20° dom to B
Original francés: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2015/08/manger-la-chair-et-boire-le-sang-de.html.
Con
el gesto de consumir el pan, los cristianos, desde el comienzo, simbólicamente
expresaron y manifestaron su voluntad de alimentarse de todo lo que sale de la
persona del Señor o que se relacione con él. Es lo que el evangelista Juan
quiere enseñar cuando dice de Jesús que debemos comer su “carne” y beber su
“sangre”. La palabra “carne” que Juan pone en boca de Jesús, ha perdido hoy para
nosotros la resonancia que tenía para los judíos de su tiempo, habituados al
lenguaje y simbolismo de la Biblia hebraica. Cierta teología cristiana
comprendió e interpretó esta palabra de forma literal, materialista y por tanto
absurda, como que nosotros deberíamos comer, como caníbales, la carne
“orgánica-biológica” del Señor.
Pero cuando el evangelista utilizaba la palabra
“carne”, esta palabra tenía para él el sentido que le daba su cultura judía. En
la Biblia hebraica, la palabra “bah-sahr”, traducida en griego con el término
“sarx” (=carne) indica todo ser terrestre, considerado como criatura frágil,
limitada, mortal (desde el animal, peces, pájaros, al humano) pero donde hay el
soplo de la vida. Aplicado al humano, esta palabra indica al hombre en cuanto
criatura material salida de la tierra, resultado, diríamos nosotros hoy, de la
evolución cósmica y de la evolución biológica de las especies, pero
interiormente besado por el fuego de Dios y alumbrado por el soplo de su
espíritu, que hace de él el prototipo más realizado de toda su creación.
Este espíritu divino que anima al hombre de carne y
que hace de él la criatura inteligente, espiritual y sublime que es, estaba
representado, simbolizado en la antigua Biblia por la “sangre”. La sangre que
fluye por todas partes, que invade desde todas partes y desde dentro el cuerpo
humano (la “carne”), era, para los autores bíblicos, la mejor manera que pudieron
encontrar para expresar de qué manera íntima, profunda y radical el hombre es
penetrado, trabajado y vivificado por el espíritu o la presencia de Dios que
constituye la substancia o el fondo más íntimo de su ser.
En el Antiguo Testamento, la palabra “carne” de
ninguna manera tenía el sentido peyorativo que, bajo la influencia del
helenismo tardío, adquirió en las cartas de Pablo y, a continuación, en la
literatura cristiana, donde la palabra se utiliza frecuentemente como sinónimo
de pecado, pasiones perversas, instintos lascivos, tendencias desordenadas,
placeres libidinosos que conducen al hombre hacia la transgresión de la Ley
divina y por tanto a su perdición.
Cuando, en el texto del evangelio de hoy, su autor
pone en boca de Jesús que hay que comer su carne y beber su sangre, con esta
expresión quiere hacer comprender a los cristianos de su tiempo que, al
acercarse a esa criatura de carne y hueso, al frecuentar a este hombre marcado
por la finitud y la debilidad, pero que sin embargo es un campeón de humanidad,
ellos tocan lo divino, se acercan al producto más completo de la tierra. Al
creer en él y adhiriéndose a él con amor y confianza, introducen en su
existencia concreta una persona en quien la presencia de Dios actúa y se
manifiesta con una fuerza, una energía, una inmediatez y una proximidad únicas,
y que, en consecuencia, sólo pueden ser afectadas positivamente. Este hombre
está, en efecto, totalmente embebido del Espíritu de Dios. Este Espíritu divino
es en el como la sangre que lo hace vivir y actuar. Jesús ha sido capaz de
abrirse totalmente a la acción del Espíritu, de suerte que Dios lo ha modelado
a su imagen, al punto de hacer de él el hombre que transparenta plenamente a
Dios; el que mejor ha encarnado en nuestro mundo la presencia de esta inefable
Energía de Amor; el prototipo del hombre totalmente transformado y
transfigurado por el dinamismo del Espíritu.
Cuando uno está agotado y sediento y está cerca de una
fuente, no puede más que beber; cuando tiene frío y está cerca del fuego, sólo
puede calentarse; cuando está extraviado y perdido en la oscuridad y descubre
un camino, un rastro, una luz, sólo puede seguirlos; cuando encuentra un ser
humano del calibre de Jesús, lleno de Dios y modelado por su Espíritu, sólo
puede adherirse a él, sentarse a su mesa y comer y beber de la abundancia de su
riqueza…
Es eso lo que
Juan el evangelista quiere hacernos comprender a través de esas expresiones arcaicas
que para nosotros, hoy, son bien sorprendentes y difíciles de entender, y que
pone en labios de Jesús: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera
bebida… el que me coma vivirá por mí… El pan que yo daré, es mi carne,
entregada para que el mundo tenga vida… el que coma de este pan vivirá
eternamente”.
¿Queremos tener una forma de vida válida,
significativa, sólida y duradera? ¿Queremos entrar en contacto con alguien que
es el ejemplar más perfeccionado de los seres que la evolución cósmica haya
producido? ¿Deseamos una calidad de vida humana semejante a la calidad de vida
humana que Jesús encarnó en el curso de su existencia? Bien. ¡Tenemos que
calcar nuestra humanidad, nuestra carne, sobre la humanidad y la carne de este
hombre! Debemos beber de él, de su sangre, es decir de sus valores, de su
espíritu, que han sido como la sangre que le permitió realizar la calidad de
vida que tuvo. Sumergido en la intimidad de Dios, ha vivido como hijo de Dios
dócil y amante; ha vivido como auténtico hijo de Dios.
Si seguimos a Jesús, si comemos y bebemos de él, nos
pareceremos a él, llegaremos a ser como él: humanos completos, luminosos,
transparentes, amables y purificados por el fuego del amor que su espíritu
habrá encendido en nosotros. Seremos como él, verdaderos hijos de Dios… y
nuestra vida será hermosa, plena, bien fundada, lograda a los ojos de los
hombres y a los ojos de Dios.
Bruno Mori -
Traducción: Ernesto Baquer
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire