mercredi 28 décembre 2016

POR UNA ESPIRITUALIDAD DEL ADVIENTO

Dios viene para el que sabe esperarlo
Si pudiésemos andar atrás en el tiempo y volver a vivir en la Palestina del tiempo de Jesús nos daríamos cuenta rápidamente de algo: Lo primero que nos saltaría a los ojos es que la Palestina era un país ocupado por una potencia extranjera odiada por todos (un poco como los iraquíes detestan a los norteamericanos). Notaríamos que la gente vivía en un estado de miedo e inseguridad continuo; sometidos al capricho y la fuerza bruta del poder de Roma. Entonces entenderíamos por qué el pueblo hebreo temblaba bajo el yugo del usurpador, por qué se advertía en todos una gran aspiración por la libertad, un intenso deseo de poner término a la opresión y la esclavitud; por qué se oía hablar un poco por todas partes de liberación, de tiempos mejores, de un  nuevo modo de vivir, diverso, y se esperase la venida de un jefe, un líder, una especie de mesías que guiase y organizase la revuelta final contra el invasor, devolviendo a todos vida, esperanza y libertad. En tiempos de Jesús la gente de Palestina estaba tan cansada de sufrir la explotación y las vejaciones de los invasores que casi se podía palpar la tensión que existía en el área y la impaciencia de todos por ver llegar tiempos mejores.

Pienso que ni Jesús habría podido sustraerse a esta expectativa general. Incluso él habría estado contagiado, por así decirlo, de esa atmósfera. Pero él transformó el deseo y la espera de una liberación política y material, en un deseo y una espera de liberación religiosa y espiritual. De hecho, Jesús pensó y buscó hacer pensar a los demás que no se resuelve nada queriendo expulsar la violencia y la brutalidad con otra violencia y otra brutalidad; que es, ante todo, necesario expulsar el mal y la propensión a la violencia que existen en el corazón del hombre. Si, en los hechos, el hombre permanece, así como es, si el hombre no cambia interiormente, todas las revoluciones, todos los mejores programas de reforma política y social no sirven para nada. Podrán ser una mejora provisoria, aportar algún alivio momentáneo, pero no mejoraremos de forma estable y definitiva la condición del género humano. Los hombres no perderíamos nunca la voluntad de enfrentarnos, batirnos, oprimir. Otros seres humanos seguirán siendo oprimidos, sufriendo y muriendo hasta que no sean erradicados el mal, la maldad, la avidez, la sed de poder que anidan en la profundidad del corazón humano.

Jesús había comprendido que la causa y el origen de todo el bien y todo el mal que hay en el mundo están en el corazón humano. Pero Jesús era optimista. Estaba convencido que los seres humanos somos buenos en lo fundamental, dado que somos criaturas de Dios y que a menudo sólo los acontecimientos y las circunstancias penosas, difíciles, dolorosas de la vida son las que nos hacen malos. Jesús, no sólo abrigaba gran estima y respeto a toda persona humana, y aún la más mísera, escuálida, rechazada, sino que estaba convencido que, en los seres más abyectos, permanece siempre una chispa de bondad que basta estimular con un poco de amor para volver a encender en ellos el deseo del bien y el fuego de la bondad. De ahí por qué Jesús buscaba de todas las maneras, hacer descubrir a los suyos la grandeza y la dignidad que cada uno posee como persona, como ser humano creado, querido y amado por Dios. De ahí por qué buscaba hacer comprender a todos los que le escuchaban, que la mejor parte de cada uno de ellos estaba todavía oculta dentro de su corazón y que era necesario sacarla afuera, ponerla a la luz, hacerla nacer; porque lo mejor de nosotros es lo que no se ve, lo que todavía ha de venir; y que si lo queremos y deseamos verdaderamente, podemos convertirnos en una criatura nueva y mejor de lo que somos en el momento presente.

Jesús de Nazaret era un hombre de tal manera fascinado por Dios, absorbido por su presencia, seguro de su bondad hacia nosotros, que estaba convencido que Dios en persona intervendría para darle al hombre una existencia mejor, para liberarlo de su condición de sufrimiento y esclavitud, para ayudarlo a rehacer desde dentro su corazón y así hacerlo vivir feliz en su Reino de justicia y de paz. En cierto sentido, Jesús ha sido un gran idealista y un gran visionario. Ha transmitido a los hombres de todos los tiempos una gran fe y una gran esperanza. La fe y la esperanza en la posibilidad de un mundo más bueno, justo y perfecto. La fe en la capacidad del hombre de encontrar el camino de su liberación, su realización, su salvación.

La espera y la expectativa de un mundo y tiempos nuevos eran tan fuertes e intensos entre los cristianos del primer decenio después de la muerte de Jesús, que estaban convencidos que el propio mundo se iba a acabar; que el fin del mundo era de verdad inminente. El apóstol Pablo, por ejemplo, en una carta a los fieles de Salónica, escrita unos veinte años después de la muerte de Jesús, buscó satisfacer la simple curiosidad un poco ingenua de aquellos cristianos que querían saber de qué modo llegaría el fin del mundo, inventándose un escenario fantástico y extravagante: "El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre." (1 Tes 4,16s)

De aquellos tiempos hasta hoy, la espera se ha convertido en una actitud típica del cristiano y ha encontrado su expresión y consagración en el tiempo litúrgico del Adviento. Adviento significa venida. Durante el tiempo litúrgico que precede inmediatamente a la Navidad, los cristianos somos invitados a reavivar nuestra esperanza y a trabajar con ardor para hacer venir el mundo mejor que todos soñamos y deseamos. Somos invitados a abrir nuestro corazón a Dios que se propone nacer en nosotros y venir a transformar continuamente nuestra vida con la gracia de su presencia. El Señor viene a nuestra vida cada vez que amamos, que damos, que ayudamos. Viene cada vez que escuchamos, que estamos atentos a las necesidades, problemas y sufrimientos del prójimo. Viene cada vez que perdonamos, que sonreímos. Viene en los momentos de intimidad, de alegría, de fiesta. Viene cada vez que rezamos. Viene cuando estamos reunidos en su nombre. Viene en los momentos de prueba, de sufrimiento, de enfermedad. Viene siempre a la hora de nuestra muerte.
Sólo debemos estar atentos a los signos de su venida en nuestra vida.

Bruno Mori

Texto traducido por Ernesto Baquer 

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