jeudi 23 février 2017

LA RELIGION DESCALIFICADA O EL ELOGIO DE LA INTERIORIDAD

( Mt 5, 17-37 – Marc 7 - 6° dom to  A)


http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/02/la-religion-disqualifiee-ou-leloge-de.html.

Podríamos decir que el capítulo cinco del evangelio de Mateo, con las Bienaventuranzas y los textos que leemos a lo largo de estos domingos, determina un punto de inflexión en la historia de la espiritualidad humana. Marca el final de una mentalidad, una forma de ser religioso y de concebir y vivir nuestra relación con Dios y los semejantes, así como el final de un mundo, una cultura, una sociedad programados y dirigidos por la religión.
En estos textos, Jesús inaugura una nueva manera de concebir la función de la religión en la vida de las personas y una nueva manera de relacionarse con ella. Al afirmar que la religión está al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la religión, Jesús quiebra el poder absoluto que la religión pensaba tener sobre la conducta y la conciencia de los humanos.
Jesús no desvaloriza la religión en cuanto tal, pero invita a sus discípulos a ir más allá y, con frecuencia, a pasar de las obligaciones que nos impone (dogmas, prácticas de culto, exigencias éticas) y a trascender la simple probidad y honorabilidad meramente exterior que nos proporciona: “Si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, ustedes no entrarán en el Reino de los cielos”.

Ustedes habrán notado que, en estos textos, como en toda su predicación, nunca Jesús exhorta a los suyos a ser buenos judíos practicantes; a someterse a las normas y prescripciones de la Ley mosaica, como las abluciones rituales, el descanso del sábado, el ayuno, la oración en la sinagoga, el diezmo... no alienta a los suyos a ser dóciles y obedientes a las autoridades religiosas. Está lejos de dar él mismo el ejemplo.
Pero exhorta a los suyos a ser personas de corazón.

Para Jesús la religión debe transformar al hombre de adentro, debe cambiar su corazón, ofrecerle la posibilidad de ser una mejor persona. Debe ayudarlo a ser un hombre libre, a tomar conciencia de su dignidad. Debe hacerlo crecer en sabiduría, humanidad, amor. Debe abrirle el acceso a una confianza mayor, a más paz, más alegría, más felicidad en su vida cotidiana. Debe ayudar al hombre a construir un mundo más igual, justo, fraternal, respetuoso, pacífico.
Si la religión no consigue hacerlo; si, al contrario, manipula a los individuos, los oprime, los culpabiliza, los angustia, los aterroriza mediante la amenaza de castigos eternos, para que sirvan más fácilmente sus ambiciones de prestigio, dominio y poder, entonces la religión se convierte en una institución nefasta que pierde toda legitimidad y que hay que abandonar.
Por esta razón Jesús tomó distancia de la religión de su tiempo y nunca fue un judío ni muy practicante, ni muy ferviente. Siempre Jesús se sintió libre frente a las reglas del sistema religioso de su tiempo y bien independiente de la autoridad de sus sacerdotes. Descalificó la importancia de la función del Templo y del culto que se practicaba. No dudó en criticar y condenar, con extremada vehemencia, el legalismo, el formalismo, el radicalismo, el fanatismo y la hipocresía de sus representantes más emblemáticos, como los escribas y fariseos.

Jesús, por primera vez en la historia de la evolución espiritual de la humanidad, enseña que la calidad de una persona está en la profundidad de su humanidad: es decir en la belleza de su alma, la pureza de su corazón, la integridad de sus intenciones, el grado de su compasión, la fuerza de su amor. Y nunca en la longitud de sus franjas, la elegancia de su vestimenta, el éxito de su negocio, el lujo de su casa, la potencia de su vehículo y la consistencia de su cuenta bancaria.
Desde entonces, con Jesús, el valor real del individuo está determinado por su fisonomía espiritual, por su consistencia interior y no por su aspecto exterior. Para Jesús, lo que cuenta, no es la letra de la ley, sino su espíritu. Para él, toda ley ha de sufrir un proceso de interiorización amorosa para pasar el test de su legitimidad, su viabilidad y su verdadera utilidad para los hombres.

