2° domingo de Pascua, A, B, C
Cada año, el 2° domingo de Pascua, la liturgia propone a la reflexión de
los cristianos el relato del apóstol Tomás, que se obstina en no querer creer
en la resurrección del Señor. Me agrada pensar que el evangelista Juan, al
traernos esta anécdota se hace eco de los sentimientos de las primeras
comunidades cristianas que vieron en la actitud de Tomás la manifestación de
las dificultades, las dudas y los problemas que también ellas experimentaron
cuando se trataba de comprender y vivir su fe en la presencia del Señor
resucitado. Porque Tomás se les parecía tanto ¿es que Juan le dio el
sobrenombre de “Didimo ”, nuestro gemelo?
Juan nos cuenta que después de la muerte de Jesús, Tomás no estaba con los
otros apóstoles cuando ellos tuvieron la revelación de que Jesús estaba vivo de
nuevo, a pesar del drama del calvario y la liquidación de su causa.
¿Dónde estaba Tomás? Me gusta imaginarlo agobiado por
la decepción, tratando de rumiar su rabia, disolver su pena, superar su dolor
por haber perdido para siempre una persona que lo había fascinado, con la que
se sentía profundamente unido, en la que había puesto su confianza y con la que
habría deseado organizar el resto de su vida. Me lo imagino tratando de
preguntarse cómo hacer para retomar su vida en sus manos, para afrontar la
cruel e implacable realidad de la existencia, para tratar simplemente de sobrevivir… ahora que ha desaparecido para siempre el que
era su razón de vivir.
En Jesús de
Nazaret, muerto miserablemente en la cruz, Tomás había depositado todas sus esperanzas,
sus sueños, sus proyectos. En la enseñanza del Maestro, Tomás había encontrado
valores, principios, actitudes que daban sentido, plenitud y altura a su
existencia. Pero, ¿cómo continuar aferrándose, creyendo, cuando todo eso ni
siquiera había podido salvar al Maestro de una muerte infame? ¿Cómo continuar
creyendo en él, si el mismo Dios tan amado por Jesús y en el que había confiado
y esperado, lo había abandonado, también él? Tomás se había involucrado tanto,
siguiendo a su Maestro, que ahora, ante la derrota y el derrumbe de su causa,
ya no le quedaban energías para responder.
Tomás aparece aquí como alguien que ya no cree en nada. No cree en la
realización de grandes causas. No cree ya en el sueño de transformar y renovar
el mundo que había sostenido, inspirado y motivado a su Maestro. No cree ya que
la vida pueda reservarle todavía bellas sorpresas, un nuevo comienzo, una nueva
posibilidad, una continuación. A tal punto había contado con Jesús que, ahora,
ante la evidencia de su muerte, ya no quiere arriesgarse a ser decepcionado
otra vez. Entonces, cuando sus amigos intentan convencerlo de que todavía todo
es posible, porque el Maestro está siempre vivo, Tomás los envía a comer pasto.
¿Y quién se lo podría reprochar?
¡Cómo nos parecemos a Tomás, el patrón de todos los desesperados,
desalentados, desorientados, decepcionados de la vida! ¡Cuántas veces
reaccionamos como Tomás ante una frustración, una prueba, la pérdida de un
amor, el fallecimiento de un ser querido! ¡Cuántas veces, como Tomás, nos ha
costado creer en la existencia de la bondad, la abnegación, la gratuidad, la
honestidad, la justicia… porque nos han herido gravemente las adversidades de
la vida y la experiencia de la maldad y la mezquindad humanas! A causa de ello
nos hemos convertido en individuos desilusionados, agrios, amargos, cínicos,
agresivos, al punto de no creer y confiar en nadie. Incluso ¿cómo creer en la
existencia de Dios, en el Amor de Dios, si nos suceden cosas semejantes?
Tomás, aquí, es la personificación no sólo de nuestras
desesperanzas, frustraciones e insatisfacciones, sino también el símbolo del
carácter esencialmente inseguro, provisional y dramático de nuestra existencia.
¡Por todo ello nos es tan simpático Tomás!
Pero Tomás, también es un ejemplo de la capacidad de
curación que poseemos cada uno, si queremos. Porque, aunque frecuentemente la
vida nos hiere con toda clase de desgracias y calamidades, nunca es totalmente
perversa. Siempre pone a nuestra disposición suficiente apoyo, empatía,
compasión, amistad y amor de todos aquellos y aquellas que nos rodean, de forma
que a cada uno se nos ofrece una nueva posibilidad de recuperación y
resurrección.
En efecto, en tanto Tomás se repliegue sobre sí mismo para lamentar su
dolor y rumiar su decepción, sólo conseguirá hundirse más en el abismo de su
soledad y desesperanza. Tendrá que reencontrar tanto la humildad de aceptarse
expuesto y vulnerable, como la confianza de que existen a su alrededor, fuerzas
benévolas y amantes que, a pesar de todo, rigen el mundo, y pueda darse cuenta
que nunca ha estado fuera del amor de su Dios y de sus hermanos, y que su Señor
no lo ha abandonado jamás.
Al aceptar volver a la comunión con sus hermanos, al aceptar su fraternidad
y su amor, Tomás vive de nuevo la experiencia de la presencia de quien lo hace
revivir y a quien no duda en proclamarlo su Dios y Señor. Porque finalmente
todo amor viene de Dios y nos inserta en Dios.
Este evangelio sobre Tomás nos enseña también que si
Jesús no nos ha dejado su presencia corporal, sin embargo continúa estando vivo
por medio del Espíritu en la comunidad de sus discípulos. Por tanto, sólo en
esta familia podemos reencontrar los valores, principios, actitudes por las que
el Maestro de Nazaret vivió y murió. Por eso Tomás vive la experiencia del Señor
como viviente y como nuevamente presente más allá del abismo de la muerte, sólo
porque consiguió reintegrarse al grupo de los doce y estar de nuevo en sintonía
de corazón y espíritu con ellos. ¡Te quiero mucho, Tomás!
Bruno Mori -
Traducción: Ernesto Baquer
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