jeudi 5 janvier 2017

“YO SOY EL PAN DE VIDA”… Jn 6,41-52

“…Quien venga a mí no tendrá más hambre …”

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Pienso que todos estamos de acuerdo que comer, cenar juntos, sentarse en torno a una mesa para una buena comida, es algo de lo más normal, incluso una de las experiencias más gratificantes, satisfactorias y ciertamente más profundas de nuestra vida. Comer no es sólo un fenómeno fisiológico, sino antes y sobre todo una experiencia emocional, psicológica y espiritual, seamos o no conscientes de ello. ¿Cuál es el primer momento en el que, como seres humanos tuvimos la primera experiencia del amor? Cuando, recién nacidos, nos adherimos por primera vez al pecho materno para mamar por primera vez. El pequeño entra en el mundo gritando y llorando, aterrado, perdido, solo, separado para siempre de la seguridad y el calor del cuerpo de la madre, donde hasta ahora, había permanecido. Pero cuando el bebé es amamantado, entra en contacto con el seno materno, se siente unido nuevamente a la madre, se siente de nuevo aceptado, sostenido, cuidado, protegido por la ternura y el calor de la madre. Mientras recibe su alimento, mientras se nutre, el recién nacido vive, al mismo tiempo, una experiencia única de comunión, intimidad y amor naciente. Y desde aquel momento, el subconsciente de todo ser humano asociará siempre el comer, el nutrirse, a algo mucho más profundo que el simple hecho de engullir el alimento. El alimento, el sustento, el pan serán signo, símbolo del amor. Y estas dos realidades nunca más se separarán.

De hecho, cuando las personas comen juntas, sentadas a la misma mesa, en torno a la misma comida, estas personas no sólo consumen el alimento. Al mismo tiempo, estrechan vínculos unos con otros; construyen amistad, fraternidad, comunión, lazos de simpatía y afecto. Invitar una persona a la propia mesa, es un gesto que va más allá de la simple cortesía; es un gesto simbólico que quiere notificar a esa persona que no la consideramos como un extraño, un forastero, sino que deseamos entre en el círculo de las personas que nos interesan, estar en nuestro corazón, sernos queridas. Conocemos bien el significado de este gesto en las parejas de enamorados que se encuentran por primera vez y que buscan concretar la simpatía y la atracción que sienten el uno por el otro. Los primeros acercamientos de dos enamorados tienen lugar casi siempre en torno a un café y un bizcocho tomados a la disparada en un bar, o más seriamente, en una cena íntima a la luz de las velas en un buen restaurante. Si puedo decir que, en nuestro modo de vivir, no hay amor sincero, amistad verdadera, que no haya sido sellada en numerosas comidas consumadas juntos. Se diría que, nosotros humanos, no logramos realmente hacer llegar al otro que lo queremos, hasta que no conseguimos comer con él; o hasta que no hayamos conseguido preparar en la cocina alguna receta que le guste.

Este significado profundo del alimento como signo expresión y a menudo como sustituto del amor puede ser también observado en fenómenos psicológicos que los psicólogos llamamos problemas emocionales o “neurosis oral”. Así, por ejemplo, la obesidad no está sólo causada por disfuncionamientos hormonales, la glotonería, las golosinas, o la mala nutrición. Muchas veces, especialmente en los jóvenes, la obesidad está causada por frustraciones o insatisfacciones sentimentales. La muchacha es demasiado tímida, no consigue atraer la atención, no se encuentra lo bastante hermosa y atrayente; tal vez su muchacho la plantó hace poco. Se siente desaliñada, floja, ignorada, abandonada, sola, y eso en un momento en el cual tiene mayor necesidad de afecto, ternura, atención. ¿Qué puede hacer para sobrevivir a su frustración? Comienza a comer. Come cada vez que se siente depresiva, frustrada e infeliz. Se llena la boca y el estómago, para compensar el vacío que siente en el corazón. Y como se siente continuamente frustrada e infeliz, come sin cesar. Y se convierte en obesa. En este caso, la comida se convierte en el sustituto oral del amor que no consigue obtener. Inconscientemente esta muchacha retrocede psicológicamente al estado “oral” del recién nacido que busca en la leche materna y en todo lo que se pone en la boca, la protección y el amor que necesita para vivir.

