Dios viene para el que sabe esperarlo
Si pudiésemos
andar atrás en el tiempo y volver a vivir en la Palestina del tiempo de Jesús
nos daríamos cuenta rápidamente de algo: Lo primero que nos saltaría a los ojos
es que la Palestina era un país ocupado por una potencia extranjera odiada por
todos (un poco como los iraquíes detestan a los norteamericanos). Notaríamos
que la gente vivía en un estado de miedo e inseguridad continuo; sometidos al capricho
y la fuerza bruta del poder de Roma. Entonces entenderíamos por qué el pueblo
hebreo temblaba bajo el yugo del usurpador, por qué se advertía en todos una
gran aspiración por la libertad, un intenso deseo de poner término a la
opresión y la esclavitud; por qué se oía hablar un poco por todas partes de
liberación, de tiempos mejores, de un
nuevo modo de vivir, diverso, y se esperase la venida de un jefe, un líder,
una especie de mesías que guiase y organizase la revuelta final contra el
invasor, devolviendo a todos vida, esperanza y libertad. En tiempos de Jesús la
gente de Palestina estaba tan cansada de sufrir la explotación y las vejaciones
de los invasores que casi se podía palpar la tensión que existía en el área y
la impaciencia de todos por ver llegar tiempos mejores.
Pienso que ni
Jesús habría podido sustraerse a esta expectativa general. Incluso él habría
estado contagiado, por así decirlo, de esa atmósfera. Pero él transformó el
deseo y la espera de una liberación política y material, en un deseo y una
espera de liberación religiosa y espiritual. De hecho, Jesús pensó y buscó
hacer pensar a los demás que no se resuelve nada queriendo expulsar la
violencia y la brutalidad con otra violencia y otra brutalidad; que es, ante
todo, necesario expulsar el mal y la propensión a la violencia que existen en
el corazón del hombre. Si, en los hechos, el hombre permanece, así como es, si
el hombre no cambia interiormente, todas las revoluciones, todos los mejores
programas de reforma política y social no sirven para nada. Podrán ser una
mejora provisoria, aportar algún alivio momentáneo, pero no mejoraremos de
forma estable y definitiva la condición del género humano. Los hombres no
perderíamos nunca la voluntad de enfrentarnos, batirnos, oprimir. Otros seres
humanos seguirán siendo oprimidos, sufriendo y muriendo hasta que no sean
erradicados el mal, la maldad, la avidez, la sed de poder que anidan en la
profundidad del corazón humano.
Jesús había
comprendido que la causa y el origen de todo el bien y todo el mal que hay en
el mundo están en el corazón humano. Pero Jesús era optimista. Estaba
convencido que los seres humanos somos buenos en lo fundamental, dado que somos
criaturas de Dios y que a menudo sólo los acontecimientos y las circunstancias
penosas, difíciles, dolorosas de la vida son las que nos hacen malos. Jesús, no
sólo abrigaba gran estima y respeto a toda persona humana, y aún la más mísera,
escuálida, rechazada, sino que estaba convencido que, en los seres más
abyectos, permanece siempre una chispa de bondad que basta estimular con un
poco de amor para volver a encender en ellos el deseo del bien y el fuego de la
bondad. De ahí por qué Jesús buscaba de todas las maneras, hacer descubrir a
los suyos la grandeza y la dignidad que cada uno posee como persona, como ser
humano creado, querido y amado por Dios. De ahí por qué buscaba hacer
comprender a todos los que le escuchaban, que la mejor parte de cada uno de
ellos estaba todavía oculta dentro de su corazón y que era necesario sacarla
afuera, ponerla a la luz, hacerla nacer; porque lo mejor de nosotros es lo que
no se ve, lo que todavía ha de venir; y que si lo queremos y deseamos
verdaderamente, podemos convertirnos en una criatura nueva y mejor de lo que
somos en el momento presente.
Jesús de Nazaret
era un hombre de tal manera fascinado por Dios, absorbido por su presencia,
seguro de su bondad hacia nosotros, que estaba convencido que Dios en persona
intervendría para darle al hombre una existencia mejor, para liberarlo de su
condición de sufrimiento y esclavitud, para ayudarlo a rehacer desde dentro su
corazón y así hacerlo vivir feliz en su Reino de justicia y de paz. En cierto
sentido, Jesús ha sido un gran idealista y un gran visionario. Ha transmitido a
los hombres de todos los tiempos una gran fe y una gran esperanza. La fe y la
esperanza en la posibilidad de un mundo más bueno, justo y perfecto. La fe en
la capacidad del hombre de encontrar el camino de su liberación, su
realización, su salvación.
La espera y la
expectativa de un mundo y tiempos nuevos eran tan fuertes e intensos entre los
cristianos del primer decenio después de la muerte de Jesús, que estaban
convencidos que el propio mundo se iba a acabar; que el fin del mundo era de
verdad inminente. El apóstol Pablo, por ejemplo, en una carta a los fieles de
Salónica, escrita unos veinte años después de la muerte de Jesús, buscó
satisfacer la simple curiosidad un poco ingenua de aquellos cristianos que
querían saber de qué modo llegaría el fin del mundo, inventándose un escenario
fantástico y extravagante: "El Señor
mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta
de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos
vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las
nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor
para siempre." (1 Tes 4,16s)
De aquellos
tiempos hasta hoy, la espera se ha convertido en una actitud típica del
cristiano y ha encontrado su expresión y consagración en el tiempo litúrgico
del Adviento. Adviento significa venida. Durante el tiempo litúrgico que
precede inmediatamente a la Navidad, los cristianos somos invitados a reavivar
nuestra esperanza y a trabajar con ardor para
hacer venir el mundo mejor que todos soñamos y deseamos. Somos invitados a
abrir nuestro corazón a Dios que se propone nacer en nosotros y venir a
transformar continuamente nuestra vida con la gracia de su presencia. El Señor
viene a nuestra vida cada vez que amamos, que damos, que ayudamos. Viene cada
vez que escuchamos, que estamos atentos a las necesidades, problemas y
sufrimientos del prójimo. Viene cada vez que perdonamos, que sonreímos. Viene
en los momentos de intimidad, de alegría, de fiesta. Viene cada vez que
rezamos. Viene cuando estamos reunidos en su nombre. Viene en los momentos de
prueba, de sufrimiento, de enfermedad. Viene siempre a la hora de nuestra
muerte.
Sólo debemos estar atentos a los signos de su venida en
nuestra vida.
Bruno Mori
Texto traducido por Ernesto Baquer
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