jeudi 5 janvier 2017

DESTRUYÓ LA RELIGION DEL TEMPLO - Jn 2,13-25

3° dom Cuaresma B


Jesús echando a los vendedores del templo constituye un gesto simbólico de capital importancia para comprender el contenido contestatario del pensamiento y la actividad del Profeta de Nazaret. Con ese gesto, Jesús no expresa solamente su oposición a las convicciones y prácticas religiosas y cultuales de su tiempo, sino que proclama el fin de la función del templo como medio de relación con Dios. El templo, transformado en la más grande institución financiera de la época y en un odioso sistema comercial de explotación de los más pobres, por parte de los más ricos, se había convertido para Jesús, en un contrasentido y un escándalo insoportable al que quiso poner fin. El templo, como lugar de la presencia divina y signo de elección, falló en su misión. Ya no tiene ningún valor, ni como signo religioso, ni como instrumento de salvación. Y como no tienen ninguna importancia los servicios cultuales que ofrece y las personas dedicadas a ello (sumo sacerdote, sacerdotes, levitas, escribas, etc.), el templo debe dejar de existir.

            Jesús no reconoce al Dios adorado en el templo como su Dios. Si en ese texto del evangelio Jesús llama a Dios “mi Padre”, es para que quede claro que no quiere identificar su Dios con el del Templo. Ese Dios del templo no es su Dios. Ese Dios del templo que justifica el dinero, la riqueza, el comercio, el lucro, el poder, la explotación, el sacrificio cultual de miles de animales; ese Dios, déspota irascible y castigador que hay que halagar, ganárnoslo, hacérnoslo propicio, mediante ritos propiciatorios y sacrificios, no existe. Ese Dios que bebe sangre de animales sacrificados es un monstruo horrible, inventado por la codicia, la crueldad y la estupidez humanas. Este templo que le sirve, ya no tiene ninguna razón de existir. Vaciémoslo de todo lo que contiene, porque lo que contiene no tiene absolutamente ninguna importancia ni utilidad para la salvación del hombre.
Aquí Jesús elimina el valor del templo y por tanto de toda organización religiosa construida para hacer creer a la gente que la necesitan para ponerse en relación con la divinidad a fin de obtener favores, protección y salud.

Con este gesto Jesús quiere hacernos comprender que no encontramos  a Dios en los ritos cultuales ni en la ofrenda de sacrificios. Los humanos no necesitamos ofrecer a Dios algo para complacerlo. Ni siquiera tenemos que preocuparnos de complacerlo, porque complacemos naturalmente a Dios. Desde siempre somos el producto de su amor.

El Dios de Jesús no es un Dios al que hay que dar, es un Dios que da, que se da. No es un Dios que quiera ser servido, sino que sirve y que se pone él mismo al servicio del hombre. El hombre no debe sacrificar lo que sea a Dios, no debe privarse de su pan para ofrecérselo. Al contrario, nos dice Jesús que el mismo Dios es el pan del hombre, que se hace pan para alimentarnos con su palabra, su espíritu y su presencia.

De ahí por qué el funcionamiento de la religión y del templo están condenados a muerte. Es lo que le dirá Jesús claramente a la Samaritana, unos días más tarde, cuando subirá a Galilea después de la Pascua: “Llega la hora en que ustedes no adorarán al Padre en este monte ni en Jerusalén. Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. (Jn. 4) Para Jesús, el templo de la presencia de Dios en este mundo es el corazón del hombre.

Lo que Jesús descalifica toda la religión instituida. Jesús socava los fundamentos mismos sobre los que están construidas la sociedad, la economía, la religión y la cultura judía de su tiempo. Cuando captamos la importancia simbólica de este gesto de Jesús, comprendemos también con toda facilidad por qué el altercado del templo es en la vida de Jesús una encrucijada definitiva. Es la gota que desborda el vaso de la hostilidad y la oposición de las autoridades judías contra el profeta de Nazaret y, finalmente, el trágico acontecimiento que desencadenará la decisión definitiva de su eliminación.

Una gran parte de la actividad de Jesús está marcada por esa guerra que emprendió contras las expresiones opresivas del poder y contra las manifestaciones del aparentar, la simulación y la mentira. Sobre todo, al fustigar la vanidad y la hipocresía de ciertas clases sociales, Jesús muestra una agresividad, una severidad, que no cesan de sorprendernos. Jesús no sólo utiliza el látigo contra los mercaderes del Templo, sino que fustiga, con placer amargo y sin lástima, la falsedad y la hipocresía, el apego insensato y ridículo al dinero y al poder. Los que se imaginan a Jesús como una persona calmada, tierna, amable, delicada, que aguanta y soporta todo, el dulce Jesús al agua de rosas y rostro afeminado, como nos muestran algunas representaciones melifluas de la imaginería cristiana, pienso que deberían rever su idea del Maestro. Jesús era un hombre de convicciones, de transparencia, de verdad, que no tuvo miedo de enfrentarse al poder establecido, de desarmar prejuicios y tabús.  Luchó por una religión más verdadera, más humana, una sociedad más justa; para hacernos conscientes de nuestra grandeza, dignidad y  derechos: derecho a seguir nuestra conciencia y convicciones, a no ser juzgados, a vivir libres; derecho al respeto, la igualdad, al amor como hijos de Dios…

El evangelio de hoy, al presentarnos a Jesús, al final de su vida, látigo en mano, sin duda quiere atraer nuestra atención sobre la faceta violenta de su personalidad, para que nosotros también, sus discípulos, en adelante estemos en sintonía con el aspecto profético del Maestro de Nazaret. Eso comporta volvernos más alertados, inteligentes, contestatarios, críticos de valores, actitudes, principios que el mundo, la sociedad, e incluso las instituciones religiosas nos proponen, para que tengamos el coraje de cuestionarlas y combatirlas, si es necesario. Por ejemplo: combatir la centralidad y superioridad absoluta del humano sobre los otros seres vivos (el especismo ) .  Combatir la supremacía del dinero, el lucro, el capital, que crea riqueza para una minoría, explotando a la mayoría, la lucha de clases, las injusticias y la devastación de la naturaleza que son su consecuencia. Oponerse a la obsesión del consumo como motor indispensable de la economía, el bienestar social y el progreso. Cuestionar la competencia y el rendimiento como leyes esenciales e indiscutibles del mercado y de las relaciones comerciales entre los pueblos.

Para concluir, este evangelio quiera hacernos comprender que, de ahora en adelante, a Dios no lo encontramos ya en el templo, la sinagoga, la mezquita o la iglesia, mediante la observancia exterior de ritos, sacrificios, fórmulas de oración; porque Dios está presente por todas partes en el corazón de todo hombre y toda mujer que encontramos en el camino de nuestra vida. Para Jesús, el templo de Dios y el lugar de su presencia es la persona humana. Los edificios no tienen el valor que tiene el santuario construido por la mano de Dios, que es en definitiva el corazón del hombre.

Así quedan para siempre condenadas y descalificadas toda manipulación, todo monopolio sobre Dios por parte de no importa cual religión; como toda pretensión de poseer en exclusividad la verdad sobre Dios y los medios de encontrarse con él y obtener su salvación.

 Bruno Mori  -

Traducción: Ernesto Baquer  

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