jeudi 1 décembre 2016

LA MUJER QUE HA AMADO MUCHO - Lc. 7, 36-50

   11o Dom 11 Dom  to C. 

Quiero mucho el texto del evangelio de hoy. Y lo quiero por diferentes razones. Primero porque nos muestra un Jesús rodeado de mujeres y a gusto con ellas. Las quiere cerca de él en sus viajes; las quiere a su alrededor a lo largo de su misión. Las mujeres que lo siguen son admiradoras, amigas, colaboradoras, son su apoyo. Le siguen o más bien rodean a Jesús de amor, ternura, devoción, abnegación, reconocimiento. Incluso el Evangelio nos ha dejado los nombres de algunas de estas mujeres del entorno de Jesús: María de Magdala, Juana, Susana y muchas otras que lo asistían con sus bienes. Verdaderamente fantástico y al mismo tiempo revolucionario ver como Jesús no se deja influenciar por las actitudes, tabús y prejuicios de la sociedad y de la cultura de su tiempo. Sociedad y cultura que no daban ninguna importancia a las mujeres: ellas no podían aparecer en público, no tenían derechos sino sólo deberes; incluso no eran consideradas personas, sino objetos, animales de trabajo, propiedad de sus maridos, un poco como sucede hoy todavía en algunos países de cultura y religión musulmana.
En ese sentido, Jesús es un revolucionario, un salvador, un profeta de ideas nuevas y liberadoras que se sitúa a años luz de las ideas del mundo en que vivía. Jesús de Nazaret es quien comenzó, por así decirlo, el movimiento de liberación y emancipación de las mujeres. Fue el primero en proclamar que hombres y mujeres son iguales ante Dios y para Dios. El primero en afirmar que ante Dios las diferencias de sexo no tienen ninguna importancia, porque tanto la mujer como el hombre son enteramente hijos de Dios, con la misma dignidad, el mismo valor, la misma importancia y la misma grandeza. El primero que trató a las mujeres con respeto, deferencia, cortesía, atención, deteniéndose para hablar con ellas, cuando las encontraba en su caminar; mostrándose lleno de comprensión, simpatía, compasión, ternura y amor, sobre todo cuando las veía abandonadas, perseguidas, acusadas, vencidas, enfermas, sufrientes, sin temer romper con los tabús y los prejuicios de su época.
Nunca Jesús permaneció indiferente al sufrimiento y las lágrimas de una mujer. El dolor de las mujeres impactaba directamente en su corazón al punto de hacerlo llorar. Las mujeres fueron durante tanto tiempo humilladas, oprimidas, aplastadas, explotadas, que podríamos decir que Jesús quería acabar de una vez, con todos sus sufrimientos, enseñando a sus discípulos a apreciar y descubrir las maravillosas riquezas que estas criaturas llevan en su corazón.
Si Jesús es nuestro Salvador y nuestro liberador, lo es de forma especialísima para las mujeres. Y si ustedes se preguntan por qué, en nuestro mundo occidental, la situación de las mujeres es tan diferente a la que existe en muchos países del Medio Oriente o de Asia... si se preguntan por qué, aquí en Occidente, las mujeres viven en la libertad, el respeto y el reconocimiento de sus derechos, sus capacidades, su dignidad y su igualdad con los hombres... si ustedes se preguntan por qué, aquí, no hay oficialmente discriminación fundada en la diferencia de sexos... la respuesta parece ser simple: porque Occidente, al adoptar la cultura cristiana, ha traspasado a su forma de pensar y actuar, las enseñanzas de Jesús de Nazaret sobre las mujeres. Y esta enseñanza, después de dos mil años, ha conseguido infiltrar, influenciar la legislación de todos los gobiernos occidentales.
Quiero mucho este episodio del Evangelio porque veo a Jesús mimado, arreglado, acicalado por la tierna y amorosa atención de esa mujer de mala reputación. Pero a Jesús le da igual lo que esta mujer sea o haya podido ser en el pasado. Le da igual lo que los demás puedan pensar de ella. Lo que Jesús mira, lo que le importa ahora, es la inmensa capacidad de amor que posee esta mujer. Jesús no mira sus errores, irregularidades, su vida quizá poco "ejemplar". En esta mujer sólo ve el impulso impetuoso de un amor que lo envuelve totalmente; sólo ve la ternura desbordante de que esa criatura parece ser capaz. Y es lo que lo golpea y le fascina. ¡Qué diferencia de actitud y de comportamiento entre esta mujer y el fariseo! ¡Es fácil ver hacia quien se inclinan las preferencias de Jesús!
