jeudi 5 janvier 2017

ESE TOMÁS QUE AMO - Jn 20, 19-31

 2° domingo  de Pascua, A, B, C



Cada año, el 2° domingo de Pascua, la liturgia propone a la reflexión de los cristianos el relato del apóstol Tomás, que se obstina en no querer creer en la resurrección del Señor. Me agrada pensar que el evangelista Juan, al traernos esta anécdota se hace eco de los sentimientos de las primeras comunidades cristianas que vieron en la actitud de Tomás la manifestación de las dificultades, las dudas y los problemas que también ellas experimentaron cuando se trataba de comprender y vivir su fe en la presencia del Señor resucitado. Porque Tomás se les parecía tanto ¿es que Juan le dio el sobrenombre de “Didimo ”, nuestro gemelo?

Juan nos cuenta que después de la muerte de Jesús, Tomás no estaba con los otros apóstoles cuando ellos tuvieron la revelación de que Jesús estaba vivo de nuevo, a pesar del drama del calvario y la liquidación de su causa.

¿Dónde estaba Tomás? Me gusta imaginarlo agobiado por la decepción, tratando de rumiar su rabia, disolver su pena, superar su dolor por haber perdido para siempre una persona que lo había fascinado, con la que se sentía profundamente unido, en la que había puesto su confianza y con la que habría deseado organizar el resto de su vida. Me lo imagino tratando de preguntarse cómo hacer para retomar su vida en sus manos, para afrontar la cruel e implacable realidad de la existencia, para tratar simplemente de sobrevivir… ahora que ha desaparecido para siempre el que era su razón de vivir.
En Jesús de Nazaret, muerto miserablemente en la cruz, Tomás había depositado todas sus esperanzas, sus sueños, sus proyectos. En la enseñanza del Maestro, Tomás había encontrado valores, principios, actitudes que daban sentido, plenitud y altura a su existencia. Pero, ¿cómo continuar aferrándose, creyendo, cuando todo eso ni siquiera había podido salvar al Maestro de una muerte infame? ¿Cómo continuar creyendo en él, si el mismo Dios tan amado por Jesús y en el que había confiado y esperado, lo había abandonado, también él? Tomás se había involucrado tanto, siguiendo a su Maestro, que ahora, ante la derrota y el derrumbe de su causa, ya no le quedaban energías para responder.

Tomás aparece aquí como alguien que ya no cree en nada. No cree en la realización de grandes causas. No cree ya en el sueño de transformar y renovar el mundo que había sostenido, inspirado y motivado a su Maestro. No cree ya que la vida pueda reservarle todavía bellas sorpresas, un nuevo comienzo, una nueva posibilidad, una continuación. A tal punto había contado con Jesús que, ahora, ante la evidencia de su muerte, ya no quiere arriesgarse a ser decepcionado otra vez. Entonces, cuando sus amigos intentan convencerlo de que todavía todo es posible, porque el Maestro está siempre vivo, Tomás los envía a comer pasto. ¿Y quién se lo podría reprochar?

¡Cómo nos parecemos a Tomás, el patrón de todos los desesperados, desalentados, desorientados, decepcionados de la vida! ¡Cuántas veces reaccionamos como Tomás ante una frustración, una prueba, la pérdida de un amor, el fallecimiento de un ser querido! ¡Cuántas veces, como Tomás, nos ha costado creer en la existencia de la bondad, la abnegación, la gratuidad, la honestidad, la justicia… porque nos han herido gravemente las adversidades de la vida y la experiencia de la maldad y la mezquindad humanas! A causa de ello nos hemos convertido en individuos desilusionados, agrios, amargos, cínicos, agresivos, al punto de no creer y confiar en nadie. Incluso ¿cómo creer en la existencia de Dios, en el Amor de Dios, si nos suceden cosas semejantes?

Tomás, aquí, es la personificación no sólo de nuestras desesperanzas, frustraciones e insatisfacciones, sino también el símbolo del carácter esencialmente inseguro, provisional y dramático de nuestra existencia. ¡Por todo ello nos es tan simpático Tomás!

Pero Tomás, también es un ejemplo de la capacidad de curación que poseemos cada uno, si queremos. Porque, aunque frecuentemente la vida nos hiere con toda clase de desgracias y calamidades, nunca es totalmente perversa. Siempre pone a nuestra disposición suficiente apoyo, empatía, compasión, amistad y amor de todos aquellos y aquellas que nos rodean, de forma que a cada uno se nos ofrece una nueva posibilidad de recuperación y resurrección.

En efecto, en tanto Tomás se repliegue sobre sí mismo para lamentar su dolor y rumiar su decepción, sólo conseguirá hundirse más en el abismo de su soledad y desesperanza. Tendrá que reencontrar tanto la humildad de aceptarse expuesto y vulnerable, como la confianza de que existen a su alrededor, fuerzas benévolas y amantes que, a pesar de todo, rigen el mundo, y pueda darse cuenta que nunca ha estado fuera del amor de su Dios y de sus hermanos, y que su Señor no lo ha abandonado jamás.

Al aceptar volver a la comunión con sus hermanos, al aceptar su fraternidad y su amor, Tomás vive de nuevo la experiencia de la presencia de quien lo hace revivir y a quien no duda en proclamarlo su Dios y Señor. Porque finalmente todo amor viene de Dios y nos inserta en Dios.

Este evangelio sobre Tomás nos enseña también que si Jesús no nos ha dejado su presencia corporal, sin embargo continúa estando vivo por medio del Espíritu en la comunidad de sus discípulos. Por tanto, sólo en esta familia podemos reencontrar los valores, principios, actitudes por las que el Maestro de Nazaret vivió y murió. Por eso Tomás vive la experiencia del Señor como viviente y como nuevamente presente más allá del abismo de la muerte, sólo porque consiguió reintegrarse al grupo de los doce y estar de nuevo en sintonía de corazón y espíritu con ellos. ¡Te quiero mucho, Tomás!

Bruno Mori  -
Traducción: Ernesto Baquer 


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