.... Y echar las redes
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Veamos lo que
este viejo texto del evangelio de Lucas busca decirnos, a nosotros hombres y mujeres
de hoy. El relato nos transporta a un pueblito de Galilea. La vida corre
tranquila, rutinaria, monótona. Cada quien tiene pequeñas actividades, pequeño
oficio, pequeñas ocupaciones; cada uno construye su vida como le conviene:
según sus capacidades, sus medios… y contando todo, cada quien encuentra su
jornal, su razón de vivir y su pequeña felicidad. Una vida tranquila, sin
sobresaltos, sin demasiados problemas, tampoco sin muchas pretensiones… de
gente que aprendieron a contentarse con lo que son; a no crearse necesidades
inútiles; a no tener grandes aspiraciones, porque saben que la vida suele ser
cruel y muy a menudo se encarga de desencantarnos y recortarnos las alas si
tenemos grandes expectativas.
Son gente que
viven al día… la pesca a la noche… casi siempre escasa, porque el lago es muy
explotado, y las monedas que les da la venta del pescado alcanzan sólo para
mantener a la familia… durante el día descansar, conversar con los compañeros,
reparar las redes. Nada más esperan de la vida. Y ¿qué más puede ofrecer la
vida a esa gente sin cultura, sin recursos, sin medios, sin influencia, sin
poder? Se saben destinados a vivir en pobreza, mediocridad y anonimato el resto
de su existencia. Son gente, en cierta forma, satisfecha y a la vez desilusionada
y resignada. Precisamente por ello, son también gente sin futuro, sin porvenir,
sin aspiraciones: anclados en la orilla del lago, inexorablemente atados a sus
barcas, prisioneros de sus costumbres, rutinas, prejuicios; gente que no tendrá
jamás la audacia o el pensamiento de soltar amarras, de partir a la aventura
para descubrir nuevos horizontes, vivir nuevas experiencias, enriquecer de
otras formas su miserable vida.
¡Cuánto nos
parecemos a esos pescadores temerosos y resignados sentados al borde del lago
de Genesaret! ¡Esos pescadores somos nosotros! ¡Incapaces de desarraigarnos!
Pegados a nuestra orilla. Atados a nuestros modos de vida, nuestras vidas
instaladas, nuestra buena y vieja religión, nuestras creencias confortables,
nuestra fe tan tranquilizante, nuestras pequeñas ilusiones. Incapaces de
apertura, de ductilidad, de tolerancia. Aterrorizados por cualquier cambio.
Satisfechos de lo que somos y lo que hacemos, de lo que tenemos y lo que
creemos. Encerrados en nuestras pequeñas rutinas, costumbres, egoísmos; bien
acurrucados al calor de nuestro nidito tan confortable y tan cómodo… Hace
tiempo que renunciamos a la aventura, al deseo de ver otros mundos, descubrir
otras orillas, conocer otro Dios y vivir quizás un modo de vida diferente.
El texto del
Evangelio acaba de decirnos que, en la vida, debemos estar siempre prestos a
partir en otra dirección y embarcarnos en un nuevo bajel, si eso sirve para que
crezcamos en humanidad y en dar más calidad, plenitud y realización a nuestra
existencia. Por eso presenta a Jesús llegando de repente a interpelar a la
gente sentada alrededor de sus redes. Los invita a escuchar una palabra nueva,
a ver el mundo de otro modo, a mirar más lejos, a ponerse de pie, a dejar la
orilla, a ir mar adentro: “Rema mar adentro” le dice a Simón. Le invita a
adentrarse en el mar (símbolo de los desconocido, de las profundidades
amenazantes y peligrosas, a vencer y salir de sus miedos, a dejar sus
seguridades, su país, sus casas, el estrecho círculo de su clan, de sus amigos,
y a mirar más lejos, más allá de los estrechos límites en los que se juega todo
el sentido de su vida. El mundo es más amplio que su pueblito y la humanidad no
se limita a las personas que los rodean, ni la verdad se reduce a algunas
creencias o convicciones sobrevaloradas sobre las que han construido el sentido
de su vida.
A través de la
actitud de Jesús, el Evangelio quiere conducirnos a salir de nuestros miedos,
desconfianzas, gestos egoístas, y a abrirnos a la novedad del mensaje de Jesús,
a acoger el nuevo rostro de Dios que él nos revela, a confiar en los otros, a
hacernos sensibles a las necesidades de los demás y a las esperanzas de toda la
humanidad. Cuidado si nos replegamos sobre nosotros mismos, si reducimos
nuestra vida a la mera búsqueda de nuestro confort e interés personal; si nos
recluimos en nuestro agujero, si sólo construimos muros alrededor de nosotros
para defendernos de los demás, por suponer que podrían ser potenciales enemigos
y agresores.
Por eso, en el
Evangelio, Jesús urge a los suyos no sólo a remar mar adentro, sino también a
echar las redes confiando en la palabra de Jesús que nos impulsa a hacerlo.
Echar las redes fiados en la palabra del Señor significa: crear relaciones. El discípulo de Jesús es esencialmente un ser de
relaciones, es decir una persona que obra para levantar redes de solidaridad
humana, para establecer contactos, acercamientos, para derribar las barreras de
los prejuicios, la desconfianza y las diferencias; para realizar amistad,
fraternidad, comunión, para sembrar amor. En medio de las olas amenazadoras del
mar que, en la Biblia, representan los peligros de un mundo egoísta, malvado,
cruel y violento, los discípulos de Jesús somos llamados a echar las redes que
permitan a otros, perdidos y tristes en la soledad fatal del mar, aferrarse a
la barca de donde viene su salvación.
El Evangelio
quiere finalmente asegurarnos que, los que en su vida son capaces de llegar a
ser, por la gracia de Dios, seres de relaciones, seres abiertos y acogedores,
constructores de puentes, echadores de redes, creadores de mallas, discípulos
animados e inspirados por el amor y la confianza y no por el miedo, la
desconfianza y el prejuicio… en fin, esos, afirma el Evangelio, realizarán
plenamente su vida, porque tendrán la alegría de ver siempre su barca llena de
peces. Lo que quiere decir que su existencia será colmada, realizada, llena de
sentido; serán personas amadas, apreciadas, buscadas; estarán siempre rodeadas
de multitud de amigos y gratificados por la amistad, la adhesión y el reconocimiento
de los y las que quizá han podido ser salvados, gracias a ellos, de la soledad,
la pobreza, el sufrimiento, la angustia y la desesperanza.
En una
palabra, el Evangelio de hoy quiere hacernos comprender que la salvación y la
felicidad del hombre consisten en su capacidad de salir de sí mismo, de acoger
al otro, y en la cantidad y la cualidad del amor que es capaz de compartir a su
alrededor.
¡Que el Señor
nos conceda ser personas así!
Bruno Mori
(traducción de Ernesto Baquer)
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