jeudi 1 décembre 2016

EL FIN DE UN MUNDO.... Lc.. 21, 5-19

 .....PARA QUE UNO NUEVO PUEDA APARECER

 33o dom to  C


Considerando bueno animar a los cristianos a leer la Biblia, para nosotros, que vivimos en el siglo XXI, esto libro resulta difícil, agrio, indigesto y muy a menudo incomprensible. Es el producto de un pensamiento, una sensibilidad, una cultura, una religiosidad de otros tiempos, de varios millares de años. Utiliza un vocabulario, conceptos, imágenes, nombres, situaciones, costumbres de un tiempo totalmente cumplido y que ha perdido para nosotros hoy su sentido original, su contenido, su pertinencia, su interés y por lo tanto no somos capaces más de comprender. Esto no quiere decir que el mensaje espiritual y religioso que la Biblia quiere transmitirles a los hombres haya caducado y que no sea apropiado a nuestras necesidades de hoy. Este mensaje que describe la experiencia espiritual de hombres que han buscado a Dios en el pasado tiene, por el contrario, un valor universal, porque explicita y traduce una necesidad, una búsqueda, una aspiración que está en el corazón del hombre de todos los tiempos, y, en consecuencia, nos concierne y nos toca a nosotros también que vivimos a miles de años de distancia de estos textos antiguos. Sólo que, para que este mensaje se nos haga inteligible, hay que reescribirlo en el lenguaje de hoy.

Los cristianos para los que el evangelista Lucas escribe este texto entre los años 80 y 85, aproximadamente, salían al paso de tres grandes cuestiones a las que Lucas intenta responder para tranquilizar a los creyentes. ¿Cuáles eran estas cuestiones que preocupaban y angustiaban a los primitivos cristianos?

Primera: la desaparición del templo de Jerusalén (destruido en el año 70 por el ejército romano de Tito) y de la propia ciudad, seguida por la dispersión del pueblo judío fuera de Palestina. Era el fin del judaísmo en cuanto religión identificada a un territorio y un Estado. El Templo de Jerusalén era, con su ciudad, el símbolo de la alianza de Dios con el pueblo judío; el signo tangible y visible de su elección, de su benevolencia y de la presencia de Dios en medio del pueblo al que Dios había jurado protección y fidelidad eternas. ¿Cómo Dios había podido olvidar sus promesas y abandonar a su suerte una nación que sin embargo había elegido para ser guía y luz entre todas las naciones de la tierra? ¿Dios sería infiel? ¿No mantendría sus promesas? ¿Habría castigado a toda una nación porque sus jefes no reconocieron en Jesús de Nazaret a su enviado y su mesías? ¿Dios sería tan cruel, rencoroso y sectario, mientas Jesús había enseñado que es un Padre que ama a todos sin distinción de religión, cultura y raza? Un verdadero dilema para los adeptos de un movimiento espiritual salido del judaísmo y cuyo fundador y sus colaboradores más cercanos eran verdaderos judíos.

El segundo punto que inquietaba a los cristianos de la época de Lucas era la constatación de que, también ellos, sufrían toda suerte de pruebas y vejámenes. En Palestina eran odiados, perseguidos, aprisionados y matados por las autoridades religiosas judías. Fuera de Palestina, perseguidos por las autoridades civiles romanas que sospechaban de ellos y los acusaban de traición y diferentes crímenes. Sin hablar de los dramas y cuestionamientos que podían surgir en el seno de una familia cuando uno de sus miembros se adhería a esta nueva doctrina y se convertía a esa nueva fe. Si esos primitivos cristianos podían comprender que Dios hubiera podido abandonar, en cierta manera, a su antiguo pueblo, les resultaba difícil aceptar que Dios no concediera más atención y protección a su nuevo pueblo, a esta nueva comunidad que había adherido a Jesús y creído en su misión de enviado y mesías de Dios.

La tercera cuestión que angustiaba a los cristianos del tiempo de Lucas era la preocupación por el fin del mundo. Ese problema inflamaba los espíritus, causaba toda clase de estados de ánimo que iban desde el pánico a la exaltación. Era una fuente de continuas discusiones, suposiciones, creación de escenarios rocambolescos y fantásticos, cada cual más estrambótico. Tanto los judíos (incluido Jesús), como los cristianos, estaban convencidos que Dios se aprontaba a intervenir de forma drástica para poner fin a este mundo tal como lo conocemos, para comenzar otro mejor, aquí o en otra parte.

En su evangelio Lucas interviene para poner las cosas en su justa perspectiva, para iluminar y tranquilizar a esos cristianos traumatizados e inquietos, para que pudieran vivir su fe en paz y serenidad. Y lo hace atribuyendo a Jesús un discurso, palabras, afirmaciones, con la función de ubicar a sus discípulos en la confianza en la bondad y el amor de un Dios que no puede desmentirse, aunque todas las apariencias parezcan lo contrario. Hay que reconocer que las palabras y exhortaciones que Lucas pone en boca de Jesús en este capítulo 21 de su evangelio están lejos de ser claras y bien articuladas. Los asuntos y los temas se cruzan y entremezclan, de forma que es difícil distinguir con claridad de qué quiere Jesús hablar concretamente.

Si queremos comprender algo, debemos traducirlo en nuestro lenguaje y nuestra lógica moderna. El mensaje, en definitiva, es: "Lo que venga... no los espante". También: "No se apoyen sobre los valores que no son definitivos". El Templo era un buen ejemplo de ello; restaurado por Herodes, engrandecido, embellecido, cubierto de dorados, era magnífico; pero también forma parte de ese mundo que pasa... Nada hay estable en el Universo, pero todo evoluciona hacia una complejidad y un perfeccionamiento mayor. Y eso a través de catástrofes y cataclismos de una amplitud y una potencia inimaginables; a través de continuas destrucciones, transformaciones y cambios. Es necesario que mundos, épocas, eras y partes de la historia se terminen y mueran para que lo nuevo, lo novedoso, puedan aparecer. Es la lógica inscrita en la naturaleza de todo lo que existe, y que es expresión y revelación de la efervescencia de vida que existe en el mismo Dios "Ni un cabello de vuestra cabeza se perderá", lo que quiere decir que todo nuestro ser, cuerpo y alma, está en manos de Dios. Incluso a través de la muerte, que es en definitivo lo peor que nos puede pasar, estamos seguros permanecer vivos en la vida de Dios. Y sean cuales sean las persecuciones y desgracias que suframos a lo largo de nuestra vida, siempre es Dios quien dirige el baile y encontrará siempre el medio de cumplir sus planes y llevar a buen fin los destinos de un mundo que ha surgido de su poder y de su amor.

Nuestra actitud, en cuanto discípulos de Jesús y herederos de su mensaje, debe ser el de la confianza, una confianza que nadie puede quebrantar: ni catástrofes, ni persecuciones.

En las perturbaciones del mundo y las pruebas de la vida, sólo una confianza tenaz nos evitará extraviarnos en el miedo y la desesperación. San Pablo lo dirá a su manera: "Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las dominaciones, ni el presente, ni el futuro, ni los poderes, ni las fuerzas de alturas ni de profundidades, ni ninguna otra criatura, nada nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rom 8,38s).


Bruno Mori  -  (traducción: Ernesto Baquer)  

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