Domingo despuès de Epifanía
En este
domingo proseguimos el ciclo de manifestaciones o “epifanías” de Jesús iniciada
en la fiesta de Navidad. Juan Bautista se nos presenta como el que nos dice
donde ir y donde mirar para descubrir la revelación más completa de la
presencia de Dios en nuestro mundo. Hay alguien que viene, que se va a
manifestar, semejante en todo a cualquier otro hombre, débil, culpable y
pecador, y sin embargo más grande e importante que cualquier otro. Es alguien
que tiene el poder de sumergir a los humanos en el fuego ardiente del Espíritu
y del amor de Dios.
Así que Jesús
de Nazaret es bautizado por Juan en las aguas del Jordán. Para los primeros
cristianos, el hecho producía cierta turbación, incluso escándalo: porque los
evangelios nos dicen que Juan Bautista practicaba un bautismo, gesto de
confesión reservado a los pecadores que se reconocían como tales y que decidían
apartarse del mal, para obtener así el perdón de Dios. ¿Cómo pudo Jesús aceptar
ese gesto cuando la fe cristiana lo proclama sin pecado? La respuesta hay que
buscarla en lo que, después de Navidad, llamamos con una palabrota teológica,
el “misterio de la encarnación”: en cuanto hombre, Jesús es y se manifiesta
solidario con la condición humana. Su bautismo proclama que todos nosotros
necesitamos la salvación de Dios para salir de las aguas pantanosas en las que
peligramos perdernos y morir. El evangelista Lucas, por boca del Bautista,
afirma claramente que, gracias a Jesús que asume entera y totalmente nuestra
condición humana, nosotros somos “bautizados”, es decir inmersos en el fuego
del Espíritu de Dios. En adelante, si nos decidimos a seguirlo, si aceptamos cambiar,
si nos esforzamos en ser sus discípulos, nuestra vida será animada con un soplo
nuevo, el Soplo del Amor de Dios. Pero emprender un cambio de vida y de
espíritu siguiendo a Jesús no es para tumbarse. Y cada uno sabe bien qué debe
cambiar en su vida y cuánto le ha de costar.
Cuando Jesús
sale del agua, se convierte en testigo y protagonista de una “epifania” que
copia la del Éxodo, cuando, en el Sinaí, se abren los cielos, y el Dios de
Israel se revela y habla a Moisés entre formidables truenos y el fulgor de los
relámpagos. También en el evangelio del bautismo, “se abrió el cielo, se oyó
una voz del cielo y bajó su Espíritu en forma de paloma”. Imágenes que piden
ser explicadas e interpretadas.
Jesús mientras
oraba vió abrirse el cielo. No
imaginemos algún fenómeno atmosférico espectacular. Es más bien la respuesta al
anhelo que se encuentra en el libro del profeta Isaías (63,19), que se lamenta
del lastimoso estado del pueblo de Israel y le dice a Dios: “¡Ay! Si tu
rasgaras los cielos y descendieras para hacer conocer tu nombre…” Bien. Ahora,
dice Lucas, con Jesús, los cielos se rasgaron, abiertos por siempre jamás. Y lo
que se abrió no puede cerrarse, volver a lo de antes. Lo que se abrió dejó
escapar su contenido, que se derrama por todas partes. Los cielos, el lugar de
la morada de Dios y de su espíritu, se rasgan para que Dios pueda evadirse,
irse y que su Espíritu se expanda a los cuatro vientos. Es una imagen que
utiliza el evangelista para que comprendamos que Dios abandonó los cielos, que
el cielo está vació, que Dios partió, que Dios ya no debe ser buscado allá
arriba, porque se ha dado, se ha derramado de manera singular en ese hombre
Jesús, lleno de su Espíritu y que ahora es el lugar por excelencia de la
presencia, la acción y la manifestación del Espíritu de Dios en el mundo.
Con la imagen
de los cielos que se abren, los evangelios quieren hacernos entender a los
cristianos que ese Dios, que imaginábamos encerrado en los cielos,
inalcanzable, lejano, revestido de trascendencia, infinitud y poderío… ese Dios
no existe más, nunca existió y no debe existir para nadie. Los cielos se
abrieron, se vaciaron, por tanto son impracticables e inutilizables para
siempre. En adelante Jesús de Nazaret es nuestro cielo y el lugar de la
presencia de Dios en nuestro mundo; la fuente donde ir a beber el agua pura del
Espíritu que debe animarnos y hacernos vivir.
Es él quien posee y vive del Espíritu que viene de Dios. Y él y con él,
Dios va a dar un nuevo aliento a nuestra vida. Incluso aunque continuemos viviendo
a ras de suelo, aunque tengamos la impresión de que el horizonte de nuestra
existencia es siempre reducido y sombrío, es verdad que en adelante el cielo
está abierto para todos los que quieran atravesarlo. En Jesús, tenemos ahora la
seguridad de que nada está clausurado definitivamente, que nuestro horizonte de
vida no está cerrado. Los cielos están abiertos, abiertos por siempre jamás…
todos pueden entrar allí. El aliento de Dios los rasgó y atravesó. Puede
alcanzarnos. Ha llenado la vida de Jesús, puede también colmar la nuestra,
hasta nuestra muerte. Y como Jesús en la cruz también nosotros podremos un día,
a pesar de la angustia y el sufrimiento de la agonía, poner en manos de Dios,
en un último suspiro de abandono, de confianza y amor, ese Espíritu que nos ha
dado y nos ayudó a vivir mejor, a hacer de nosotros mejores personas.
Jesús vió al Espíritu bajar sobre él como una paloma. Un proverbio hebreo decía: apegado
a su nido como una paloma. Con
esta imagen Lucas quiere hacernos comprender que el Espíritu de Dios no
abandonará nunca a Jesús. Que el Espíritu de Dios lo acompañará a todo lo largo
de su vida. Será un hombre que sólo actuará y hablará impulsado e inspirado por
este Espíritu. Será el hombre cuyo fin y cuya misión serán únicamente
transformar a los humanos y al mundo con la fuerza y la energía de lo divino.
Finalmente Jesús oye una voz: Tú eres mi
Hijo muy querido, en ti he puesto todo mi amor. Esta frase es una cita del
Salmo 2, donde Dios se dirige al rey David para asegurarle su amor y su
protección, como un padre cuida de su hijo. Este Jesús lleno del espíritu de
Dios y que vivió siempre bajo la influencia del Espíritu de Dios, puede
verdaderamente considerarse como un hijo de Dios, como el mejor de los hijos de
Dios; como hijo por excelencia, como el que Dios sostendrá frente y contra
todo; que amará con un amor total, un amor que le será siempre fiel, más allá
de la prueba, el abandono o la muerte.
(Reflexión suscitada por escritos
encontrados en la internet)
Bruno Mori
(traducción de Ernesto Baquer )
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