vendredi 30 décembre 2016

«… ES GRANDE LA MUERTE, DENTRO ESTÁ PLENA DE VIDA» (Félix Leclerc) - Mt 25, 31-46


El Dios-Fuente-Original-del Ser y Energía Fontal que todo hace vivir  -  Día de los  fieles difuntos 
http://brunomori39.blogspot.com.uy/2014/11/cest-grand-la-mort-cest-plein-de-vie.htmlOriginal: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2014/11/cest-grand-la-mort-cest-plein-de-vie.html.

La Iglesia católica pretende ser capaz de informar a sus fieles lo que pasa después de la muerta. Su doctrina sobre el tema, sin embargo, sólo consigue ser una amalgama de afirmaciones extravagantes y fantasiosas, en gran parte extraídas de la mitología griega antigua, las creencias religiosas judías del tiempo de Jesús, y los enunciados de la filosofía helenística (estoicismo y neoplatonismo) de los tres primeros siglos de nuestra era.

Durante siglos la enseñanza de la Iglesia sobre la suerte de los fallecidos nunca suscitó ni discusiones ni oposiciones notables entre los fieles. Hoy, el cambio cultural causado por la evolución de las mentalidades, la generalizada escolarización, el desarrollo y crecimiento de los conocimientos, el progreso de las ciencias, un espíritu más esclarecido y crítico, todo ello ha provocado que los antiguos conceptos e imágenes con los que la doctrina católica buscaba ilustrar y explicar la existencia después de la muerte, son, no sólo incomprensibles, sino totalmente caducos e inadmisibles.

Nuestra sociedad occidental ha roto definitivamente con la visión mítica de la realidad que ha sido, al menos hasta el siglo XVIII, la base de la mayoría de los dogmas y creencias en el seno de la Iglesia católica. La gente de la modernidad abandonó   desde hace tiempo la antigua cosmología de dos mundos o realidades superpuestas: un mundo habitado por Dios y un mundo habitado por los humanos, dependiendo este último, en todo, del mundo de Dios y buscando asumirlo y apropiárselo. La gente hoy está influenciada por esquemas cognitivos que están años luz de las preocupaciones y disquisiciones trascendentales de las filosofías y corrientes religiosas de los tres primeros siglos que marcaron la formación de las doctrinas y dogmas del cristianismo.

Ya no creen en un alma inmortal que, en el momento de la muerte, se libera del cuerpo en el que estaba prisionera, para volver a la Fuente divina que la había creado directamente. Para los modernos, la función del alma ha sido reemplazada por la actividad del cerebro. Por así decirlo, el cerebro es el alma de la persona. La gente de nuestro tiempo sabe que nuestra identidad personal, así como nuestra conciencia, son esencialmente dependientes de los procesos bioquímicos en marcha en el interior de nuestro córtex cerebral; y que la muerte, poniendo fin a esos procesos, destruye definitivamente nuestra identidad personal y por tanto torna totalmente imposible toda vida consciente.

Para la gente de nuestro tiempo, una supervivencia individual después de la muerte física, así como un paraíso, un purgatorio, un infierno, percibidos como "lugares" o situaciones existenciales donde se abocaría nuestra alma, donde se conservaría nuestra singularidad y donde se sentiría de manera consciente no sólo amor, alegría felicidad, paz, sino también dolor y odio, sólo pueden ser construcciones de nuestra imaginación creadas por nuestra necesidad de seguridad y protección; o una proyección de nuestro deseo de vivir para siempre en un estado de felicidad que nos gratificaría totalmente.

Ciertamente, para los cristianos modernos el trabajo de eliminación, decantación, transformación y puesta al día de nuestras creencias religiosas no es una tarea fácil. Un trabajo que no se realiza sin traumatismos y trastornos interiores. En efecto, estamos obligados a abandonar una visión del más allá, que nos era familiar, profundamente anclada en nuestro inconsciente colectivo y que, después de todo, era bastante clara, tranquilizante y satisfactoria: "Dios allá arriba, en su paraíso fuera de nuestro mundo, creó nuestra alma inmortal. A la hora de la muerte, el alma se presenta ante Dios que nos recompensa o nos castiga después de un minucioso examen de nuestras acciones. En la segunda venida de su Hijo Jesucristo sobre las nubes del cielo, cuando los ángeles toquen las trompetas del juicio final, Dios resucitará a todo el mundo; unirá las almas con su cuerpo y habrá un mundo nuevo y una tierra nueva donde los justos serán felices en el paraíso con Dios y los malos arderán por siempre en el infierno con los demonios". Claro, neto, preciso y justo…, pero absolutamente indigesto e inadmisible. Nadie hoy es capaz de ingerir y tomar en serio planteo semejante. Y eso porque la visión del mundo y la idea de Dios que suponen estas antiguas creencias son incompatibles con la nueva percepción del mundo forma parte del bagaje cultural de la gente de hoy.

