( Mt 5, 17-37 – Marc 7 - 6° dom to A)
http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/02/la-religion-disqualifiee-ou-leloge-de.html.
Podríamos
decir que el capítulo cinco del evangelio de Mateo, con las Bienaventuranzas y
los textos que leemos a lo largo de estos domingos, determina un punto de
inflexión en la historia de la espiritualidad humana. Marca el final de una
mentalidad, una forma de ser religioso y de concebir y vivir nuestra relación
con Dios y los semejantes, así como el final de un mundo, una cultura, una
sociedad programados y dirigidos por la religión.
En
estos textos, Jesús inaugura una nueva manera de concebir la función de la
religión en la vida de las personas y una nueva manera de relacionarse con
ella. Al afirmar que la religión está al servicio del hombre y no el hombre al
servicio de la religión, Jesús quiebra el poder absoluto que la religión
pensaba tener sobre la conducta y la conciencia de los humanos.
Jesús
no desvaloriza la religión en cuanto tal, pero invita a sus discípulos a ir más
allá y, con frecuencia, a pasar de las obligaciones que nos impone (dogmas,
prácticas de culto, exigencias éticas) y a trascender la simple probidad y
honorabilidad meramente exterior que nos proporciona: “Si vuestra justicia no
supera la de los escribas y fariseos, ustedes no entrarán en el Reino de los
cielos”.
Ustedes
habrán notado que, en estos textos, como en toda su predicación, nunca Jesús
exhorta a los suyos a ser buenos judíos practicantes; a someterse a las normas
y prescripciones de la Ley mosaica, como las abluciones rituales, el descanso
del sábado, el ayuno, la oración en la sinagoga, el diezmo... no alienta a los
suyos a ser dóciles y obedientes a las autoridades religiosas. Está lejos de
dar él mismo el ejemplo.
Pero exhorta a
los suyos a ser personas de corazón.
Para
Jesús la religión debe transformar al hombre de adentro, debe cambiar su
corazón, ofrecerle la posibilidad de ser una mejor persona. Debe ayudarlo a ser
un hombre libre, a tomar conciencia de su dignidad. Debe hacerlo crecer en sabiduría,
humanidad, amor. Debe abrirle el acceso a una confianza mayor, a más paz, más
alegría, más felicidad en su vida cotidiana. Debe ayudar al hombre a construir
un mundo más igual, justo, fraternal, respetuoso, pacífico.
Si la religión
no consigue hacerlo; si, al contrario, manipula a los individuos, los oprime,
los culpabiliza, los angustia, los aterroriza mediante la amenaza de castigos
eternos, para que sirvan más fácilmente sus ambiciones de prestigio, dominio y
poder, entonces la religión se convierte en una institución nefasta que pierde
toda legitimidad y que hay que abandonar.
Por
esta razón Jesús tomó distancia de la religión de su tiempo y nunca fue un
judío ni muy practicante, ni muy ferviente. Siempre Jesús se sintió libre
frente a las reglas del sistema religioso de su tiempo y bien independiente de
la autoridad de sus sacerdotes. Descalificó la importancia de la función del
Templo y del culto que se practicaba. No dudó en criticar y condenar, con
extremada vehemencia, el legalismo, el formalismo, el radicalismo, el fanatismo
y la hipocresía de sus representantes más emblemáticos, como los escribas y
fariseos.
Jesús,
por primera vez en la historia de la evolución espiritual de la humanidad,
enseña que la calidad de una persona está en la profundidad de su humanidad: es
decir en la belleza de su alma, la pureza de su corazón, la integridad de sus
intenciones, el grado de su compasión, la fuerza de su amor. Y nunca en la
longitud de sus franjas, la elegancia de su vestimenta, el éxito de su negocio,
el lujo de su casa, la potencia de su vehículo y la consistencia de su cuenta
bancaria.
Desde entonces,
con Jesús, el valor real del individuo está determinado por su fisonomía
espiritual, por su consistencia interior y no por su aspecto exterior. Para
Jesús, lo que cuenta, no es la letra de la ley, sino su espíritu. Para él, toda
ley ha de sufrir un proceso de interiorización amorosa para pasar el test de su
legitimidad, su viabilidad y su verdadera utilidad para los hombres.
