vendredi 30 décembre 2016

LA EXISTENCIA DEL COSMOS, CUESTION DE AMOR - Mt. 18, 15-20


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Este evangelio se relaciona con uno de los descubrimientos más fundamentales de la astrofísica moderna: vivimos en un Universo donde todo está conectado con Todo, donde el Todo es más grande que la suma de sus partes; donde el Todo está presente en cada parte y donde cada parte sólo existe por su íntima conexión con el Todo. El Todo que existe forma una "unidad" global, un "uni-verso", vinculado el conjunto en una inmensa estructura cósmica en la que nada ni nadie puede existir sin estar en un estado de relación, atracción, dependencia, conexión, interacción continua con lo que existe. Nosotros dependemos de la tierra, la tierra depende del sol; el sol depende de nuestra galaxia cuyas nubes de gas y polvo le hicieron nacer. Nuestra galaxia es el producto de las fluctuaciones cuánticas del Big Bang, ese instante y punto inicial extremadamente cálido e infinitamente minúsculo en el que todo el universo era realmente uno.

Nosotros estamos allí porque la materia se unió para formar las galaxias, las estrellas y los planetas. Hemos nacido en el corazón de las estrellas que han forjado en sus hornos atómicos todos los elementos químicos que componen nuestro cuerpo. Todos somos de la substancia de las estrellas; todos somos "polvo de estrellas", y como las estrellas, todos estamos hechos para brillar e iluminar. Somos igualmente hijos de nuestra madre Tierra, organismo vivo que nos ha puesto en el mundo después de una muy larga y penosa gestación. Es esta madre que nos proporciona el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que comemos. Sin ella no seríamos. Dependemos de ella como los bebés dependen de la leche maternal, a tal punto que siempre hemos de estar pegados a sus senos para vivir. Todas las especies vivas están vinculadas conjuntamente en una conexión vital tal profunda y esencial   que no se puede dañar el ecosistema en el que vive una especie sin afectar la supervivencia de todas las demás.

El estudio del genoma humano revela hasta qué puntos somos semejantes y estamos unidos unos a otros. En efecto, el estudio de nuestro ADN nos muestra que llevamos en nosotros los mismos genes, o mejor, las mismas secuencias genéticas (bases nucleotídicas) que las plantas, las abejas, los peces, los reptiles, los pájaros y los mamíferos que se mueven por la superficie de la tierra. Formamos parte de la misma biosfera, pertenecemos a la misma familia de los vivientes; sólo somos una declinación y una combinación particular de las mismas bases de nitrógeno y los mismos aminoácidos que determinan la estructura y la actividad celular de todos los demás organismos vivos.

Representamos, es verdad, una función particularmente compleja y desarrollada de esta biósfera, pero sigue siendo verdad que no somos más que un anillo en la larga cadena de seres vivos que ha producido nuestra madre Tierra. Nosotros dependemos de las criaturas vivas que nos han precedido y de quienes hemos recibido el código genético que nos ha hecho la raza que somos. Todos estamos hechos con los mismos "ingredientes". En los rincones más secretos de nuestra memoria todavía palpita el recuerdo de todos los acontecimientos cósmicos que han participado en la fabricación de la tierra que nos ha generado. Formamos parte de un Todo que nos supera, nos engloba y nos administra continuamente nuestra naturaleza e identidad, así como los códigos y virtualidades que aseguran nuestra permanencia y nuestra vida.

El evangelio, con algunos otros escritos de la literatura religiosa universal, sobre todo hinduistas, es ciertamente uno de los raros documentos de la historia humana que ha sido capaz de percibir y enseñar que la realidad de este Todo que existe es un cosmos" (un mundo ordenado) y no un caos, es un Universo, una unidad, un cuerpo, un complejo armonioso y ordenado en el que los seres existen en un Todo amante y benevolente a causa de una intrínseca y necesaria dependencia recíproca.

Es la enseñanza de Jesús de Nazaret quien, por primera vez, reveló a los humanos que las energías y dinamismos que estructuran nuestro mundo son fuerzas y dinamismos impregnados de amor y que expresan y ejecutan las coordenadas del amor: atracción, vínculos, relación, dependencia, intercambio, comunión, unidad, armonía, admiración, solidaridad, atención, respeto, etc., que se enfocan en conservar y hacer progresar la creación de Dios. Sólo si nos situamos en estas armónicas, los seres pueden resonar y vibrar, existir, desarrollarse, hasta alcanzar la perfección de su naturaleza. Es esta visión de las cosas lo que la palabra de Jesús quiere abordar en el evangelio de hoy. En definitiva, el Maestro de Nazaret quiere decirnos que, sólo situándonos en la óptica del amor, viviremos en consonancia con el mundo, con nosotros mismos y ciertamente con la voluntad de ese Gran Espíritu, la Fuente Original que lanzó a la existencia al Universo.

Aquí Jesús nos exhorta a entrar de lleno en esta dinámica cósmica y a poner en práctica las energías benéficas que marchan en el sentido de la unión y no de la división, en la dirección de la concordia y no de la discordia; del diálogo y no de la disputa, del acuerdo y no del desacuerdo, de la comunión y no de la separación, de la comprensión y no de la indiferencia, del respeto, del cuidado, de la benevolencia y del amor y no en la dirección de la animosidad, el antagonismo, la agresividad, la superioridad, la explotación, la intolerancia y el odio.

Jesús nos dice que todas las fuerzas que se oponen a la comunión, la atención, el cuidado y el respeto a otro ser, sea animado o inanimado, y que por tanto difieren del amor, son fuerzas que, al ser extrañas a la estructura profunda del Universo al que pertenecemos, se revelan finalmente como nefastas, maléficas y destructivas para nuestro mundo, nuestro planeta, nuestra humanidad y nuestra individualidad. Porque nos impiden vivir según la verdad de nuestra naturaleza y alcanzar la plena estatura de nuestra humanidad.

Entonces podemos comprender el fundamento de la insistencia de Jesús sobre la bondad, compasión, tolerancia, reconciliación, perdón, fraternidad, amor, como actitudes fundamentales que deben orientar y moldear la vida del ser humano que busca vivir como hijo de Dios e hijo cuidadoso de su madre la Tierra. Jesús nos asegura que donde viven y trabajan esas actitudes de comunión, interacción, correlación, unidad y amor, allí está presente el Espíritu de Dios. Allí donde dos o más personas mantienen relación de amistad, en comunión de almas y corazones, en el compartir, la admiración y la atención recíprocas, allí están operando las dinámicas que hacen presentes sobre la tierra las energías "divinas" que poseen el poder maravilloso de mejorar el mundo, de liberar a la tierra de la devastación y degradación y de salvar a la humanidad de su desaparición.

Este mensaje de Jesús es el que San Pablo busca transmitir a los cristianos de Roma cuando les escribe (2a lectura de este domingo): "La única deuda que tenemos hacia los demás, es la deuda del amor. La única ley que nos debe regir, es la ley del amor. El amor no le hace ningún mal al prójimo" (Rm 13,8-10)

Es el mismo mensaje de Jesús y de Pablo el que yo querría también transmitirles hoy, para que, cada uno de nosotros, al salir de esta Eucaristía que nos congrega como hermanos, tengamos la convicción que sólo si nos convertimos en seres de relación, amables, amantes y acogedores, nos pondremos a la altura de nuestra humanidad y de nuestra fe en Jesús, nuestro maestro y Señor.

Bruno Mori
Traducción: Ernesto Baquer 



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