jeudi 1 décembre 2016

UN JUEZ QUE NO ES COMO LOS OTROS - Lc. 18, 9-14

Los humildes salvarán el mundo

  30o  dom to C



 El texto del Evangelio nos invita hoy a una especie de sesión en un tribunal. Quien preside y juzga es Dios. Pero este juez tiene una manera propia de ver las cosas que nos sorprende y desconcierta. Este juez no está guiado por nuestros principios y nuestros criterios. Porque, en el relato del evangelio, el hombre honrado que se presenta ante él, proclamando su inocencia y se declara no culpable, es condenado, mientras que el bandido, que reconoce su culpa y se declara culpable, es totalmente absuelto. No podemos entender nada. Hay alguna cosa, en algún lado, que no funciona según las reglas establecidas.
Ese fariseo forma parte del grupo de unos diez mil hombres piadosos que se distinguían en Palestina en los tiempos de Jesús, por su fe ejemplar, su religiosidad, su sincera piedad, la frecuencia de sus oraciones y su asistencia al culto del templo, por su celo en la observancia de la Torah, por su disciplina y su rigorismo moral, por sus ayunos y sus limosnas. Ese fariseo que se presenta hoy ante Dios en el Templo es pues alguien de lo más irreprochable, respetable, admirable y honrado entre los hombres. Es, por así decirlo, el campeón de la probidad y la virtud. Está tan convencido de ello que no duda en proclamarlo alto y fuerte a todos los que quieran escuchar.
El otro tipo, el publicano. Los publicanos eran gente que trabajaban para empresas privadas a las que el Estado romano, que entonces ocupaba Palestina, había confiado la desagradable tarea de cobrar las tasas y los impuestos (una especia de “franquicia”). Y como estos empleados eran muy mal pagados por su empleador, compensaban la falta de salario defraudando y exigiendo a la gente más de lo convenido, para embolsarse el surplus que así conseguían trasvasar. A la larga, su clase se convertía en una verdadera organización criminal, una especia de mafia especializada en extorsionar. Porque los publicanos eran, en su gran mayoría, gente sin escrúpulos que no dudaban en recurrir a las amenazas y la violencia para conseguir sus fines. Las gentes los odiaban y consideraban como ladrones y seres innobles que no había que frecuentar. En la mentalidad de los piadosos de la época, los publicanos eran la más clara personificación del pecado.

Ante Dios, tenemos por un lado el hombre irreprochable, justo, virtuoso y santo, al parecer, y del otro el estafador, el verdugo y el pecador. Pero, contra toda verosimilitud, contra todo sentido común, el juez divino transa a favor del truhan, mientras que el bueno y el santo es condenado. Así, el evangelio nos asegura que los que se parecen al fariseo de la parábola jamás gozarán de las preferencias y la aprobación de Dios.

Pero ¿qué se esconde tan espantoso y siniestro bajo el comportamiento inocente y la actitud virtuosa del fariseo? ¿Qué se esconde de bueno en el gesto afligido y desolado del publicano que se golpea el pecho reconociendo sus pecados?
Analicemos más de cerca el alegato del fariseo para ver lo que no encaja. Salta en seguida a los ojos que su discurso rezuma suficiencia, satisfacción, sentimiento de superioridad. El fariseo no le habla a Dios, se habla a sí mismo, presumiendo de sus propios méritos, poniendo por delante y subrayando continuamente la importancia de su persona. Recalquemos cuántas veces este señor dice "Yo". Está imbuido de sí mismo. Piensa que no es como los demás. Los demás son todos, según él, bandidos sin escrúpulos. Pero él es diferente. Es superior. Es mejor. El está en el buen camino. Es un modelo de buena conducta. Está plenamente satisfecho de sí mismo. No tiene nada que reprocharse. Nada que cambiar, que mejorar, que convertir. Como es perfecto, es inconvertible, como todos los que están convencidos de ser buenos, de estar del lado de los elegidos, del lado de la virtud, la justicia y la verdad, como son todos los Bush, todos los fanáticos, sean cristianos o islamistas, los que en su ceguera pierden el sentido de lo relativo, la reserva, la tolerancia y el respeto a los demás; tal como la medida de sus límites y debilidades.
Entonces ¿quién es el más peligroso para la sociedad y para el mundo, el que esgrime su superioridad para elevarse por encima de los demás, para denigrar y aplastar a los demás; o el que se borra y no se considera para nada bueno? ¿El que toca la trompeta a los cuatro vientos para jactarse de sus méritos y sus logros, o  el que no se atreve a mirarse en el espejo y lamenta sus errores cometidos? ¿El que está confiado y orgulloso de sus virtudes, o el que siente vergüenza de sus vicios, sus faltas y sus defectos? ¿El que se encuentra justo e irreprochable, o el que es capaz de reconocer sus errores y sentir pena y remordimiento por el mal que causó? ¿El que se considera un "Superman" al que todos deben admirar y someterse, o el que se considera una persona bien común?
¿Si hay una actitud nefasta para las relaciones humanas que se debe erradicar, no es sobre y ante todo la actitud del que, creyéndose superior y mejor que los demás, piensa que tiene derecho a más que los demás? Esta actitud tan extendida de superioridad, de egocentrismo y auto exaltación… ¿no es el origen de las calamidades que sufre nuestra sociedad contemporánea? Esta actitud ¿no genera individuos, empresas y sociedades arrogantes, intolerantes, agresivas y depredadoras? Esa actitud ¿no está en el origen de todos los fundamentalismos modernos, así como de la ceguera y la insensibilidad de los sistemas capitalistas, las políticas de agotamiento y explotación salvaje de los recursos naturales, políticas que arruinarán la economía mundial, el suministro duradero de los mercados (para que todos pueden acceder fácilmente al alimento que necesitan) y la salud de nuestro planeta?
Al final de esta reflexión, ¿nos sentimos todavía capaces de censurar la forma como el Juez del evangelio ejerce su justicia? Pienso que más bien debemos agradecer y admirar su perspicacia y su sabiduría. Ha sabido desbaratar las trampas del mal. Los textos del evangelio de este domingo nos enseñan que no hay peor mal que el que se esconde bajo la apariencia del bien; que no hay demonios más peligrosos que los que se muestran como ángeles de luz; que no hay traidor más pérfido que el que busca someternos con un beso.

El evangelio quiere finalmente enseñarnos que el engreimiento, la presunción, la arrogancia, la duplicidad , la intimidación  y  el fanatismo nunca son rentables: al final, un día inevitablemente deberemos rendir cuentas ante la historia de los estragos, desastres y sufrimientos causados: y enfrentar la justicia de Dios. ¡Nadie se escapa! La última frase del evangelio es, en este punto, bien tajante y categórica: "el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".

Bruno Mori
(traducción: Ernesto Baquer) 



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