jeudi 1 décembre 2016

MARIA E ISABEL - Lc. 1,39-45

   (4° dom Adviento, C)

El domingo pasado era el domingo de la alegría. Este domingo es el día del asombro. Si no somos capaces de captar la maravilla y el estupor que transparentan estos textos, perderemos lo esencial de su contenido. Se trata aquí del deslumbramiento de dos mujeres ante lo inaudito de Dios; ante una maravilla de la que son testigos y que descubren obrando en ellas primero, y después en la historia de su vida. La acción de Dios suscita la conmoción de su corazón y su espíritu que estalla en gritos de alegría y en un canto de acción de gracias. Un hecho bien ordinario (que más natural para una mujer que la concepción de un niño) adquiere a los ojos de su fe las dimensiones de una revelación maravillosa del poder y la benevolencia de Dios hacia ellas. En un hecho anodino y bien natural, ellas ven el dedo de Dios. Lo que quiere decir que saben ver más allá de las apariencias, saben captar el verdadero contenido, el verdadero sentido de los acontecimientos que sobrevienen a su vida.

¡La capacidad de asombrarse! ¡Ver lo invisible para los demás! Captar vibraciones, mensajes, contenidos, a los cuales los demás permanecen completamente cerrados e insensibles. Henri Nouwen, que escribió un libro magnífico titulado "el retorno del Hijo pródigo", simplemente una descripción-comentario del cuadro de Rembrandt del mismo nombre, cuenta que lo redactó con los ojos llenos de lágrimas. Con motivo de una visita al museo de L'Ermitage, en San Petersburgo, donde se expone el famoso cuadro, el autor nos confiesa que pasó horas sentado ante el cuadro totalmente fascinado, llorando maravillado... A causa de su asombro, el cuadro le hablaba, le revelaba contenidos que otras personas no veían; suscitaba en él sentimientos, emociones muy fuertes, mientras otros visitantes quedaban indiferentes.

¡El poder del asombro! Podemos escuchar el Concierto para clarinete, K622, o el Concierto para flauta y arpa, K299 de Mozart, con la indiferencia con que escuchamos las noticias del telediario; o podemos escucharlos sintiendo escalofríos por todo el cuerpo y con lágrimas en los ojos. Lo que hace la diferencia es el grado de nuestro asombro. Con asombro descubrimos el alma de las cosas, su lenguaje, su mensaje, su misterio. Si somos capaces de maravillarnos, nuestro perro no es sólo un can; un árbol no es simplemente un tronco de madera con ramas y hojas; una flor no es sólo un vegetal con pétalos de color; un lago iluminado por la puesta de sol, no es sólo un plano de agua al atardecer; la tierra no es sólo un planeta del sistema solar; y el cosmos no es sólo el cielo sobre nuestra cabeza o un conjunto de cuerpos celestes y galaxias que se extienden y se alejan hasta el infinito...

Si somos capaces de asombrarnos, cada cosa del mundo que nos rodea la percibimos como una nota mágica, sublime y necesaria de una maravillosa melodía tocada sólo para encantarnos, tocarnos, estremecernos, extasiarnos, hacernos temblar y llorar, y al mismo tiempo para significarnos la presencia de una Energía grandiosa e insondable de poder y de amor que rige todo el universo. El maravillarnos supone en nosotros la capacidad de percibir lo imperceptible, de mirar lo invisible, de ver más allá, de ver el más allá.

¿Cuál es nuestra capacidad de asombrarnos? Los niños la tienen muy desarrollada, ¿saben por qué? Porque son cándidos e inocentes, esto es totalmente transparentes. Y por tanto capaces de dejarse atravesar, invadir, alcanzar por los mensajes secretos que las cosas les envían desde la secreta profundidad de su naturaleza. Por eso los niños ven cosas que nosotros no; escuchan voces y músicas que nosotros no; viven en un mundo que nosotros creemos imaginario y donde nosotros no vivimos: un mundo donde los árboles caminan, los animales hablan, las flores se divierten vistiéndose con toda clase de colores; donde las cosas tienen otro valor y sentido del que le damos los adultos. Los niños viven en un mundo que todavía no ha sido alterado, no se ha hecho duro, oscuro, incomprensible y mudo por la maldad de su corazón. Aún saben escuchar la voz de los seres, responderles y hablarles. Ven el mundo cómo es en sí mismo, en su naturaleza profunda, tal como ha salido de las manos de Dios, mientras que el hombre pervierte su percepción a causa del extravío de su corazón... El niño está siempre asombrado, porque ve el mundo con los ojos de Dios.

Y nosotros, los adultos, ¿sabemos maravillarnos? Si no hay nada o casi nada que nos maraville, eso quiere decir que nos hemos vuelto opacos y que hemos perdido nuestro corazón de niño… lo más triste que nos puede pasar. Porque si hemos llegado a ser incapaces de ver el carácter mágico y maravilloso de todo lo que nos rodea; si somos incapaces de ver el milagro continuo por el que somos mantenidos vivos, nosotros y el planeta que habitamos… y si no sabemos maravillarnos ante este mundo visible de belleza y perfección extraordinarias, tan evidentes… ¿cómo podemos descubrir en él la presencia de Dios?
Porque es ahí, finalmente, donde debería llevarnos nuestra capacidad de maravillarnos : percibir que el secreto de la belleza del mundo está en la impronta que el mismo Dios ha dejado en los seres que lanzó a la existencia.

Como esas figuras de mujeres emblemáticas que nos propone el Evangelio de hoy, también nosotros, cristianos que sabemos por nuestra fe, que Dios ha venido a nuestro mundo y a nuestra vida, deberíamos vivir asombrados por semejante milagro. Y a causa de ese maravillarnos, deberíamos, como niños, poder descubrir los signos de su presencia, oir su voz, vibrar al soplo de su Espíritu, dejarnos invadir por el sueño de ese mundo nuevo que quiere transmitirnos.


Bruno Mori

(traducción de Ernesto Baquer )

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