Quien ha invitado a Jesús es un fariseo. Un hombre justo, recto, irreprochable. Un hombre de principios, que observa meticulosamente todas las prescripciones de la ley. Tiene sentido del deber. Está convencido que no hay que jugar con la existencia. La vida es algo serio y no se puede permitir gastar su tiempo en retozar, juguetear, adoptar comportamientos superficiales o inútiles como jugar, divertirse, bromear, reir, flirtear, hacer el amor. En efecto, todo lo que le recuerda, de cerca o de lejos, el placer, el amor o el sexo, lo indispone y lo congela en una actitud de rechazo y de reprobación. Personalmente jamás se permite un gesto de afecto, una palabra dulce, una sonrisa de complicidad, porque piensa que la ternura, la dulzura y el amor son síntomas de debilidad en un hombre como él. A fin de cuentas, este fariseo es un hombre tacaño, amargo, obsesivo, cerrado, egoísta, una persona que no conoce lo que es la alegría de vivir.
Jesús parece decirle: "Simón, ¡qué triste es tu vida! Crees ser un hombre valioso, íntegro, irreprochable, pero das pena cuando comparo tu vida con la de esta mujer. ¿Sabes por qué? ¡Porque no sabes amar y ella tiene amor de sobra! ¿Ves esta mujer? He entrada en tu casa y tú no me has dado ni un poco de agua para lavarme los pies, pero ella ha lavado mis pies con sus lágrimas, y secado con sus cabellos. Tú no me has dado el abrazo de bienvenida y ella, desde que entré no ha cesado de abrazar mis pies. Tú no has perfumado mi cabeza, y ella ha perfumado hasta mis pies.
Jesús intenta así abrir una brecha en el muro que el fariseo Simón ha levantado entre él y los otros, con su obsesión de proteger y reforzar su respetabilidad. Jesús intenta llegar al corazón de ese desgraciado y quizá hacerle descubrir que en la vida de una persona hay también sentimientos, impulsos, pasiones, razones del corazón y no sólo la necesidad del deber, las obligaciones de la ley y los preceptos de la religión.
Jesús quiere hacer entender al fariseo y a todos los que se le parecen, que ante Dios y para Dios, valen más las personas que, en su vida, se dejan guiar por los impulsos del corazón, que las que obedecen sólo los preceptos fríos de su razón (frecuentemente angustiados y obsesionados por los imperativos del deber, la probidad y la moralidad). Jesús intenta hacernos comprender que es finalmente el amor el que da valor a la vida de una persona y el que la hacer agradable a los ojos de Dios y de los hombres.
Jesús busca hacer entender a su amigo Simón y a todos nosotros, que, en la vida, vale más equivocarse por haber amado mucho, que equivocarse por no haber amado bastante. Jesús quiere hacernos entender que, en la vida de una persona, vale más un amor culpable, ilícito, prohibido, que una vida sin ningún amor.
Jesús quiere hacernos comprender que el mundo jamás será malo porque haya demasiado amor, o porque haya demasiada gente que se ama de forma poco correcta, poco ortodoxa y poco católica… pero que irá mal, muy mal, si no hay suficiente amor.
Porque, lo que hace un mundo mejor, lo que hace la vida más agradable, lo que hace a la gente más feliz, no es tanto la observancia material de la ley; no es la fidelidad al deber cumplido o al respeto escrupuloso de la moral y la religión, sino el amor que los seres humanos logren darse unos a otros. Aunque sea un amor imperfecto. Porque el amor, aunque imperfecto, irregular, ilícito, nunca producirá odio, ni nunca habrá la guerra. Mientras que el odio y la guerra puede muy bien ser resultado de la observancia escrupulosa de la ley, del deber y de la religión. Aquí Jesús tiene una frase que debería hacernos reflexionar. Atrayendo la atención sobre la mujer a sus pies, dice a Simón: "A esta mujer Dios le perdona sus muchos pecados, porque en su vida ha amado mucho".
¡Gravémonos profundamente estas palabras de Jesús y las guardemos bien presente en nuestro espíritu cuando estamos tentados de criticar, juzgar, condenar, excluir a prostitutas, homosexuales, personas divorciadas, a los y las que viven juntos sin estar casados, a los y las que guardan relaciones secretas con gente casada, etc. etc.! Si, en las situaciones que consideramos erróneas, condenables, irregulares, poco ortodoxas y ciertamente poco católicas, hay amor, si circula el amor… si, en esas situaciones límite la gente es más feliz, más plena y vive una mejor calidad de vida… ¿quién somos nosotros para juzgar y condenar… si Jesús nos dice que él mismo Dios excusa, acepta y perdona siempre a todos los que aman? Aprendamos de Jesús la tolerancia, la magnanimidad, la comprensión, la mirada de compasión… ante las debilidades de nuestros hermanos.


Bruno Mori

(traducción de Ernesto Baquer )

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