, situada
exclusivamente en Dios. La salvación está en mortificar las pasiones y
exigencias corporales. La salvación está en el renunciamiento y la privación.
Es a causa de esta contaminación dualista del pensamiento cristiano, como el
sufrimiento en el catolicismo ha llegado a ser "sacramento" de
salvación, signo del combate doloroso y sangrante que debe emprender el alma
para liberarse de las ataduras que la aprisionan al cuerpo. El sufrimiento es
entonces la norma o el baremo de la perfección y la santidad.
La influencia de las doctrinas dualistas sobre el
pensamiento cristiano explica finalmente el carácter pesimista, derrotista,
hosco, con frecuencia apocalíptico de cierto discurso clerical cuando habla del
mundo, las realidades terrenas y la sociedad humana. Un examen más detenido ve
que la filosofía dualista que ha impregnado la reflexión y la teología
cristiana en Occidente, es también responsable en último análisis de los
destrozos ecológicos sufridos hoy por nuestro planeta. En efecto, una vez que
se plantea como principio que el mundo material es un mundo malo, nada se opone
a que su destrucción sea contemplada como buena y saludable. Si consideramos al
espíritu superior a la materia; al alma superior al cuerpo, y si el cuerpo y la
materia son la prisión del espíritu, controlar y dominar el cuerpo y la materia
se convierten en un deber y una obligación para el espíritu. Lo que vale para
el individuo. Pero este comportamiento agresivo frente a la realidad material,
también ha sido transferido y aplicado a las realidades sociales y políticas,
para llegar a ser una actitud colectiva que caracteriza a la sociedad
capitalista del Occidente cristiano. El mundo físico, los recursos materiales,
la tierra y todo lo que contiene, todo está para ser dominado, explotado por el
espíritu del hombre. Todo es para servir
al hombre. Para beneficiar al hombre, colmar sus necesidades, aumentar su
bienestar, producir sus riquezas, aumentar sus ganancias.
El pensamiento dualista ha puesto las bases teóricas
que justifican el poder del hombre sobre la creación y que hacen del hombre el
dueño absoluto e incuestionable de la naturaleza y el mundo material. En esta
concepción, la materia no es sólo algo que aprisiona al espíritu, sino lo que
está a disposición del espíritu y que éste puede someter y utilizar a su
antojo. Ahí están las bases tanto para depredar la naturaleza por parte del
hombre, como para explotar incondicionada y salvajemente los recursos naturales
de nuestro planeta que un día podrían conducir a la raza humana hacia su
desaparición de la faz de la tierra.
Bruno Mori ( testo extraído de su libro «Perimé1», 2004)
(Traducción de Ernesto Baquer)
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