Los extraordinarios progresos realizados por las ciencias físicas y los descubrimientos astronómicos de los últimos cincuenta años han transformado completamente nuestra percepción de la realidad y nuestra idea de Dios. Se percibe el Universo como un Todo que surge de un Vacío inmensamente energético que se desarrolla en una red admirable de atracciones, interrelaciones, conexiones, intercambios entre todas sus partes y según dinámicas internas inspiradas por una misteriosa y admirable lógica que se muestra extraordinariamente "amable». Una lógica que busca la evolución del Universo hacia una complejidad siempre mayor y a manifestarse como energía creadora de unidad, armonía y belleza según los armónicos que al parecer poseen las características y las resonancias del amor. Esta "Lógica amorosa", esta "Fuente y Fundamento Último" de todo ser, este "Misterio y Milagro Original", esta "Energía benévola" son tantos apelativos con los que, en adelante, las gentes de la modernidad buscan nombrar a Dios.

Este Dios, ya no es percibido como Entidad fuera de este mundo, como afirmaba el mito antiguo, sino como interioridad profunda y abisal de todo lo que existe. Es el "adentro" de la realidad. Es el corazón, el soplo, el dinamismo, la energía, la inspiración, el espíritu que provocan que el Universo, expresión de su presencia, sea un "cosmos" y no un "caos"; y ello gracias al despliegue de virtualidades espirituales y amorosas que lo penetran desde todas partes, , lo alumbran, lo estructuran, lo organizan, lo armonizan y lo vuelven fecundo en belleza y vida.

En este Universo, brotado de la Fuente Original del Amor, el ser humano aparece como una realización evolutiva de excepcional importancia. Gracias al éxito de este logro evolutivo, la Energía Original ha sabido manifestarse y encarnarse en el mundo como "amor personal", con el fin de, finalmente, poder amar de forma consciente e inteligente. Entonces, el ser humano puede considerarse como una chispa de la forma como Dios se manifiesta y ama en el mundo. También podemos decir que, en el cosmos, la finalidad de la presencia de la humanidad, y su función primordial, consisten en encarnar y difundir, de forma consciente, el Amor cuya fuente Original la hizo capaz. Por ello, el ser humano está aquí para amar. Podemos decir que es el corazón de Dios en la tierra. En el universo es el instrumento más sofisticado del amor de Dios. Es por medio del humano, capaz de amor consciente, gratuito y desinteresado, como Dios mejora, transforma y hace evolucionar su creación hacia más altas realizaciones.

De esta visión de la realidad y la finalidad del hombre, podemos extraer varias consecuencias. Aquí algunas de ellas:
Dios pertenece a la definición del ser humano; éste debe mirarse a partir de Dios.
Si el hombre falla a la tarea de amar, reniega la verdad profunda de su ser y pierde la razón de su presencia en el mundo. El amor en nosotros es la impronta de la presencia de Dios en las profundidades de nuestra persona.
Cuando amamos, nos convertimos en seres divinos, porque es Dios quien ama a través nuestro, a fin de perfeccionar su creación.
La única verdadera felicidad que podemos tener en cuanto humanos es permitir que todo nuestro ser biológico sea confiscado y acaparado por el amor.
Si nos dejamos acaparar por el amor, somos acaparados por Dios y vivimos de Dios y en Dios. Participamos de su naturaleza y por tanto de su eternidad.
Si le permitimos a Dios amar a través nuestro, seremos introducidos, desde ahora, en una forma humana de experiencia de Dios que se manifestará en el vivir de nuestra existencia como sensación de alegría, paz, exaltación, confianza, abandono, crecimiento y plenitud.
Sensaciones que son ya anuncio y preludio de una felicidad real y posible que espera probablemente a aquellos y aquellas que dejan el mundo con el corazón repleto de amor.
Esta visión de las cosas puede alumbrar con nueva luz el misterio de nuestra muerte. Si vivimos en el amor, vivimos en Dios; y cuando más hagamos crecer nuestra capacidad de amar, más aumentará también nuestra unión con el Dios-Amor, y nuestra inmersión en su ser y en su eternidad.  Y eso a pesar de nuestra muerte biológica. Nada de lo que nos sucede puede separarnos de Dios o impedir el crecimiento del amor en nosotros. Ni siquiera la muerte. Si morimos en el amor, morimos en Dios y en Dios permaneceremos. Porque nada ni nada nos puede separarnos del Todo de Dios.

Claro que podremos haber sido tan sólo una pequeñísima gota de lluvia evaporada del océano inmenso del amor de Dios. Pero me gusta creer que nuestra muerte será como el retorno de la gota al océano que la generó y con el que se fusionará en un abandono total y con la satisfacción de reencontrarse por fin en su elemento. Quizá pierda su identidad, pero en adelante será parte del Gran Océano.

Es lo único que podríamos afirmar sobre después de nuestra muerte. Todos los discursos de las religiones son sólo fantasías y especulaciones sin fundamento.


Bruno Mori  -   Traducción: Ernesto Baquer 

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