jeudi 1 décembre 2016

EL DINERO QUE NOS PERDERÁ - Lc. 12,13-21


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Es un hecho: en nuestra sociedad capitalista, el dinero lo es todo. Es el único metro con que se mide el calibre y la importancia de una persona. Si tú tienes dinero, eres alguien, si no tienes dinero, no eres nadie. El dinero es el fin último de toda actividad, el valor absoluto por el que estamos prontos a sacrificar todos los demás valores que pasan a ser secundarios y sin verdadera importancia: la justicia, la equidad, el bien común, la consideración de los demás, el respeto a la naturaleza, los ecosistemas, los recursos naturales del planeta. Hoy no hay nada que escape a la lógica salvaje de las leyes del mercado, gestionado por un sistema capitalista concebido para satisfacer la avidez y la codicia humana, para enriquecer algunos súper poderosos y dejar en la miseria al resto del género humano. En este sistema capitalista, todo se convierte en monetario, negociable, explotable. Y así los seres de nuestro mundo pierden su identidad, su naturaleza, sus características, su belleza, su poesía, su alma. No son más que mercadería u objeto, artículo, producto, cuyo único valor es el monetario, o mejor un objeto de investigación con el fin de producir todavía más dinero. El buey, la ternera, el cerdo, el cordero, el pollo son sólo alimentos que consumir: son costillas, filetes, asado, bistec, jamón, pata, pecho… los bosques son madera en construcción; el mar y los fondos marinos, peces que extraer, o yacimientos de gas y de petróleo que explotar… Aquí se acaban el sentimiento, la sensibilidad, la comprensión simbólica o cierta visión idílica y poética de la realidad que humanizan la mirada y posibilitan mirar las cosas de otra forma y descubrir en ellas la presencia de un espíritu. Un grano de arena, una flor, una gota de rocío mañanero, una mariposa, una libélula, no son simplemente "cosas". Son milagros maravillosos que deberían colmarnos de conmoción y de asombro.

Esta mentalidad capitalista basada únicamente en el dinero y el lucro, nos deshumaniza y embrutece al punto de vaciar nuestra alma. Porque nos hace perder el sentido de lo sobrenatural, lo mágico, lo sagrado, de lo maravilloso que está en el origen del asombro, el encanto, el respeto que los hombres primitivos sentían y sienten ante la naturaleza y por quien todos los seres (animales, árboles, plantas, ríos, fuentes, arroyos, rocas, montañas…) son portadores de un misterio; se caracterizan por una entidad única; poseen un alma, están animados por un espíritu que debemos reconocer, invocar, hacer nuestro, al ser expresión de un Poder que nos sobrepasa y manifestación de un Gran Espíritu que en definitiva anima y da vida a todo lo que existe.

Nosotros nos hemos convertido en racionales, cartesianos; hijos del progreso científico, de la técnica; vivimos en la era de la física cuántica, la biotecnología, la nanotecnología, la informática, los descubrimientos astronómicos, los vuelos espaciales. Nos envanecemos de haber abandonado definitivamente la visión animista o sagrada del mundo, que calificamos de mítica y arcaica. Nos envanecemos también de no necesitar, como en el pasado, recurrir a la hipótesis de la existencia de Dios para explicar el mundo y sus fenómenos. Contrariamente a los antiguos, ya no vemos a Dios actuar en la naturaleza y, para nosotros, su espíritu no está en ningún lugar. Sin embargo (¡ésto es lo paradojal!), nosotros modernos, inteligentes, sabios, cultivados, iluminados, que rechazamos ver a Dios en todas partes, como hacían nuestros antepasados… nosotros nos hemos fabricado nuestro propio Dios, el Dios dinero, que vemos en todas partes, ante el que estamos en constante adoración y por el que estamos dispuestos a sacrificar, destruir, saquear, hundir, polucionar todo, en una loca histeria de acumular dinero que, si no detenemos, nos conducirá a la humanidad a desaparecer. Robert Muller, ese gran hombre que fue largo tiempo secretario general adjunto de las Naciones Unidas, tenía razón al decir: "Debemos temer que el capitalismo acabe con nuestro mundo" (Idea 1125, 9 Agosto 1997).

El evangelio de hoy nos invita, a nosotros, los cristianos, a relativizar el dinero, a reflexionar sobre los peligros que comporta; a convertirlo en un medio y no un fin. Nos invita también a recuperar la visión sagrada, simbólica, poética y espiritual del mundo que la humanidad tenía en sus comienzos y a tratar la naturaleza (animada e inanimada) con amor, respeto, compasión, comprendiendo que debemos serle solidarios, amigos, porque la necesitamos, es parte de nosotros mismos y nosotros somos parte de ella, en una conexión tan profunda y esencial que no podemos romperla sin correr inevitablemente a nuestra perdición.

El texto evangélico de hoy nos dice que lo "divino" no es el dinero ni el lucro indiscriminados, que ellos son realmente diabólicos, porque dividen la humanidad en ricos y pobres, y son fuente de desigualdad, injusticia, violencia, explotación, corrupción, polución, destrucción y sufrimiento. Al contrario, el evangelio nos dice que lo divino es el corazón del hombre cuando es curado y transformado por el amor que ilumina su mirada y lo hace apto para percibir la belleza y el milagro de este mundo que despliega por doquier los signos y los rasgos del Espíritu de Dios.

Dios hizo un solo error cuando creó la Tierra: fue crear al hombre. Por supuesto él tenía una excusa, era el último día de un trabajo duro para crear un paraíso milagroso, una increíblemente hermosa Tierra y estaba cansado.
No puedo entender por qué el amor no está inundando nuestra Tierra. ¿Por qué lo inundan los negocios, el dinero, la "libertad de empresa", las mercancías y los "bienes" cada vez más numerosos que circulan por todo el mundo y las interminables actividades y agitaciones? ¿Qué tal el amor por nuestra hermosa Tierra y su naturaleza, el amor por la paz y la tranquilidad, el amor a nuestros vecinos y nuestro medio ambiente, el amor por la profundidad y el sentido genial de nuestra vida humana individual, milagrosa? (Robert Muller, Idea 4930).

Bruno Mori

(traducción de Ernesto Baquer )

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