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Aunque animamos a los cristianos a leer la Biblia, para nosotros,
que vivimos en el siglo XXI, este libro resulta difícil, agrio, indigesto y muy
a menudo incomprensible. Los libros bíblicos son el producto de un pensamiento, una sensibilidad,
una cultura, una religiosidad de otros tiempos, de varios millares de años. Utiliza
un vocabulario, conceptos, imágenes, nombres, situaciones, costumbres de un
tiempo totalmente cumplido y que ha perdido para nosotros hoy su sentido
original, su contenido, su pertinencia, su interés y por lo tanto no somos
capaces más de comprender. Esto no quiere decir que el mensaje espiritual y
religioso que la Biblia quiere transmitirles a los hombres haya caducado y que
no sea apropiado a nuestras necesidades de hoy. Este mensaje que describe la
experiencia espiritual de hombres que han buscado a Dios en el pasado tiene,
por el contrario, un valor universal, porque explicita y traduce una necesidad,
una búsqueda, una aspiración que está en el corazón del hombre de todos los tiempos,
y, en consecuencia, nos concierne y nos toca a nosotros también que vivimos a
miles de años de distancia de estos textos antiguos. Sólo que, para que este
mensaje se nos haga inteligible, hay que reescribirlo en el lenguaje de hoy.
Los cristianos para los que el evangelista Lucas
escribe este texto entre los años 80 y 85, aproximadamente, salían al paso de
tres grandes cuestiones a las que Lucas intenta responder para tranquilizar a
los creyentes. ¿Cuáles eran estas cuestiones que preocupaban y angustiaban a
los primitivos cristianos?
Primera: la desaparición del templo de Jerusalén (destruido
en el año 70 por el ejército romano de Tito) y de la propia ciudad, seguida por
la dispersión del pueblo judío fuera de Palestina. Era el fin del judaísmo en
cuanto religión identificada a un territorio y un Estado. El Templo de Jerusalén
era, con su ciudad, el símbolo de la alianza de Dios con el pueblo judío; el
signo tangible y visible de su elección, de su benevolencia y de la presencia
de Dios en medio del pueblo al que Dios había jurado protección y fidelidad
eternas. ¿Cómo Dios había podido olvidar sus promesas y abandonar a su suerte
una nación que sin embargo había elegido para ser guía y luz entre todas las
naciones de la tierra? ¿Dios sería infiel? ¿No mantendría sus promesas? ¿Habría
castigado a toda una nación porque sus jefes no reconocieron en Jesús de
Nazaret a su enviado y su mesías? ¿Dios sería tan cruel, rencoroso y sectario,
mientas Jesús había enseñado que es un Padre que ama a todos sin distinción de
religión, cultura y raza? Un verdadero dilema para los adeptos de un movimiento
espiritual salido del judaísmo y cuyo fundador y sus colaboradores más cercanos
eran verdaderos judíos.
El segundo punto que inquietaba a los cristianos
de la época de Lucas era la constatación de que, también ellos, sufrían toda
suerte de pruebas y vejámenes. En Palestina eran odiados, perseguidos,
aprisionados y matados por las autoridades religiosas judías. Fuera de
Palestina, perseguidos por las autoridades civiles romanas que sospechaban de
ellos y los acusaban de traición y diferentes crímenes. Sin hablar de los
dramas y cuestionamientos que podían surgir en el seno de una familia cuando
uno de sus miembros se adhería a esta nueva doctrina y se convertía a esa nueva
fe. Si esos primitivos cristianos podían comprender que Dios hubiera podido
abandonar, en cierta manera, a su antiguo pueblo, les resultaba difícil aceptar
que Dios no concediera más atención y protección a su nuevo pueblo, a esta
nueva comunidad que había adherido a Jesús y creído en su misión de enviado y
mesías de Dios.
La tercera cuestión que angustiaba a los
cristianos del tiempo de Lucas era la preocupación por el fin del mundo. Ese
problema inflamaba los espíritus, causaba toda clase de estados de ánimo que
iban desde el pánico a la exaltación. Era una fuente de continuas discusiones,
suposiciones, creación de escenarios rocambolescos y fantásticos, cada cual más
estrambótico. Tanto los judíos (incluido Jesús), como los cristianos, estaban
convencidos que Dios se aprontaba a intervenir de forma drástica para poner fin
a este mundo tal como lo conocemos, para comenzar otro mejor, aquí o en otra
parte.
En su evangelio Lucas interviene para poner las
cosas en su justa perspectiva, para iluminar y tranquilizar a esos cristianos
traumatizados e inquietos, para que pudieran vivir su fe en paz y serenidad. Y
lo hace atribuyendo a Jesús un discurso, palabras, afirmaciones, con la función
de ubicar a sus discípulos en la confianza en la bondad y el amor de un Dios
que no puede desmentirse, aunque todas las apariencias parezcan lo contrario.
Hay que reconocer que las palabras y exhortaciones que Lucas pone en boca de
Jesús en este capítulo 21 de su evangelio están lejos de ser claras y bien
articuladas. Los asuntos y los temas se cruzan y entremezclan, de forma que es
difícil distinguir con claridad de qué quiere Jesús hablar concretamente.
Si queremos comprender algo, debemos traducirlo en
nuestro lenguaje y nuestra lógica moderna. El mensaje, en definitiva, es:
"Lo que venga... no los espante". También: "No se apoyen sobre
los valores que no son definitivos". El Templo era un buen ejemplo de
ello; restaurado por Herodes, engrandecido, embellecido, cubierto de dorados,
era magnífico; pero también forma parte de ese mundo que pasa... Nada hay
estable en el Universo, pero todo evoluciona hacia una complejidad y un
perfeccionamiento mayor. Y eso a través de de catástrofes y cataclismos de una
amplitud y una potencia inimaginables; a través de continuas destrucciones, transformaciones
y cambios. Es necesario que mundos, épocas, eras y partes de la historia se
terminen y mueran para que lo nuevo, lo
novedoso, puedan aparecer. Es la lógica inscrita en la naturaleza de todo lo
que existe, y que es expresión y revelación de la efervescencia de vida que
existe en el mismo Dios. «Ni un cabello de vuestra cabeza se perderá", lo
que quiere decir que todo nuestro ser, cuerpo y alma, está en manos de Dios.
Incluso a través de la muerte, que es en definitivo lo peor que nos puede
pasar, estamos seguros permanecer vivos en la vida de Dios. Y sean cuales sean
las persecuciones y desgracias que suframos a lo largo de nuestra vida, siempre
es Dios quien dirige el baile y encontrará siempre el medio de cumplir sus
planes y llevar a buen fin los destinos de un mundo que ha surgido de su poder
y de su amor.
Nuestra actitud, en cuanto discípulos de Jesús y
herederos de su mensaje, debe ser el de la confianza, una confianza que nadie
puede quebrantar: ni catástrofes, ni persecuciones. En las perturbaciones del
mundo y las pruebas de la vida, sólo una confianza tenaz nos evitará
extraviarnos en el miedo y la desesperación. San Pablo lo dirá a su manera:
"Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las dominaciones, ni el
presente, ni el futuro, ni los poderes, ni las fuerzas de alturas ni de
profundidades, ni ninguna otra criatura, nada nos podrá separar del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rom 8,38s).
Bruno Mori
(traducción: Ernesto
Baquer)
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