Jesús está convencido que todo ser humano, en su profundidad más íntima, es portador de un Espíritu “divino”, que es esencialmente una Energía benévola, una Fuerza de Atracción, de comunión, de relación que le vienen de otra parte. Para Jesús, todo ser humano es, en este mundo, el lugar privilegiado de la presencia de un Espíritu de amor surgido en él de la “Fuente Original” de todo ser y todo amor que él llama afectuosamente Papa-Dios.

La tarea que Jesús se dio fue, precisamente, la de hacer descubrir al hombre la presencia en él de ese espíritu divino, ese tesoro escondido, que, desde la profundidad de su ser, suspira y clama, en su deseo de liberarse y manifestarse. El hombre, por tanto, está llamado a emprender el viaje al interior de sí mismo para alcanzar las fuentes del corazón donde está guardada la Energía amorosa de Dios. En esa fuente del amor debemos continuamente beber para cumplir el fin de nuestra vida y el sentido de nuestra presencia en este mundo. De esa fuente debemos beber constantemente para realizar nuestra verdadera naturaleza de individuos pertenecientes a una especie de vivientes expresamente seleccionados por los mecanismos de la evolución cósmica con el único fin de amar y tejer a nuestro alrededor relaciones con todos los seres de la tierra que se despliegan moviéndose con respeto, cuidado, asombro, ternura y amor.

Quien dice amor, dice deseo, suspiro, impulso, pasión, fusión, comunión, admiración, respeto, benevolencia, cuidado, empatía, compasión, el otro antes que yo, la felicidad del otro antes que la mía. En el amor, se elimina y extirpa de raíz toda relación y actitud basada en la superioridad, el poder, el predominio y la opresión. Al contrario, cuando amo, sólo quiero dar placer, tener cuidado del otro, hacerlo feliz, ponerme a su servicio. Yo quiero dar, darlo todo, darme, perdonar y, si hace falta, dar más allá incluso de mis intereses, mis gustos y mis sentimientos.

Cuando amo quiero ser la felicidad del otro, quiero hacer la felicidad del otro, quiero dar felicidad al otro. Y para ello (¡es el milagro del amor y la prueba de su carácter “divino”!) estoy pronto a hacerlo todo, dejarlo todo, sacrificarlo todo: mi vida, mi salud, mi piel, mi sangre, mis pulmones, mis riñones... Estoy pronto a arrancarme mi ojo, cortar mi mano, si eso puede servir para proporcionar más felicidad y vida a los que amo. Según Jesús, el amor de Dios derramado en nuestros corazones es, en adelante, el que motiva y orienta nuestra acción, y no la ley, la obligación o el temor de la sanción.

Por primera vez, con Jesús la santidad y el valor de una persona son producto, no de la ejemplaridad de sus relaciones con el Dios de la religión, sino de la ejemplaridad de sus relaciones “amorosas” y benévolas con su prójimo, independientemente y fuera de todo control por parte de la religión.

En este discurso de Jesús, que encontramos en el capítulo cinco de Mateo, hay una frase repetida siete veces, como un estribillo que el Maestro quiere grabar en la memoria de sus oyentes. Una frase que indudablemente él considera muy importante y que a mí también siempre me impresionó: “Ustedes saben que en el pasado se dijo... pero ahora yo les digo...”
Por ello, Jesús parece querer apartarse del pasado religioso de sus correligionarios; desacralizar el carácter intocable y el valor normativo de la tradición religiosa, y relativizar, en consecuencia, la importancia de la religión y sus pretensiones de presentarse como la única instancia e intermediación necesaria en la relación del hombre con la divinidad.
Jesús aquí quiere enseñar sin duda que no hay Institución sagrada, verdades absolutas, dogmas inalterables, reglas éticas inmutables, sino que todo es cuestionable, discutible, revisable y sujeto a la ley universal y cósmica de la evolución, la transformación, el cambio, y también por tanto sujeto a lo inevitable del desuso, el declinar y la muerte. Nada es estable, fijo ni definitivo. “Panta rhei” (Πάντα ῥεῖ). “Todo fluye”, “todo pasa”, decía en el siglo VI a JC, el filósofo Heráclito de Éfeso. Esta ley universal se aplica también a las religiones; piensen lo que piensen algunos fervientes católicos, todavía convencidos de la naturaleza divina e imperecedera de su Iglesia y del carácter absoluto e inalterable de la verdad que detenta.

