3° dom Cuaresma B
Jesús echando a los vendedores del templo constituye
un gesto simbólico de capital importancia para comprender el contenido
contestatario del pensamiento y la actividad del Profeta de Nazaret. Con ese
gesto, Jesús no expresa solamente su oposición a las convicciones y prácticas
religiosas y cultuales de su tiempo, sino que proclama el fin de la función del
templo como medio de relación con Dios. El templo, transformado en la más
grande institución financiera de la época y en un odioso sistema comercial de
explotación de los más pobres, por parte de los más ricos, se había convertido
para Jesús, en un contrasentido y un escándalo insoportable al que quiso poner
fin. El templo, como lugar de la presencia divina y signo de elección, falló en
su misión. Ya no tiene ningún valor, ni como signo religioso, ni como
instrumento de salvación. Y como no tienen ninguna importancia los servicios
cultuales que ofrece y las personas dedicadas a ello (sumo sacerdote,
sacerdotes, levitas, escribas, etc.), el templo debe dejar de existir.
Jesús
no reconoce al Dios adorado en el templo como su Dios. Si en ese texto del
evangelio Jesús llama a Dios “mi Padre”, es para que quede claro que no quiere
identificar su Dios con el del Templo. Ese Dios del templo no es su Dios. Ese
Dios del templo que justifica el dinero, la riqueza, el comercio, el lucro, el
poder, la explotación, el sacrificio cultual de miles de animales; ese Dios,
déspota irascible y castigador que hay que halagar, ganárnoslo, hacérnoslo
propicio, mediante ritos propiciatorios y sacrificios, no existe. Ese Dios que
bebe sangre de animales sacrificados es un monstruo horrible, inventado por la
codicia, la crueldad y la estupidez humanas. Este templo que le sirve, ya no
tiene ninguna razón de existir. Vaciémoslo de todo lo que contiene, porque lo
que contiene no tiene absolutamente ninguna importancia ni utilidad para la
salvación del hombre.
Aquí Jesús elimina el valor del templo y por tanto de toda organización
religiosa construida para hacer creer a la gente que la necesitan para ponerse
en relación con la divinidad a fin de obtener favores, protección y salud.
Con este gesto Jesús quiere hacernos comprender que
no encontramos a Dios en los ritos
cultuales ni en la ofrenda de sacrificios. Los humanos no necesitamos ofrecer a
Dios algo para complacerlo. Ni siquiera tenemos que preocuparnos de
complacerlo, porque complacemos naturalmente a Dios. Desde siempre somos el
producto de su amor.
El Dios de Jesús no es un Dios al que hay que dar,
es un Dios que da, que se da. No es un Dios que quiera ser servido, sino que
sirve y que se pone él mismo al servicio del hombre. El hombre no debe
sacrificar lo que sea a Dios, no debe privarse de su pan para ofrecérselo. Al
contrario, nos dice Jesús que el mismo Dios es el pan del hombre, que se hace
pan para alimentarnos con su palabra, su espíritu y su presencia.
De ahí por qué el funcionamiento de la religión y
del templo están condenados a muerte. Es lo que le dirá Jesús claramente a la
Samaritana, unos días más tarde, cuando subirá a Galilea después de la Pascua:
“Llega la hora en que ustedes no adorarán al Padre en este monte ni en
Jerusalén. Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad”. (Jn. 4) Para Jesús, el templo de la presencia de Dios en este mundo es
el corazón del hombre.
Lo que Jesús descalifica toda la religión instituida.
Jesús socava los fundamentos mismos sobre los que están construidas la
sociedad, la economía, la religión y la cultura judía de su tiempo. Cuando
captamos la importancia simbólica de este gesto de Jesús, comprendemos también
con toda facilidad por qué el altercado del templo es en la vida de Jesús una
encrucijada definitiva. Es la gota que desborda el vaso de la hostilidad y la
oposición de las autoridades judías contra el profeta de Nazaret y, finalmente,
el trágico acontecimiento que desencadenará la decisión definitiva de su
eliminación.
Una gran parte de la actividad de Jesús está marcada
por esa guerra que emprendió contras las expresiones opresivas del poder y
contra las manifestaciones del aparentar, la simulación y la mentira. Sobre todo,
al fustigar la vanidad y la hipocresía de ciertas clases sociales, Jesús muestra
una agresividad, una severidad, que no cesan de sorprendernos. Jesús no sólo
utiliza el látigo contra los mercaderes del Templo, sino que fustiga, con
placer amargo y sin lástima, la falsedad y la hipocresía, el apego insensato y
ridículo al dinero y al poder. Los que se imaginan a Jesús como una persona
calmada, tierna, amable, delicada, que aguanta y soporta todo, el dulce Jesús
al agua de rosas y rostro afeminado, como nos muestran algunas representaciones
melifluas de la imaginería cristiana, pienso que deberían rever su idea del
Maestro. Jesús era un hombre de convicciones, de transparencia, de verdad, que
no tuvo miedo de enfrentarse al poder establecido, de desarmar prejuicios y
tabús. Luchó por una religión más
verdadera, más humana, una sociedad más justa; para hacernos conscientes de
nuestra grandeza, dignidad y derechos:
derecho a seguir nuestra conciencia y convicciones, a no ser juzgados, a vivir
libres; derecho al respeto, la igualdad, al amor como hijos de Dios…
El evangelio de hoy, al presentarnos a Jesús, al
final de su vida, látigo en mano, sin duda quiere atraer nuestra atención sobre
la faceta violenta de su personalidad, para que nosotros también, sus
discípulos, en adelante estemos en sintonía con el aspecto profético del
Maestro de Nazaret. Eso comporta volvernos más alertados, inteligentes,
contestatarios, críticos de valores, actitudes, principios que el mundo, la
sociedad, e incluso las instituciones religiosas nos proponen, para que
tengamos el coraje de cuestionarlas y combatirlas, si es necesario. Por ejemplo:
combatir la centralidad y superioridad absoluta del humano sobre los otros
seres vivos (el especismo ) . Combatir la supremacía del dinero, el lucro,
el capital, que crea riqueza para una minoría, explotando a la mayoría, la
lucha de clases, las injusticias y la devastación de la naturaleza que son su
consecuencia. Oponerse a la obsesión del consumo como motor indispensable de la
economía, el bienestar social y el progreso. Cuestionar la competencia y el
rendimiento como leyes esenciales e indiscutibles del mercado y de las
relaciones comerciales entre los pueblos.
Para concluir, este evangelio quiera hacernos
comprender que, de ahora en adelante, a Dios no lo encontramos ya en el templo,
la sinagoga, la mezquita o la iglesia, mediante la observancia exterior de
ritos, sacrificios, fórmulas de oración; porque Dios está presente por todas
partes en el corazón de todo hombre y toda mujer que encontramos en el camino
de nuestra vida. Para Jesús, el templo de Dios y el lugar de su presencia es la
persona humana. Los edificios no tienen el valor que tiene el santuario
construido por la mano de Dios, que es en definitiva el corazón del hombre.
Así quedan para siempre condenadas y descalificadas
toda manipulación, todo monopolio sobre Dios por parte de no importa cual
religión; como toda pretensión de poseer en exclusividad la verdad sobre Dios y
los medios de encontrarse con él y obtener su salvación.
Bruno Mori -
Traducción: Ernesto Baquer
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire