... el secreto revelado a los
pequeños
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Si Jesús
constituye un escalón de capital importancia en la evolución de la raza humana
hacia un nivel más elevado de humanidad, es debido a que este hombre, más que
nadie antes que él, ha tenido conciencia de ser portador privilegiado de la
presencia de lo divino en el mundo: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo le plazca revelarlo". Es Jesús quien reveló a la
humanidad que Dios es una Energía y un Espíritu bueno y benévolo que no está
fuera de lo que existe, sino que empapa con su presencia y sus virtualidades el
Universo entero. Jesús nos enseñó que el Espíritu de Dios se manifiesta y actúa
con una fuerza especial en el ser humano que es su encarnación y su
manifestación más completa. En esto consiste el "secreto" de que
Jesús habla en este pasaje del evangelio que, según él, está cerrado a los
sabios e inteligentes y sólo accesible a los sencillos y los pequeños.
Los sabios e
inteligentes en tiempos de Jesús son los que se lo creen, son la elite de la
sociedad: los escribas, especialistas de la Biblia, los sacerdotes, los
aristócratas, la gente cultivada, los que están en los engranajes del sistema
político-religioso. Son todos los que, a la sombra de las estructuras políticas
y económicas, tiran los hilos del mundo que les sirve de mesa de apuestas.
Todos aquellos cuyo salario, tren de vida, arrogancia y desprecio son un
insulto permanente al pueblo de los pobres cuyo trabajo y miseria explotan.
Del otro
lado, los "pequeñitos", dice el texto. Aquí podemos comprender la
palabra "pequeñitos" en el sentido de "niños": los que no
tienen la palabra ni el derecho a la palabra. En tiempos de Jesús eran todos
los miserables que vemos apretujarse a su alrededor: mujeres, niños, enfermos
de toda clase, mudos, ciegos, lisiados, epilépticos, leprosos; todos esos pobres
en medios materiales e intelectuales que son considerados un peso inútil para
la sociedad, porque no producen, no están en el sistema, porque son incapaces
de insertarse en una sociedad que los excluye y los castiga; que sólo tienen
derecho a callarse y aguantar; que no son nada porque no poseen nada: ni
educación, ni cultura, ni dinero, ni poder y por tanto ni valor ni dignidad;
que no tienen status social porque no tienen las condiciones para sentarse en
la mesa de la gente "bien" que determina la suerte de este mundo.
Es todo ese
mundo que se apretuja alrededor del profeta de Galilea, porque tiene para ellos
un mensaje de esperanza, de liberación. Porque todos esos pobres y pequeños
encuentran en él, no sólo su portavoz y defensor, sino quien los hace crecer, los
valora, les hace descubrir su dignidad y les revela el secreto de la verdadera
grandeza humana. Es que les anuncia que la grandeza de la persona consiste en
tomar conciencia que el Espíritu de Dios habita en ellos y en la respuesta que
den a esa divina presencia. Enseña que el valor de la persona no está en tener,
sino en ser. No en la calidad de "bienes" que consigan recibir y
acumular, sino en el "bien" y
la felicidad que sean capaces de crear, dar y compartir.
El nos
revela que todos somos hijos de Dios y que, en consecuencia, Dios nos ama a
todos en la individualidad de cada persona. Que para Dios todos sus hijos son
iguales en dignidad, en valor y en amor. Que para Dios no hay diferencias de
raza, status social, cultura, nacionalidad, religión. A sus ojos todos tenemos
la misma importancia; para él cada uno de nosotros es especial, genial, super,
extraordinario, maravilloso. Porque somos el producto de su amor. Todos y cada
uno somos el lugar de su manifestación en el mundo. Todos estamos animados por
la Energía de su amor, que, actuando en las profundidades de nuestro ser nos
estructura en cuanto humanos y personas llamadas a convertirnos en los relevos
del amor en este mundo. Y si es la capacidad de amar, de darse, de preocuparse
por los otros, de compartir, de acoger, de soportar, de sufrir… lo que
constituye y determina la calidad de nuestra humanidad y por tanto la grandeza
y la nobleza de nuestra persona, entonces Jesús nos dice que son los pobres,
los pequeños, los humildes, los dulces, los que tienen hambre y sed de justicia
y de amor, los excluidos y perseguidos, los que lloran, son ellos los que
tienen, a los ojos de Dios, la mejor posibilidad de conseguir y realizar su
existencia.
El secreto
de la verdadera grandeza humana está sin embargo "escondido" para los
grandes y poderosos de este mundo. Porque esta grandeza esta medida con el
metro del amor, del darse, del interés
por el otro, del respeto, del compartir, así como los grandes y poderosos de este mundo miden el éxito de su existencia con
la medida del poder, de la potencia, del
lucro y del dinero. El metro de Jesús es incomprensible para ellos; y al ser
refractarios a su Espíritu, les falta la llave capaz de abrir las puertas de
acceso a su Reino. Al no ser ni tener más que su poder, sus bienes y su dinero,
los poderosos de este mundo se condenan a vivir una vida a ras del suelo,
emponzoñada por la angustia y el miedo a perder un bien ilusorio y una bien
amarga felicidad.
A lo largo
de su existencia jamás los hombres podremos encontrar el reposo y la paz
interior, apegándonos a las cosas, sobre todo si ese apego es tan demencial y
ciego que llega a ser total y exclusivo.
Jesús
promete la paz y el reposo del alma a los que van hacia él y que, habiendo
recuperado su corazón de niño, viven en la confianza en ese amor divino que los
quiere y los acepta con la pobreza, las cargas, los límites y las debilidades
de su vida. Un amor depositado por Dios mismo en las profundidades de nuestro
ser, como una corriente en la que debemos echar a navegar la barquilla de
nuestra existencia.
"Vengan
a mí, háganse mis discípulos, todos los que penan bajo el peso y las cargas de
la vida… yo les daré el descanso… Lo que ustedes sobrellevan no es un yugo
penoso, es el espíritu de Dios, es un espíritu de amor; y el amor es fácil de
llevar y su carga es ligera".
¿En las peripecias de nuestro
recorrido, seremos capaz de atracar la barca de nuestra existencia en ese
remanso de paz, donde podamos encontrar por fin refugio y descanso?
Bruno Mori - Traducción: Ernesto Baquer
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