Hoy sabemos por la etnología, la antropología y las ciencias humanas y sociales que las religiones no siempre existieron. Los humanos pasaron sin ellas durante la mayor parte de su presencia en este planeta (todo el paleolítico – 200.000 años ad C). En la historia evolutiva de la humanidad, por tanto, las religiones son un fenómeno cultural y social relativamente reciente (periodo sedentario y agrario del neolítico, 10.000 años adC). Las religiones son creaciones humanas elaboradas para ayudar, acompañar y responder a las necesidades prácticas de organización de las sociedades primitivas y a los interrogantes existenciales de los humanos a lo largo de su historia. Han sido útiles, pero no son indispensables, ni para crear profundidad humana o espiritualidad, ni para alimentar la inclinación contemplativa y el impulso místico del hombre. Es la espiritualidad del hombre la que produjo la religión, y no la religión la que produjo la espiritualidad.

La configuración básica de las religiones, con sus mitos fundadores, sus patrimonios simbólicos y su estructura directiva y normativa, nacidas en el neolítico, han perdurado hasta la época moderna. Por eso, las religiones antiguas han llegado a ser ahora totalmente obsoletas.

Por ello hoy las religiones en general y el cristianismo occidental en particular, necesitan reestructurarse, transformarse y adaptarse, porque muchas cosas han cambiado en nuestro mundo desde hace diez mil años. Pero si se inmovilizan, si no tienen el coraje de desembarazarse de su equipamiento arcaico y perimido; si no caminan al ritmo de la evolución de los conocimientos, las culturas, las ideas, las mentalidades, no podrán evitar transformarse en museos que guardarán hitos arqueológicos los cuales todo lo más despertarán curiosidad, pero no tendrán ninguna utilidad.

Si las religiones se obstinan en encerrarse en la cosmovisión antigua, en conservar el sistema operativo, la configuración y los programas del neolítico, incompatibles con los sistemas modernos de lectura, análisis, comprensión, interpretación y explicación de la realidad, llegarán a ser insignificantes e inutilizables. Serán ignoradas y dejadas de lado, como se descarta la gabardina vieja encontrada en el granero, pero por demás anticuada, usada y ridícula, como para usarla de nuevo. El cristianismo es una religión “agrícola”. En nuestras sociedades modernas, que son fundamentalmente “sociedades del conocimiento y del saber”, este género de religión surgida de una sociedad agraria y con una estructura concebida para asegurar el buen funcionamiento de una comunidad rural antigua, ya no es viable. Hoy, o el cristianismo deja de ser una religión agrícola, o se hundirá con todo su utillaje neolítico.

Esa es la situación en la que se encuentra la Iglesia católica actual y el drama que viven, por desgracia, los católicos modernos, que sufren en los viejos zuecos anticuados, demasiado pesados, rígidos y ajustados, y tremendamente incómodos, con los que la Iglesia les obliga a caminar. Hay entre ellos quienes, por un sentimiento visceral de adhesión y fidelidad a su vieja Iglesia, no se atreven a quitárselos; pero han detenido su marcha.
Hay otros católicos (la mayoría) que, cansados de aguantar la incomodidad y el dolor, se desembarazan sin más de sus zuecos para recuperar la zancada entera de su paso, la plena libertad de movimientos y poder al fin partir por los caminos de la vida a la velocidad de sus nuevas percepciones, convicciones, visiones y sueños nuevos.
Con frecuencia, esos cristianos sólo se han alejado de la Iglesia para acercarse más a Jesús de Nazaret.

Encuentro entonces a este Jesús de Mateo, realista, concreto, lúcido y terriblemente moderno. Hace ya dos mil años, este hombre había puesto el dedo en la llaga de los males y heridas que hoy sufre la Iglesia, y había esbozado y dejado entrever la vía a seguir para que sobreviva al tsunami de la modernidad.

Bruno Mori


(Traducción de Ernesto Baquer)

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