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Este
evangelio se relaciona con uno de los descubrimientos más fundamentales de la
astrofísica moderna: vivimos en un Universo donde todo está conectado con Todo,
donde el Todo es más grande que la suma de sus partes; donde el Todo está
presente en cada parte y donde cada parte sólo existe por su íntima conexión
con el Todo. El Todo que existe forma una "unidad" global, un
"uni-verso", vinculado el conjunto en una inmensa estructura cósmica
en la que nada ni nadie puede existir sin estar en un estado de relación,
atracción, dependencia, conexión, interacción continua con lo que existe.
Nosotros dependemos de la tierra, la tierra depende del sol; el sol depende de
nuestra galaxia cuyas nubes de gas y polvo le hicieron nacer. Nuestra galaxia
es el producto de las fluctuaciones cuánticas del Big Bang, ese instante y
punto inicial extremadamente cálido e infinitamente minúsculo en el que todo el
universo era realmente uno.
Nosotros
estamos allí porque la materia se unió para formar las galaxias, las estrellas
y los planetas. Hemos nacido en el corazón de las estrellas que han forjado en
sus hornos atómicos todos los elementos químicos que componen nuestro cuerpo.
Todos somos de la substancia de las estrellas; todos somos "polvo de
estrellas", y como las estrellas, todos estamos hechos para brillar e
iluminar. Somos igualmente hijos de nuestra madre Tierra, organismo vivo que
nos ha puesto en el mundo después de una muy larga y penosa gestación. Es esta
madre que nos proporciona el aire que respiramos, el agua que bebemos, los
alimentos que comemos. Sin ella no seríamos. Dependemos de ella como los bebés
dependen de la leche maternal, a tal punto que siempre hemos de estar pegados a
sus senos para vivir. Todas las especies vivas están vinculadas conjuntamente
en una conexión vital tal profunda y esencial que no se puede dañar el ecosistema en el que
vive una especie sin afectar la supervivencia de todas las demás.
El estudio
del genoma humano revela hasta qué puntos somos semejantes y estamos unidos
unos a otros. En efecto, el estudio de nuestro ADN nos muestra que llevamos en
nosotros los mismos genes, o mejor, las mismas secuencias genéticas (bases
nucleotídicas) que las plantas, las abejas, los peces, los reptiles, los
pájaros y los mamíferos que se mueven por la superficie de la tierra. Formamos
parte de la misma biosfera, pertenecemos a la misma familia de los vivientes;
sólo somos una declinación y una combinación particular de las mismas bases de
nitrógeno y los mismos aminoácidos que determinan la estructura y la actividad
celular de todos los demás organismos vivos.
Representamos,
es verdad, una función particularmente compleja y desarrollada de esta
biósfera, pero sigue siendo verdad que no somos más que un anillo en la larga
cadena de seres vivos que ha producido nuestra madre Tierra. Nosotros
dependemos de las criaturas vivas que nos han precedido y de quienes hemos
recibido el código genético que nos ha hecho la raza que somos. Todos estamos
hechos con los mismos "ingredientes". En los rincones más secretos de
nuestra memoria todavía palpita el recuerdo de todos los acontecimientos
cósmicos que han participado en la fabricación de la tierra que nos ha
generado. Formamos parte de un Todo que nos supera, nos engloba y nos
administra continuamente nuestra naturaleza e identidad, así como los códigos y
virtualidades que aseguran nuestra permanencia y nuestra vida.
El
evangelio, con algunos otros escritos de la literatura religiosa universal,
sobre todo hinduistas, es ciertamente uno de los raros documentos de la
historia humana que ha sido capaz de percibir y enseñar que la realidad de este
Todo que existe es un cosmos" (un
mundo ordenado) y no un caos, es un
Universo, una unidad, un cuerpo, un complejo armonioso y ordenado en el que los
seres existen en un Todo amante y benevolente a causa de una intrínseca y
necesaria dependencia recíproca.
Es la
enseñanza de Jesús de Nazaret quien, por primera vez, reveló a los humanos que
las energías y dinamismos que estructuran nuestro mundo son fuerzas y
dinamismos impregnados de amor y que expresan y ejecutan las coordenadas del
amor: atracción, vínculos, relación, dependencia, intercambio, comunión,
unidad, armonía, admiración, solidaridad, atención, respeto, etc., que se
enfocan en conservar y hacer progresar la creación de Dios. Sólo si nos
situamos en estas armónicas, los seres pueden resonar y vibrar, existir, desarrollarse,
hasta alcanzar la perfección de su naturaleza. Es esta visión de las cosas lo
que la palabra de Jesús quiere abordar en el evangelio de hoy. En definitiva,
el Maestro de Nazaret quiere decirnos que, sólo situándonos en la óptica del
amor, viviremos en consonancia con el mundo, con nosotros mismos y ciertamente
con la voluntad de ese Gran Espíritu, la Fuente Original que lanzó a la
existencia al Universo.
Aquí Jesús
nos exhorta a entrar de lleno en esta dinámica cósmica y a poner en práctica
las energías benéficas que marchan en el sentido de la unión y no de la
división, en la dirección de la concordia y no de la discordia; del diálogo y
no de la disputa, del acuerdo y no del desacuerdo, de la comunión y no de la
separación, de la comprensión y no de la indiferencia, del respeto, del
cuidado, de la benevolencia y del amor y no en la dirección de la animosidad,
el antagonismo, la agresividad, la superioridad, la explotación, la
intolerancia y el odio.
Jesús nos
dice que todas las fuerzas que se oponen a la comunión, la atención, el cuidado
y el respeto a otro ser, sea animado o inanimado, y que por tanto difieren del
amor, son fuerzas que, al ser extrañas a la estructura profunda del Universo al
que pertenecemos, se revelan finalmente como nefastas, maléficas y destructivas
para nuestro mundo, nuestro planeta, nuestra humanidad y nuestra
individualidad. Porque nos impiden vivir según la verdad de nuestra naturaleza
y alcanzar la plena estatura de nuestra humanidad.
Entonces
podemos comprender el fundamento de la insistencia de Jesús sobre la bondad,
compasión, tolerancia, reconciliación, perdón, fraternidad, amor, como
actitudes fundamentales que deben orientar y moldear la vida del ser humano que
busca vivir como hijo de Dios e hijo cuidadoso de su madre la Tierra. Jesús nos
asegura que donde viven y trabajan esas actitudes de comunión, interacción,
correlación, unidad y amor, allí está presente el Espíritu de Dios. Allí donde
dos o más personas mantienen relación de amistad, en comunión de almas y corazones,
en el compartir, la admiración y la atención recíprocas, allí están operando
las dinámicas que hacen presentes sobre la tierra las energías
"divinas" que poseen el poder maravilloso de mejorar el mundo, de
liberar a la tierra de la devastación y degradación y de salvar a la humanidad
de su desaparición.
Este mensaje
de Jesús es el que San Pablo busca transmitir a los cristianos de Roma cuando
les escribe (2a lectura de este domingo):
"La única deuda que tenemos hacia los demás, es la deuda del amor. La
única ley que nos debe regir, es la ley del amor. El amor no le hace ningún mal
al prójimo" (Rm 13,8-10)
Es el mismo
mensaje de Jesús y de Pablo el que yo querría también transmitirles hoy, para
que, cada uno de nosotros, al salir de esta Eucaristía que nos congrega como
hermanos, tengamos la convicción que sólo si nos convertimos en seres de
relación, amables, amantes y acogedores, nos pondremos a la altura de nuestra
humanidad y de nuestra fe en Jesús, nuestro maestro y Señor.
Bruno Mori
Traducción: Ernesto Baquer
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