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Este cuento
de Jesús habla de la invitación al banquete que un rey preparó para las bodas de su hijo. Un banquete de bodas, y
especialmente un banquete de bodas real era en la antigüedad lo más fastuoso y
extraordinario a lo que alguien podía asistir. Rechazar la invitación a un
banquete de bodas real era lo más insensato que uno podía hacer. El evangelista
quiere justamente resaltar lo que se produce cuando los primeros invitados que
representan aquí al pueblo judío con sus responsables civiles y religiosos,
declinan la invitación real. Vislumbramos en el trasfondo del relato del
evangelista, una nota de ironía y burla por la estupidez de esa gente que, por
su ceguera, se han excluido de semejante gracia y abundancia. En lugar de
entrar en la sala de la boda y aprovechar la extraordinaria novedad del
acontecimiento, han preferido la rutina banal de sus negocios mezquinos y sus
necesidades insignificantes. Y puesto que han rechazado la oferta de Dios, en
adelante la invitación se hará a otros invitados. Pero esta vez no será una
invitación selectiva, dirigida a un pequeño número de elegidos o de amigos
seleccionados cuidadosamente, sino una invitación abierta a todos sin
distinción de clase, partido o pertenencia, porque ese gran señor quiere que se
llene, a cualquier precio, la sala del banquete. Es que una boda no se celebra
en una sala vacía. En adelante Dios es el Dios de todos. Es el fin de
particularismos, castas, clases, divisiones, diferencias.
Esta
parábola manifiesta también una subversión y un cambio de actitudes y valores,
porque trata de decirnos que, no sólo Dios acoge ahora a todo el mundo en su
sala de bodas, sino que parece tener una debilidad por los que incumplen la
normativa, los marginales, los fuera de la ley, los delincuentes (cfr. Lc.
14,21-23: "vete rápido a las plazas y calles de la ciudad, y trae a todos
los pobres, los tullidos, los ciegos y los cojos"). Es un golpazo a toda
institución, organización, movimiento, religión de "puros" basada en
el elitismo, segura de su propia superioridad, convencida de su verdad:
¡nosotros el pueblo elegido, nosotros los blancos, los occidentales, los
americanos, nosotros la iglesia católica que posee "el esplendor de la
verdad" y fuera de la cual no hay salvación, para nadie…! ¡yo, el
cristiano ejemplar que va a misa todos los domingos, yo, irreprochable, yo la
persona honrada y lista, siempre fiel a sus compromisos, que no le hace mal a
nadie…!
Hay otro
punto sobre el que esta parábola quiere atraer nuestra atención: el respeto a
las prioridades en nuestra vida. Veamos, los primeros invitados escurren el bulto
a la invitación del rey bajo pretexto de toda serie de excusas. Aparentemente
todos tienen algo más importante y urgente que hacer, que participar en el
banquete real que es el símbolo de la plenitud, la buena salud, la felicidad y
el auténtico éxito del hombre. El problema y la falla de esta gente es dejar de
lado lo importante por lo urgente; lo necesario por lo inútil y contingente; lo
durable por lo efímero, el futuro por lo inmediato. Mi bienestar material lo
quiero enseguida. Quiero ahora, hacerme rico, lucrarme, aumentar el capital de
mi empresa, atiborrarme de dinero, ser millonario y poderoso… tanto peor si
para eso los demás tienen que sufrir. Tanto peor si para eso tengo que saquear
el planeta, arrasar la selva, aplanar las montañas, polucionar el aire que
respiro, infectar los suelos que me alimentan, contaminar ríos y lagos,
transformar los océanos en basureros, destruir el equilibrio de los
ecosistemas. Tanto peor si me convierto en el peor azote que haya conocido la
tierra, un cáncer que mina insidiosa pero inexorablemente la salud del planeta
y con ella la vida y la supervivencia de las especies vivas, incluida la
humanidad. Yo debería ser el guardián y custodio de la vida sobre la tierra, el
representante legal que debería defender los derechos de todos los seres vivos
del Planeta, sin pretender superioridad alguna, sin voluntad de explotación…. y
me he transformado en su verdugo y torturador. Es un problema que nos concierte
a todos, en el plano humano como en el espiritual y religioso. Dejamos de lado
lo esencial por lo secundario, lo importante por lo urgente, la salud de todos
por nuestro pequeño éxito personal. Huimos de nuestras responsabilidades,
esclavos de la compensación inmediata.
Y en el
plano espiritual ¡¡¡cuántas invitaciones perdidas!!! Dedicamos casi todo
nuestro tiempo a cuidar y satisfacer las necesidades y los deseos de nuestro
cuerpo, pero ¿qué hay de las necesidades y deseos de nuestro espíritu? ¿Es que
nuestra alma no tiene aspiraciones y necesidades? ¿A veces no tenemos la
impresión de que hemos matado nuestra alma, que vivimos sin alma, que actuamos
sin alma? Impulsados, como lo somos, a vivir al ritmo endiablado y
deshumanizante de las necesidades inmediatas, del rendimiento, de la eficacia
material, de la seducción física, de la apariencia exterior…, perdemos nuestra
alma y privamos nuestra existencia de la vitalidad que le da esa sabia interior
que le proporciona gusto, calidad, impulso, altura a nuestra existencia. Nos
convertimos en flores sin colores, alimentos sin sabor, músicos sin
inspiración. Pero ¿no es la calidad de nuestra alma lo que le da calidad a
nuestra vida? ¿Qué le sirve al hombre
ganar el mundo entero si pierde su alma?, decía Jesús.
Todos hemos
percibido, en algún momento, los suspiros de nuestra alma… Llamamientos que
surgen de la profundidad de nuestro ser, gritos del corazón, que nos impulsan a
plantearnos cuestiones sobre el sentido de nuestra vida y sobre la finalidad de
nuestra presencia en el mundo. Las invitaciones del alma, los llamamientos interiores
son importantes. Es el alma en nosotros que quiere reencontrar su libertad, su
espacio, su naturaleza, unirse a la fuente divina a cuya imagen y semejanza ha
sido creada. Pero, muy frecuentemente no le hacemos caso. No tenemos tiempo
para escuchar sus llamadas, gritos, invitaciones. Tenemos cosas más urgentes
que hacer. Lectura, reflexión, meditación, oración, silencio, escucha, gestos
de fe, apertura a Dios, grupos de creyentes, práctica religiosa, eucaristía
dominical… para eso no tenemos tiempo: yo tengo el trabajo, los hijos, el
perro, una vida social, amigos en línea, programas en la tele; tengo que
recuperar horas de sueño, césped que cortar, comida que preparar… estoy ¡tan
ocupado!... y mi alma se muere, ¡pero eso no es grave! ¡Mis tonterías son mucho
más importantes! Una vez más huimos de lo esencial para caer en lo
insignificante.
¿Encontraremos
un día el tiempo de entrar en la sala de bodas, en ese lugar donde se celebra
el amor, para que nuestro espíritu pueda finalmente reencontrar el objeto de
sus aspiraciones y el espacio que necesita para expandirse y así darle alas a
nuestra existencia?
Bruno Mori - Traducción: Ernesto Baquer
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