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Desde sus
comienzos, el cristianismo ha sido fundamentalmente una comunidad de discípulos
que se distinguía por su espera en la venida del Señor. Los primeros cristianos
esperaban no sólo que el Señor irrumpiera en su vida para transformarla gracias
a la acción de su Espíritu, sino que esperaban también el fin inminente del
mundo, desencadenado por una segunda venida del Señor resucitado, investido del
poder divino, que inauguraría una nueva era de la historia del mundo, cuando
finalmente el amor reinaría como señor en el corazón de los hombres y Dios
sería todo en todos. Evidentemente fueron decepcionados. El mundo continuó como
era; no llegó el fin y Jesús no volvió triunfador, como esperaban.
Pero lo que
permanece es que el cristiano es una persona que tiene la espera como
disposición interior permanente. De ahí viene su espiritualidad y, digamos, su
"religión". Psicológica y existencialmente hay que decir que la
espera es la postura interior que nos conserva vivos. Es un hecho que dejamos
de vivir cuando dejamos de esperar. La vida no merece ser vivida si no
esperamos nada de ella. Si la llama de la espera se apaga en nosotros, si no
nos alumbra, nos hundimos inevitablemente en la negrura de la depresión, la
angustia y la desesperanza. El Nazareno tenía razón al decirnos: "!Guarden
esta luz siempre encendida!"
Pienso que,
por eso, Jesús que asumió su misión de ayudar a la gente a vivir a pleno, busca
continuamente inculcar la disposición de la espera. Su discípulo nunca es
alguien que se establece sobre lo adquirido, sino que mira siempre adelante,
que busca que algo nuevo pase en su vida para mejorar su existencia. El
discípulo del profeta de Nazaret es esencialmente una persona abierta al futuro,
que se resiste a quedar estancado, a pensar que ya está todo hecho o dicho, que
rechaza fundamentalmente que nada nuevo pueda pasar en su vida y bajo el cielo,
como afirmaba, de forma desencantada y pesimista, el autor del libro del
Eclesiástico.
Evidentemente
la calidad de nuestra espera y, en consecuencia, la calidad de nuestra vida,
dependen de la calidad y el valor de lo que esperamos. Porqué, acá también, hay
esperas que nos fatigan y nos destrozan; otras que nos permiten, bien o mal,
pasar por la banalidad de nuestra vida y sobrevivir a la monotonía de lo
cotidiano; y finalmente hay esperas que dan alas a nuestra existencia, que le
dan viento, que la levantan, la hacen crecer y la colman de alegría y
felicidad. Y así hay esperas largas, dolorosas, agotadoras en la urgencia del
hospital, la clínica, el dentista, la ventanilla de un funcionario del Estado,
el autobús, la caja del supermercado; la espera ansiosa del fin de una jornada
de trabajo… Hay esperas un poco más agradables, que salpican nuestro día a día:
la perspectiva de una mejora, una promoción, una fiesta, una buena comida, un
espectáculo o un concierto, la visita de alguien querido, un viaje, unas
vacaciones, etc… Y finalmente están las esperas (de acontecimientos, de
encuentros) donde imprimimos tales deseos, prisas, ardor, agitación, fuerza,
exaltación… que salimos dados vuelta y transformados hasta el fondo. Las mamás
y los papás que han esperado su primer hijo, entienden muy bien de qué hablo.
Los y las de ustedes que un día sucumbieron al amor, pueden recordar la
participación exaltante, casi sofocante y la agitación que sentimos cuando se
acerca el encuentro con la persona amada de la que hemos estado separados mucho tiempo. Hay
esperas a tal punto quemantes, que purifican todas las escorias que hayamos
podido acumular, para que el oro de nuestro corazón pueda presentarse en todo
su brillo. Es de estas esperas de que Jesús nos habla en su evangelio.
La palabra de
Jesús nos ayuda a discernir la naturaleza y la calidad de nuestras esperas. Nos
dice: "Sean como la gente que espera a su señor volviendo de la boda, para
abrirle en cuanto llegue y llame a la puerta". Caigan en la cuenta que, en
el evangelio, el maestro no vuelve de un viaje, un trabajo, una tarea, una
misión. ¡No! Vuelve de la boda. Por tanto es alguien que ha experimentado el
amor; que conoce el amor; que sabe amar; que está lleno de amor. Es
esencialmente alguien que ama. Significa y simboliza el amor que debe entrar en
nuestra vida; el amor que debemos esperar en nuestra vida. El maestro que
vuelve de la boda es la actitud amorosa que ha de caracterizar y dominar como
dueño nuestro día a día…. Jesús nos dice que debemos concluir su boda con amor.
Y abrirle inmediatamente la puerta de nuestro corazón, cuando busque entrar.
Porque estamos hechos para el amor, estamos hechos para amar, y sólo somos
humanos cuando el amor es el dueño de nuestra vida. Tenemos, en efecto, el
terrible poder de cerrarle la puerta y vivir en nuestra propia casa rodeados
sólo de insensibilidad e indiferencia, exclusivamente encerrados en el pequeño
mundo confortable y seguro que nos rodea. Sólo descubrir el Amor nos hará
capaces de despojarnos de nosotros mismos y de lanzarnos a los brazos del otro,
poniéndonos a su servicio. Amor y servicio son las dos palabras y actitudes
claves de toda la enseñanza de Jesús que deben iluminar y abrazar nuestra vida:
"Estén vestidos como servidores y con las lámparas encendidas…".
Ser cristiano
significa estar en espera de la irrupción del amor en nuestra vida, haber relativizado
la importancia de otros valores materiales (como el poder, el prestigio, el
dinero…) a tal punto que sólo seamos sensibles a los valores y las fuerzas que
nos construyen interiormente y que elevan nuestra alma. En una vida de
discípulos, la gracia más magnífica que pueda llegarnos consiste en realizar y
comprender el poder innovador y transformador de la revelación que nos viene
del mensaje del Nazareno: Hay un poder de Amor que sostiene el Universo y
esperamos que un día pueda encontrar el camino hasta la puerta de nuestro
corazón.
Bruno Mori
(traducción de Ernesto Baquer )
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