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Es un hecho:
en nuestra sociedad capitalista, el dinero lo es todo. Es el único metro con
que se mide el calibre y la importancia de una persona. Si tú tienes dinero,
eres alguien, si no tienes dinero, no eres nadie. El dinero es el fin último de
toda actividad, el valor absoluto por el que estamos prontos a sacrificar todos
los demás valores que pasan a ser secundarios y sin verdadera importancia: la
justicia, la equidad, el bien común, la consideración de los demás, el respeto
a la naturaleza, los ecosistemas, los recursos naturales del planeta. Hoy no
hay nada que escape a la lógica salvaje de las leyes del mercado, gestionado
por un sistema capitalista concebido para satisfacer la avidez y la codicia
humana, para enriquecer algunos súper poderosos y dejar en la miseria al resto
del género humano. En este sistema capitalista, todo se convierte en monetario,
negociable, explotable. Y así los seres de nuestro mundo pierden su identidad,
su naturaleza, sus características, su belleza, su poesía, su alma. No son más
que mercadería u objeto, artículo, producto, cuyo único valor es el monetario,
o mejor un objeto de investigación con el fin de producir todavía más dinero.
El buey, la ternera, el cerdo, el cordero, el pollo son sólo alimentos que
consumir: son costillas, filetes, asado, bistec, jamón, pata, pecho… los
bosques son madera en construcción; el mar y los fondos marinos, peces que
extraer, o yacimientos de gas y de petróleo que explotar… Aquí se acaban el
sentimiento, la sensibilidad, la comprensión simbólica o cierta visión idílica
y poética de la realidad que humanizan la mirada y posibilitan mirar las cosas
de otra forma y descubrir en ellas la presencia de un espíritu. Un grano de
arena, una flor, una gota de rocío mañanero, una mariposa, una libélula, no son
simplemente "cosas". Son milagros maravillosos que deberían colmarnos
de conmoción y de asombro.
Esta
mentalidad capitalista basada únicamente en el dinero y el lucro, nos
deshumaniza y embrutece al punto de vaciar nuestra alma. Porque nos hace perder
el sentido de lo sobrenatural, lo mágico, lo sagrado, de lo maravilloso que está
en el origen del asombro, el encanto, el respeto que los hombres primitivos
sentían y sienten ante la naturaleza y por quien todos los seres (animales,
árboles, plantas, ríos, fuentes, arroyos, rocas, montañas…) son portadores de
un misterio; se caracterizan por una entidad única; poseen un alma, están
animados por un espíritu que debemos reconocer, invocar, hacer nuestro, al ser
expresión de un Poder que nos sobrepasa y manifestación de un Gran Espíritu que
en definitiva anima y da vida a todo lo que existe.
Nosotros nos
hemos convertido en racionales, cartesianos; hijos del progreso científico, de
la técnica; vivimos en la era de la física cuántica, la biotecnología, la
nanotecnología, la informática, los descubrimientos astronómicos, los vuelos
espaciales. Nos envanecemos de haber abandonado definitivamente la visión
animista o sagrada del mundo, que calificamos de mítica y arcaica. Nos
envanecemos también de no necesitar, como en el pasado, recurrir a la hipótesis
de la existencia de Dios para explicar el mundo y sus fenómenos. Contrariamente
a los antiguos, ya no vemos a Dios actuar en la naturaleza y, para nosotros, su
espíritu no está en ningún lugar. Sin embargo (¡ésto es lo paradojal!),
nosotros modernos, inteligentes, sabios, cultivados, iluminados, que rechazamos
ver a Dios en todas partes, como hacían nuestros antepasados… nosotros nos
hemos fabricado nuestro propio Dios, el Dios dinero, que vemos en todas partes,
ante el que estamos en constante adoración y por el que estamos dispuestos a
sacrificar, destruir, saquear, hundir, polucionar todo, en una loca histeria de
acumular dinero que, si no detenemos, nos conducirá a la humanidad a
desaparecer. Robert Muller, ese gran hombre que fue largo tiempo secretario
general adjunto de las Naciones Unidas, tenía razón al decir: "Debemos
temer que el capitalismo acabe con nuestro mundo" (Idea 1125, 9 Agosto
1997).
El evangelio
de hoy nos invita, a nosotros, los cristianos, a relativizar el dinero, a
reflexionar sobre los peligros que comporta; a convertirlo en un medio y no un
fin. Nos invita también a recuperar la visión sagrada, simbólica, poética y
espiritual del mundo que la humanidad tenía en sus comienzos y a tratar la
naturaleza (animada e inanimada) con amor, respeto, compasión, comprendiendo
que debemos serle solidarios, amigos, porque la necesitamos, es parte de
nosotros mismos y nosotros somos parte de ella, en una conexión tan profunda y
esencial que no podemos romperla sin correr inevitablemente a nuestra
perdición.
El texto
evangélico de hoy nos dice que lo "divino" no es el dinero ni el
lucro indiscriminados, que ellos son realmente diabólicos, porque dividen la
humanidad en ricos y pobres, y son fuente de desigualdad, injusticia,
violencia, explotación, corrupción, polución, destrucción y sufrimiento. Al
contrario, el evangelio nos dice que lo divino es el corazón del hombre cuando
es curado y transformado por el amor que ilumina su mirada y lo hace apto para
percibir la belleza y el milagro de este mundo que despliega por doquier los
signos y los rasgos del Espíritu de Dios.
Dios hizo un solo error cuando creó la Tierra: fue
crear al hombre. Por supuesto él tenía una excusa, era el último día de un
trabajo duro para crear un paraíso milagroso, una increíblemente hermosa Tierra
y estaba cansado.
No puedo entender por qué el amor no está inundando
nuestra Tierra. ¿Por qué lo inundan los negocios, el dinero, la "libertad
de empresa", las mercancías y los "bienes" cada vez más
numerosos que circulan por todo el mundo y las interminables actividades y
agitaciones? ¿Qué tal el amor por nuestra hermosa Tierra y su naturaleza, el
amor por la paz y la tranquilidad, el amor a nuestros vecinos y nuestro medio
ambiente, el amor por la profundidad y el sentido genial de nuestra vida humana
individual, milagrosa? (Robert Muller, Idea 4930).
Bruno Mori
(traducción de Ernesto Baquer )
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