Incluso el alcoholismo posee una dimensión oral. La persona alcoholizada bebe para olvidar sus frustraciones, sus errores, su sensación de incompetencia e inferioridad. Inconscientemente, también él busca, con la boca, el amor y la seguridad que había conocido cuando niño. Los psiquíatras dicen que, también la costumbre de fumar puede ser interpretada como una forma de neurosis oral, como una tentativa de recobrar la sensación de calor y bienestar que experimentamos al chupar del seno materno. El cigarrillo, el cigarro, la pipa, son para los adultos lo que es para el niño, chupar el seno o chuparse el dedo: sustitutos del alimento o la leche materna, una táctica para sentir seguridad y paz. En una palabra: sustitutos del amor.

Comer es por tanto una experiencia humana profunda desde todo punto de vista: fisiológico, emotivo, psicológico, espiritual. Sólo si logramos tener presente el sentido profundo de este gesto, conseguiremos comprender un poco mejor lo que el evangelio de Juan quiere decir cuando pone en labios de Jesús esta frase: “Yo soy el pan de vida. Es decir, yo soy el alimento que les hace vivir”

El autor de este evangelio sabe muy bien que el pan, el alimento, el comer, son símbolos del amor, porque sólo el amor es el alimento que nos permite vivir. Quitemos el amor de la vida de una persona y la veremos inevitablemente perder poco a poco su vitalidad, sus ganas de vivir; la veremos volverse triste, desconsolada, deprimida; la veremos marchitarse como una flor que no recibe agua ni alimento. Como el pan (el alimento) llena físicamente nuestro cuerpo, así el amor llena psicológicamente nuestra vida. Como el pan (el alimento) sostiene nuestras fuerzas físicas y da al cuerpo el vigor que necesita para resistir los esfuerzos y los ataques de la enfermedad, así el amor nos da el empuje y la energía psicológica y espiritual que necesitamos para enfrentar los avatares de la existencia con alegría y entusiasmo. Y cuando en el evangelio Cristo afirma ser el pan, el alimento que da la vida, adelanta una pretensión inaudita: se presenta como el que posee el poder de satisfacer las necesidades más profundas y esenciales de toda vida humana. Se presenta como el que, en su vida, ha sabido amar mejor y más que cualquier otra persona, y como la propia manifestación (o mejor, la encarnación visible) del amor de Dios en medio de nosotros. Se presenta como el que nos permite vivir una vida más feliz y más completa, enseñándonos y dándonos la capacidad y el poder amar como él ha amado.

El pan que nos hace vivir no lo encontramos en el dinero, el bienestar material, el prestigio, el poder, el éxito, la fama o la importancia social; no lo encontramos en la diversión, las vacaciones, las distracciones… porque las personas que tienen bienes, dinero, poder, placer, continúan siempre siendo personas inseguras, solas, insatisfechas, ansiosas, infelices, no obstante todo lo que tienen y todo lo que gozan. El alimento que comen no logra satisfacerlas… Continúan teniendo hambre y buscando el pan milagroso que podría finalmente saciarlas. Todos nosotros tenemos hambre de un alimento que no se pasa, que no perece; tenemos hambre y sed de una felicidad y un bienestar que dure, de una existencia asegurada contra los asaltos de la desilusión, el fracaso, la depresión, el sufrimiento. Pero ¿cómo hacer, a dónde ir, a quién recurrir para encontrar el alimento milagroso que nos pueda procurar algo más de felicidad? “Yo soy el  pan que da vida. Y quien viene a mí no tendrá más hambre”.

Esta afirmación de Jesús ¿es de verdad o tan sólo una pretensión sin fundamento? ¿Existe realmente en el mundo una fuerza, un poder, una energía que consigue nutrir y saciar nuestra vida, al punto de no desear nada más y de sentirnos plenamente realizados, felices, satisfechos? Este pan de vida, este elixir de felicidad, ¿no es un milagro, una ilusión, un sueño absurdo, un producto de nuestras ansias de éxito y felicidad? ¿Ha habido alguien, en toda la historia del mundo, que haya sido capaz de realizarse tan plenamente como hombre, que se pueda decir de él que es un hombre perfecto, porque ha sido capaz de conseguir la perfección del amor y una plena felicidad?

