Primero dom. Adviento, C
Este pasaje del evangelio de Lucas no es
ciertamente de los que nos aseguran frente al porvenir. La Biblia utiliza este
género literario llamado "apocalíptico" (del verbo griego «apocaluptô»
que significa «levantar el velo», y que no se debe tomar literalmente) para
describir tiempos de amargura, como guerras, ocupación extranjera, persecución.
Evocan a los perseguidores bajo los rasgos de monstruos terroríficos, con un
escenario catastrófico que los acompañan. Precisamente porque están escritos en
tiempos de angustia, estos escritos buscan reconfortar a los creyentes y
transmitirles razones para mantenerse y conservar el valor y la esperanza. En
efecto, "levantan el velo", "revelan" el rostro escondido
de la historia. Anuncian el plan de Dios que se encuentra siempre en la trama
escondida de todo lo que sucede, la victoria final del bien contra el mal, y
nos dicen que "Dios tendrá la última palabra". Así invitan a los
creyentes a adoptar una actitud, no de espera pasiva, sino de participación
activa y vigilante. El día a día debemos vivirlo a la luz de la esperanza.
Fundamentalmente, este es el mensaje que estos
textos nos quieren transmitir. El mundo va de cambio en cambio, de conmoción en
conmoción, en un proceso de transformación y evolución continuas que dura ya
miles de miles de años; proceso donde la muerte es necesaria para la vida, y
donde la vida inevitablemente corre hacia la muerte; donde el fin de una era,
una época, un mundo, no es más que el preludio que anuncia el surgimiento de
nuevas convergencias, nuevas relaciones, de una nueva armonía cósmica, fundada
en formas de vida más adaptadas, variadas, complejas, perfeccionadas,
espiritualizadas. Finalmente, todas estas conmociones parecen tener una
dirección; parecen anunciar la aparición de un perfeccionamiento último de la
creación que, según los textos sagrados, se realizará con la venida de un
"hijo del hombre": "Entonces se verá al hijo del hombre venir..."
Los cristianos que han leído estos textos
identificaron este "hijo del hombre" con Jesús de Nazaret. ¿Por qué?
Porque, a sus ojos, en Jesús se realizó el ideal del hombre perfecto. Jesús era
para ellos la encarnación del hombre en su integridad; del hombre tal como
debería ser si no hubiera sido corrompido por el mal; del hombre tal como es
querido por Dios; del hombre restablecido en su estado de inocencia y
autenticidad original; del hombre libre y liberado de los condicionamientos que
lo extravían a veces lejos de su verdadera naturaleza. Jesús se mostró a los
que lo conocieron y creyeron en él como una maravilla de humanidad; como la
realización perfecta del prototipo humano. Para saber lo que es un ser humano
de verdad, sano, certificado, tal como fue querido y pensado por Dios, hay que
mirar a Jesús; hay que referirse a la humanidad del Hombre de Nazaret. Para los
cristianos del evangelio de Juan, fue el procurador romano Poncio Pilato quien,
sin saberlo, discernió mejor la verdadera naturaleza de Jesús, cuando lo presentó
a la muchedumbre, diciendo: "Este es el hombre"!
A causa de su perfecta y asombrosa humanidad, de
su fantástica dimensión humana, de su cautivante cualidad de hombre, Jesús fue
considerado por sus discípulos como la persona humana que mejor respondía a la
idea que Dios se hace del hombre; como la mejor realización de su Espíritu,
como una maravilla divina, un regalo del
cielo, una gracia de lo alto para nuestro pobre mundo y, finalmente, un hombre
en quien la proximidad, la comunión, la intimidad y la semejanza con Dios
fueron tan impactantes que sus discípulos, desde el comienzo, no dudaron ver en
él un ser predilecto de Dios y el "hijo de Dios" por excelencia.
Finalmente, podemos decir que porque Jesús es un perfecto hijo del hombre, es también
un perfecto "hijo de Dios". Y es hijo de Dios porque es
verdaderamente un hijo del hombre.
Eso significa que es la cualidad de nuestra
humanidad lo que determina la cualidad de nuestra filiación divina y que, a su
vez, para ser verdaderamente humanos, debemos vivir una relación filial con
Dios. Eso significa que el verdadero hombre debe ante todo nacer como hijo de
Dios para llegar a ser hijo del hombre, y que solamente a través de esta
filiación divina construimos nuestra verdadera humanidad y nos realizamos en
cuanto seres humanos. Jesús nos enseña que para vivir como seres humanos,
debemos consentir llegar a ser hijos de Dios, es decir nacer a la confianza en
esa Fuente de Amor que se presenta como un Padre y que nos marca con la impronta de su
Espíritu.
Esa es la gran revelación, el gran
"apocalipsis" de la enseñanza de Jesús que encontramos en los
evangelios: se nos ha dado a los hombres alcanzar un humanismo verdadero,
realizarnos plenamente en cuanto personas "humanas" en una relación
"filial" con Dios, hecha de confianza y amor. Jesús nos enseña que al
convertirnos en hijos de Dios, llegamos a ser verdaderos hijos del hombre.
Entonces comprendemos la verdad de las últimas
líneas de los evengelios de este día que nos dicen: "Estén despiertos y
recen", es decir: entren en relación con Dios en la confianza y el amor y
así será juzgados dignos de aparecer ante todo el mundo como "hijos del
hombre" que saben mantenerse de pie.
Bruno Mori
(traducción: Ernesto Baquer)
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