Dios madre, Dios providencia
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El
texto del profeta Isaías que leemos hoy en la primera lectura (Is. 49, 14-15)
nos sitúa en la época de la gran deportación a Babilonia, donde la mayor parte
del pueblo de Israel pierde la confianza y la esperanza en su Dios a causa de
la enorme influencia religiosa, social y política del medio pagano en que vive.
El pueblo hebreo en el exilio se siente abandonado y olvidado por Dios. Piensa
que sus promesas de liberación nunca se realizarán. La tarea del profeta
entonces es reanimar la esperanza y alentar al pueblo, haciéndole ver que Iahvé
no lo ha abandonado, sino que continúa amándolo con la ternura de una madre por
sus hijos.
En
este pasaje de Isaías, encontramos uno de los raros textos de la Biblia donde
se compara a Dios con una madre. Importa subrayar esta particularidad. En
efecto, aunque sobre el plano teológico, la afirmación de que Dios sea Padre y
Madre a la vez, no presente ninguna dificultad y sea apaciblemente admitido en
el cristianismo de hoy, hay siempre en la Iglesia sectores o tendencias de
pensamiento que persisten en rechazar el aplicar a Dios atributos femeninos.
Hay que subrayar que el problema no se resuelve con admitir simplemente que
Dios no tiene sexo. Es algo más profundo. Incluso si teóricamente nadie
pretende que Dios sea "masculino", el hecho es que durante largo
tiempo la imagen que nos hemos hecho de él es exclusiva y netamente masculina. Lo que ha tenido como consecuencia que durante
siglos, en la sociedad civil y en la Iglesia, sólo los varones se han
considerado como verdaderamente importantes y las únicas personas aptas para
ocuparse de política y para cumplir las funciones de representación y mediación
en el mundo de lo sagrado, convirtiendo a la mujer en una realidad humana de
segunda clase , e imponiéndole una sistemática y concertada marginalización.
No
quiero hacer aquí una "crítica feminista", sino atraer la atención
sobre una bien triste y sombría realidad que tenemos que reconocer y contra la
cual, como discípulos de Jesús, debemos luchar para que se haga realidad no
sólo una sociedad más justa, sino también una iglesia sin discriminaciones,
menos sectaria, más democrática e igualitaria.
La
exhortación que Mateo pone en boca de Jesús (Mt 6, 24-34) tiene por objeto
particularmente a los pobres que siguen al Maestro, es decir gente que está
siempre en peligro, que están preocupados por el presente y el futuro;
preocupados por sus medios de subsistencia y por su vida. Jesús les invita a
ponerse en las manos de Dios, que es bueno y compasivo con todos y que provee
las necesidades de todas sus criaturas. Con el espíritu y el corazón fijos en
la generosidad de Dios, lo verdaderamente importante es buscar el Reino de Dios
y su justicia. Esa debería ser la preocupación principal del discípulo de
Jesús. Se trata de un llamamiento a ser como el mismo Dios: bueno, tierno,
amable, compasivo, solidario, preocupado por el bienestar de los más pobres y
débiles, a fin de ser en el mundo los instrumentos de la ternura y el amor de
un Dios, padre y madre de la Vida.
El
evangelio de Mateo busca pues expresar y hacer comprender esta característica
maternal del corazón de Dios llamada comúnmente "Divina Providencia".
Enuncia una dimensión del amor de Dios de gran importancia en la tradición
espiritual popular y en la vida cotidiana y ordinaria de los fieles. Ha sido
una forma de ejercicio de la fe que nos hace descubrir la mano maternal de Dios
que nos acompaña en los caminos de la vida, que cuida de nosotros para
evitarnos problemas y para responder a nuestras necesidades. Esta
"Providencia de Dios" nunca se consideró como una verdad teológica
fundamental, pero tuvo un rol muy importante en la vida espiritual del creyente
simple y piadoso a lo largo de los siglos, creando en el corazón del creyente
la actitud de abandono y de confianza, que son los cimientos de toda auténtica
vida espiritual.
Esta
fe en la providencia de Dios fue relativamente fácil en el pasado. La idea
antropomórfica y primitiva que los creyentes del pasado se hacían de Dios hacía
totalmente creíble y posible un Dios que, como una buena madre, intervenía
desde el cielo para cuidar de sus hijos.
Hoy,
los creyentes modernos no tenemos la misma concepción de Dios que nuestros
antepasados. Estamos convencidos que Dios es la vida de nuestra vida; que Dios
es la Energía de Amor que nos hace humanos, y gracias a la cual estamos
llamados a transfigurar nuestra vida y a transformar la del mundo. Pero ya no
creemos en una divinidad que, desde arriba, interviene aquí abajo, adaptando o
modificando, si es necesario, las leyes de la naturaleza para satisfacer las
oraciones, deseos o necesidades de los humanos en dificultades. Por eso, el
cristiano moderno tiene que reformular y rever radicalmente su fe en la
Providencia. Ciertamente creemos siempre que Dios es Amor, que Dios tiene un
corazón de madre. Pero, con Jesús de Nazaret, estamos convencidos que ese Amor
ha sido depositado en nuestro corazón de hombre, y que ahora, mediante nuestro
compromiso y responsabilidad de hombre y de cristiano, es como el amor de Dios
ha de realizar su obra de mejora y perfeccionamiento de la humanidad.
El
creyente moderno no cree ya en la providencia de un Dios allá arriba, sino en
la providencia del hombre aquí abajo. El lugar del Amor sobre la tierra es el
hombre. Es el hombre quien debe compartir el Amor que ha de transformarse en
Providencia para todos los habitantes de la tierra. La providencia hoy somos
nosotros. Es el sentido de responsabilidad que hemos de tener en cuanto
poseedores exclusivos del fuego del amor.
Es el coraje y la determinación que hemos de mostrar en la lucha contra
toda forma de desigualdad, explotación e injusticia. Actitudes que permitirán
construir un mundo mejor, en el que todos encontraremos el bienestar necesario
para una vida digna y libre, la que conviene a los humanos que somos y al mismo
tiempo hijos queridos de Dios.
Bruno Mori
Traducción: Ernesto Baquer
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