Y bien, nosotros cristianos creemos que este hombre existió realmente y que se llama Jesús de Nazaret. Y creemos también que Jesús llegó a ser el hombre perfecto que fue, porque era capaz de abrirse enteramente a Dios y de dejarse trabajar y transformar por la acción de su Espíritu. La poderosa acción de Dios en la vida de Jesús transformó al hombre de Nazaret en el Cristo de Dios. Jesús es el Cristo, no sólo porque en su vida, obra toda la potencia del espíritu de Dios, sino sobre todo porque él expresa y revela con su vida la presencia del amor (de Dios) en el mundo. Y por tanto, en cuanto Cristo, puede decir: “Yo soy el pan de vida. Yo represento el amor que les permite vivir. Yo les puedo decir, enseñar, mostrar cómo se debe amar y cómo debe amar una persona para vivir una vida llena de sentido. Sin mí, sin mi ayuda, estarán condenados a tener siempre hambre y sed. Si no me toman como ejemplo, nunca conseguirán satisfacer vuestra necesidad de amor, vuestro apetito, vuestro deseo de seguridad, paz y felicidad”.

Y en este sentido, Cristo es también nuestro salvador. Diciéndonos como amar, cómo hacer para realizarnos y ser felices. De esta manera nos salva de la desilusión, desesperación, disconformidad, de la tristeza, la angustia y el miedo que tenemos de no conseguir realizarlo y ser felices.

El amor es lo que nos permite vivir y existir como personas. El amor es lo que nos hace seres humanos; es lo que construye nuestra humanidad. Sin amor, seríamos inhumanos porque seríamos fácilmente sepultados por la violencia del odio que nos volvería crueles, malvados y salvajes como las bestias. El amor también es el pan que debemos comer cada día, si queremos crecer en humanidad y en santidad ante Dios y ante los hombres. Y cada vez que nos dejamos guiar por el amor, que lo encontramos, encontramos, en cierto sentido a nuestro salvador. Y sólo porque este amor estaba presente en Jesús de Nazaret, le podemos atribuir el título de Salvador. Y si la fuerza y la plenitud del amor, como vimos en Jesús, puede traspasar el tiempo (sobrevivir en el tiempo), hasta llegar e invadir nuestra vida, entonces podemos afirmar, con toda verdad que él es realmente el Cristo de Dios. Si a su contacto, introduciéndolo en nuestra vida, conseguimos amar mejor, amar más, tener más fuerza y energía en los dolores y dificultades de la vida, y si conseguimos en consecuencia vivir una existencia más completa, realizada y feliz, entonces debemos creer que él es, para nosotros realmente, el pan de vida, el alimento que nos hace vivir…

Y cuando nosotros, como comunidad de creyentes, nos reunimos el domingo en torno a la mesa eucarística no lo hacemos sólo para expresar con este rito que somos una gran familia y que estamos unidos, todos juntos, por los vínculos de la amistad, la fraternidad, la concordia, la simpatía y el afecto, como comensales en torno a una mesa... nos reunimos en torno a la misma mesa, sobre todo para nutrirnos de Cristo. Cuando nos levantamos para ir a comer el pan eucarístico, con ese gesto queremos expresar nuestra voluntad de establecer una com-unión con Cristo, el Cristo de Dios, y de nutrirnos como él, del pan de vida, que no es otro que el amor de Dios en nuestros corazones.

Con ese gesto queremos expresar nuestro deseo, nuestra intención, de introducir también en nuestra vida el espíritu y la fuerza de amor que transformó la vida de Jesús y lo impulsó a sacrificar su vida por los demás. A través de ese gesto de comunión, queremos decir que también nosotros estamos dispuestos a dar nuestra vida por los demás y a vivir ese amor que da sentido a la vida y en el cual se encuentra solamente el secreto de la felicidad.


Texto inspirado de un libro de John Shelby Spong,  This Hebrew Lord, y  adaptado por Bruno Mori.
Traducción española de este artículo:   Ernesto  Baquer


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