jeudi 5 janvier 2017

¿COMER LA “CARNE” Y BEBER LA “SANGRE” DE JESÚS? - Jn 6,51-58

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Con el gesto de consumir el pan, los cristianos, desde el comienzo, simbólicamente expresaron y manifestaron su voluntad de alimentarse de todo lo que sale de la persona del Señor o que se relacione con él. Es lo que el evangelista Juan quiere enseñar cuando dice de Jesús que debemos comer su “carne” y beber su “sangre”. La palabra “carne” que Juan pone en boca de Jesús, ha perdido hoy para nosotros la resonancia que tenía para los judíos de su tiempo, habituados al lenguaje y simbolismo de la Biblia hebraica. Cierta teología cristiana comprendió e interpretó esta palabra de forma literal, materialista y por tanto absurda, como que nosotros deberíamos comer, como caníbales, la carne “orgánica-biológica” del Señor.

Pero cuando el evangelista utilizaba la palabra “carne”, esta palabra tenía para él el sentido que le daba su cultura judía. En la Biblia hebraica, la palabra “bah-sahr”, traducida en griego con el término “sarx” (=carne) indica todo ser terrestre, considerado como criatura frágil, limitada, mortal (desde el animal, peces, pájaros, al humano) pero donde hay el soplo de la vida. Aplicado al humano, esta palabra indica al hombre en cuanto criatura material salida de la tierra, resultado, diríamos nosotros hoy, de la evolución cósmica y de la evolución biológica de las especies, pero interiormente besado por el fuego de Dios y alumbrado por el soplo de su espíritu, que hace de él el prototipo más realizado de toda su creación.

Este espíritu divino que anima al hombre de carne y que hace de él la criatura inteligente, espiritual y sublime que es, estaba representado, simbolizado en la antigua Biblia por la “sangre”. La sangre que fluye por todas partes, que invade desde todas partes y desde dentro el cuerpo humano (la “carne”), era, para los autores bíblicos, la mejor manera que pudieron encontrar para expresar de qué manera íntima, profunda y radical el hombre es penetrado, trabajado y vivificado por el espíritu o la presencia de Dios que constituye la substancia o el fondo más íntimo de su ser.

En el Antiguo Testamento, la palabra “carne” de ninguna manera tenía el sentido peyorativo que, bajo la influencia del helenismo tardío, adquirió en las cartas de Pablo y, a continuación, en la literatura cristiana, donde la palabra se utiliza frecuentemente como sinónimo de pecado, pasiones perversas, instintos lascivos, tendencias desordenadas, placeres libidinosos que conducen al hombre hacia la transgresión de la Ley divina y por tanto a su perdición.

Cuando, en el texto del evangelio de hoy, su autor pone en boca de Jesús que hay que comer su carne y beber su sangre, con esta expresión quiere hacer comprender a los cristianos de su tiempo que, al acercarse a esa criatura de carne y hueso, al frecuentar a este hombre marcado por la finitud y la debilidad, pero que sin embargo es un campeón de humanidad, ellos tocan lo divino, se acercan al producto más completo de la tierra. Al creer en él y adhiriéndose a él con amor y confianza, introducen en su existencia concreta una persona en quien la presencia de Dios actúa y se manifiesta con una fuerza, una energía, una inmediatez y una proximidad únicas, y que, en consecuencia, sólo pueden ser afectadas positivamente. Este hombre está, en efecto, totalmente embebido del Espíritu de Dios. Este Espíritu divino es en el como la sangre que lo hace vivir y actuar. Jesús ha sido capaz de abrirse totalmente a la acción del Espíritu, de suerte que Dios lo ha modelado a su imagen, al punto de hacer de él el hombre que transparenta plenamente a Dios; el que mejor ha encarnado en nuestro mundo la presencia de esta inefable Energía de Amor; el prototipo del hombre totalmente transformado y transfigurado por el dinamismo del Espíritu.

Cuando uno está agotado y sediento y está cerca de una fuente, no puede más que beber; cuando tiene frío y está cerca del fuego, sólo puede calentarse; cuando está extraviado y perdido en la oscuridad y descubre un camino, un rastro, una luz, sólo puede seguirlos; cuando encuentra un ser humano del calibre de Jesús, lleno de Dios y modelado por su Espíritu, sólo puede adherirse a él, sentarse a su mesa y comer y beber de la abundancia de su riqueza…

 Es eso lo que Juan el evangelista quiere hacernos comprender a través de esas expresiones arcaicas que para nosotros, hoy, son bien sorprendentes y difíciles de entender, y que pone en labios de Jesús: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida… el que me coma vivirá por mí… El pan que yo daré, es mi carne, entregada para que el mundo tenga vida… el que coma de este pan vivirá eternamente”.

¿Queremos tener una forma de vida válida, significativa, sólida y duradera? ¿Queremos entrar en contacto con alguien que es el ejemplar más perfeccionado de los seres que la evolución cósmica haya producido? ¿Deseamos una calidad de vida humana semejante a la calidad de vida humana que Jesús encarnó en el curso de su existencia? Bien. ¡Tenemos que calcar nuestra humanidad, nuestra carne, sobre la humanidad y la carne de este hombre! Debemos beber de él, de su sangre, es decir de sus valores, de su espíritu, que han sido como la sangre que le permitió realizar la calidad de vida que tuvo. Sumergido en la intimidad de Dios, ha vivido como hijo de Dios dócil y amante; ha vivido como auténtico hijo de Dios.

Si seguimos a Jesús, si comemos y bebemos de él, nos pareceremos a él, llegaremos a ser como él: humanos completos, luminosos, transparentes, amables y purificados por el fuego del amor que su espíritu habrá encendido en nosotros. Seremos como él, verdaderos hijos de Dios… y nuestra vida será hermosa, plena, bien fundada, lograda a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios.

Bruno Mori  -

Traducción: Ernesto Baquer  

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