Jesús
está convencido que todo ser humano, en su profundidad más íntima, es portador
de un Espíritu “divino”, que es esencialmente una Energía benévola, una Fuerza
de Atracción, de comunión, de relación que le vienen de otra parte. Para Jesús,
todo ser humano es, en este mundo, el lugar privilegiado de la presencia de un
Espíritu de amor surgido en él de la “Fuente Original” de todo ser y todo amor
que él llama afectuosamente Papa-Dios.
La
tarea que Jesús se dio fue, precisamente, la de hacer descubrir al hombre la
presencia en él de ese espíritu divino, ese tesoro escondido, que, desde la
profundidad de su ser, suspira y clama, en su deseo de liberarse y
manifestarse. El hombre, por tanto, está llamado a emprender el viaje al
interior de sí mismo para alcanzar las fuentes del corazón donde está guardada
la Energía amorosa de Dios. En esa fuente del amor debemos continuamente beber
para cumplir el fin de nuestra vida y el sentido de nuestra presencia en este
mundo. De esa fuente debemos beber constantemente para realizar nuestra verdadera
naturaleza de individuos pertenecientes a una especie de vivientes expresamente
seleccionados por los mecanismos de la evolución cósmica con el único fin de
amar y tejer a nuestro alrededor relaciones con todos los seres de la tierra
que se despliegan moviéndose con respeto, cuidado, asombro, ternura y amor.
Quien
dice amor, dice deseo, suspiro, impulso, pasión, fusión, comunión, admiración,
respeto, benevolencia, cuidado, empatía, compasión, el otro antes que yo, la
felicidad del otro antes que la mía. En el amor, se elimina y extirpa de raíz
toda relación y actitud basada en la superioridad, el poder, el predominio y la
opresión. Al contrario, cuando amo, sólo quiero dar placer, tener cuidado del
otro, hacerlo feliz, ponerme a su servicio. Yo quiero dar, darlo todo, darme,
perdonar y, si hace falta, dar más allá incluso de mis intereses, mis gustos y
mis sentimientos.
Cuando
amo quiero ser la felicidad del otro, quiero hacer la felicidad del otro,
quiero dar felicidad al otro. Y para ello (¡es el milagro del amor y la prueba
de su carácter “divino”!) estoy pronto a hacerlo todo, dejarlo todo,
sacrificarlo todo: mi vida, mi salud, mi piel, mi sangre, mis pulmones, mis
riñones... Estoy pronto a arrancarme mi ojo, cortar mi mano, si eso puede
servir para proporcionar más felicidad y vida a los que amo. Según Jesús, el
amor de Dios derramado en nuestros corazones es, en adelante, el que motiva y
orienta nuestra acción, y no la ley, la obligación o el temor de la sanción.
Por
primera vez, con Jesús la santidad y el valor de una persona son producto, no
de la ejemplaridad de sus relaciones con el Dios de la religión, sino de la
ejemplaridad de sus relaciones “amorosas” y benévolas con su prójimo,
independientemente y fuera de todo control por parte de la religión.
En
este discurso de Jesús, que encontramos en el capítulo cinco de Mateo, hay una
frase repetida siete veces, como un estribillo que el Maestro quiere grabar en
la memoria de sus oyentes. Una frase que indudablemente él considera muy
importante y que a mí también siempre me impresionó: “Ustedes saben que en el
pasado se dijo... pero ahora yo les digo...”
Por ello, Jesús
parece querer apartarse del pasado religioso de sus correligionarios;
desacralizar el carácter intocable y el valor normativo de la tradición
religiosa, y relativizar, en consecuencia, la importancia de la religión y sus
pretensiones de presentarse como la única instancia e intermediación necesaria
en la relación del hombre con la divinidad.
Jesús aquí quiere
enseñar sin duda que no hay Institución sagrada, verdades absolutas, dogmas
inalterables, reglas éticas inmutables, sino que todo es cuestionable,
discutible, revisable y sujeto a la ley universal y cósmica de la evolución, la
transformación, el cambio, y también por tanto sujeto a lo inevitable del
desuso, el declinar y la muerte. Nada es estable, fijo ni definitivo. “Panta
rhei” (Πάντα ῥεῖ). “Todo fluye”, “todo pasa”, decía en el siglo VI a JC, el
filósofo Heráclito de Éfeso. Esta ley universal se aplica también a las
religiones; piensen lo que piensen algunos fervientes católicos, todavía
convencidos de la naturaleza divina e imperecedera de su Iglesia y del carácter
absoluto e inalterable de la verdad que detenta.
Hoy
sabemos por la etnología, la antropología y las ciencias humanas y sociales que
las religiones no siempre existieron. Los humanos pasaron sin ellas durante la
mayor parte de su presencia en este planeta (todo el paleolítico – 200.000 años
ad C). En la historia evolutiva de la humanidad, por tanto, las religiones son
un fenómeno cultural y social relativamente reciente (periodo sedentario y
agrario del neolítico, 10.000 años adC). Las religiones son creaciones humanas
elaboradas para ayudar, acompañar y responder a las necesidades prácticas de
organización de las sociedades primitivas y a los interrogantes existenciales
de los humanos a lo largo de su historia. Han sido útiles, pero no son
indispensables, ni para crear profundidad humana o espiritualidad, ni para
alimentar la inclinación contemplativa y el impulso místico del hombre. Es la
espiritualidad del hombre la que produjo la religión, y no la religión la que
produjo la espiritualidad.
La
configuración básica de las religiones, con sus mitos fundadores, sus
patrimonios simbólicos y su estructura directiva y normativa, nacidas en el neolítico,
han perdurado hasta la época moderna. Por eso, las religiones antiguas han
llegado a ser ahora totalmente obsoletas.
Por
ello hoy las religiones en general y el cristianismo occidental en particular,
necesitan reestructurarse, transformarse y adaptarse, porque muchas cosas han
cambiado en nuestro mundo desde hace diez mil años. Pero si se inmovilizan, si
no tienen el coraje de desembarazarse de su equipamiento arcaico y perimido; si
no caminan al ritmo de la evolución de los conocimientos, las culturas, las
ideas, las mentalidades, no podrán evitar transformarse en museos que guardarán
hitos arqueológicos los cuales todo lo más despertarán curiosidad, pero no
tendrán ninguna utilidad.
Si
las religiones se obstinan en encerrarse en la cosmovisión antigua, en
conservar el sistema operativo, la configuración y los programas del neolítico,
incompatibles con los sistemas modernos de lectura, análisis, comprensión,
interpretación y explicación de la realidad, llegarán a ser insignificantes e
inutilizables. Serán ignoradas y dejadas de lado, como se descarta la gabardina
vieja encontrada en el granero, pero por demás anticuada, usada y ridícula,
como para usarla de nuevo. El cristianismo es una religión “agrícola”. En
nuestras sociedades modernas, que son fundamentalmente “sociedades del
conocimiento y del saber”, este género de religión surgida de una sociedad
agraria y con una estructura concebida para asegurar el buen funcionamiento de
una comunidad rural antigua, ya no es viable. Hoy, o el cristianismo deja de
ser una religión agrícola, o se hundirá con todo su utillaje neolítico.
Esa
es la situación en la que se encuentra la Iglesia católica actual y el drama
que viven, por desgracia, los católicos modernos, que sufren en los viejos
zuecos anticuados, demasiado pesados, rígidos y ajustados, y tremendamente
incómodos, con los que la Iglesia les obliga a caminar. Hay entre ellos
quienes, por un sentimiento visceral de adhesión y fidelidad a su vieja
Iglesia, no se atreven a quitárselos; pero han detenido su marcha.
Hay otros
católicos (la mayoría) que, cansados de aguantar la incomodidad y el dolor, se
desembarazan sin más de sus zuecos para recuperar la zancada entera de su paso,
la plena libertad de movimientos y poder al fin partir por los caminos de la
vida a la velocidad de sus nuevas percepciones, convicciones, visiones y sueños
nuevos.
Con frecuencia,
esos cristianos sólo se han alejado de la Iglesia para acercarse más a Jesús de
Nazaret.
Encuentro
entonces a este Jesús de Mateo, realista, concreto, lúcido y terriblemente
moderno. Hace ya dos mil años, este hombre había puesto el dedo en la llaga de
los males y heridas que hoy sufre la Iglesia, y había esbozado y dejado
entrever la vía a seguir para que sobreviva al tsunami de la modernidad.
Bruno Mori
(Traducción
de Ernesto Baquer)
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