mercredi 28 décembre 2016

LOS PELIGROS DE LA ESTUPIDEZ HUMANA - Mt. 24,37-44

1°  dom Adv. A


Desde antiguo, los escritores de libros sagrados cantaron ciertamente la bondad de este mundo salido de la Fuente Creadora revestido de esplendorosa belleza; pero sobre todo lloraron la estupidez humana que, rápidamente, ensució semejante obra maestra de armonía y gracia con la torpeza del "pecado". Sus textos están con frecuencia ensombrecidos con lamentaciones sobre el descuido y la ceguera de los humanos, incapaces de leer e interpretar, en sus sociedades y en la naturaleza, los signos anunciadores de catástrofes inminentes. También en los evangelios, Jesús unió su voz a la de esos antiguos profetas para invitarnos a sus discípulos a despertar, levantar la cabeza, abrir los ojos, mirar lejos, más allá de rutinas chiquitas, hacia las vastas encrucijadas del mundo, hacia la ruta del mar sin límites, más allá de las fronteras del país de Zabulón y Neftalí (Mt 4,15), para poder captar los signos de un malestar universal, los síntomas de un mundo a punto de hundirse a causa, no de una decisión de Dios, sino de la demencia y la codicia humanas. Porque ese fin está llegando, en la apatía y la indiferencia general, sin que casi nadie se preocupe.

Jesús, soñador, espiritual y hombre de Dios, estaba convencido que el fin de este mundo habría señalado el comienzo de un mundo nuevo, en el que Dios mismo intervendría para refundarlo sobre otras bases, otros paradigmas, con humanos completamente renovados y mejorados. Pero Jesús, también un hombre realista, sabía que esta intervención deseable de Dios, seguiría mucho tiempo en el campo de lo misterioso e imprevisible, y quizá sólo en el campo del deseo o la utopía, ya que, en definitiva, nadie sabía realmente cómo y cuándo se realizaría esa intervención.
Así que, lo importante para Jesús era suscitar en sus discípulos la sed de un mundo diferente, así como la conciencia de que el mundo en que vivían estaba lejos de ser ejemplar; y de convencerlos que sólo a través de su conversión, su responsabilidad y su compromiso activo, la intervención de Dios podría ser eficaz en la instauración de ese mundo nuevo que, para Jesús, debía parecerse a una especie de "Reino de Dios" en la tierra.

Despertar, tomar conciencia, cambio interior, compromiso, pero también y sobre todo esperanza y "espera": eran las posturas interiores que, para el Nazareno, habrían establecido la diferencia entre determinación y resignación, entre dinamismo y fatalismo, entre un mundo humano y uno inhumano, entre un planeta sano y uno enfermo, entre un futuro todavía factible o una catástrofe segura.
Con razón Jesús exhorta a sus discípulos a desarrollar en ellos la disposición de la "espera". Porque la actitud de la espera está íntimamente ligada a la convicción de la factibilidad de lo que se espera. Porque esperar es creer firmemente que lo que se espera puede, y sin duda, acabará por realizarse. Sería una locura esperar lo imposible. Suscitar en el hombre la actitud de la espera equivale a suscitar en él el deseo de realizarla o de ayudar a que se realice, lo que su corazón aguarda y espera. Es infundirle la confianza en sus capacidades de salvarse y salvar el mundo. Es hacernos comprender que éxito o fracaso, nuestra vida y nuestra muerte, sólo dependen de nosotros, porque nosotros somos los forjadores de nuestro destino y el del planeta que nos acoge. Es convencernos que el futuro de nuestro mundo y nuestra especie está en nuestras manos. Es creer en la bondad fundamental de nuestro corazón y la buena calidad de nuestra razón. Es apostar y confiar en el hombre que aguarda y espera, con la certeza de que tendrá la capacidad de hacer devenir el objeto de sus esperanzas y deseos.

Pienso que desde siempre la gran debilidad de los humanos ha sido su ceguera, su estupidez y su irresponsabilidad, posibles por la búsqueda angustiosa de su seguridad y su felicidad inmediatas. Centrados como estamos en la realización de nuestro bienestar y nuestro éxito individual, nuestra mirada no supera el perímetro restringido de nuestras preocupaciones e intereses personales. Los humanos nos limitamos general y casi exclusivamente al mundo alrededor nuestro. Más allá de nuestro pequeño mundo, no existe el gran mundo, el verdadero mundo, y la diarrea de nuestro perro de raza nos afecta emocionalmente más que los 800 millones de personas que sufren de hambre alrededor del globo.

El origen de esta insensibilidad e inconsciencia hay que buscarla principalmente en nuestra incapacidad de vernos como parte integrante de un Todo, llamado "uni-verso", en el que todos sus componentes, unidos e interdependientes, tienden justamente "hacia la unidad". Tenemos mucha dificultad en admitir que el Universo es prioritario y que nosotros somos secundarios; que debemos organizar nuestras actividades en función del bienestar del mundo y por tanto del medio natural en que vivimos, y no en explotarlo en función de nuestros beneficios. Dificultad en comprender que debemos vivir al ritmo de una adecuada respiración de nuestro planeta, y no dejarlo sin aliento doblegándolo a las cadencias de nuestra voracidad. Muchos de entre nosotros todavía no asumen que nuestra salud depende de la salud de los ecosistemas, es decir del medio natural en que vivimos, ni que es imposible tener buena salud si nuestra tierra está enferma, ni que podamos seguir viviendo si la tierra se muere. Hemos de asumir que vivimos en profunda simbiosis con todas las criaturas de nuestro mundo, con las que estamos ligados por una relación esencial y de total y necesaria interdependencia. De tal suerte que cada vez que esta unidad y solidaridad entre los componentes animados o inanimados de nuestro mundo se perturba o destruye, lo que se pone en peligro es el bienestar de la existencia de todos nosotros.

Rápidamente caemos en la cuenta de la extraordinaria actualidad y pertinencia de estos textos evangélicos en los que el Maestro de Nazaret invita a sus discípulos a las actitudes de vigilancia, sensibilidad, atención, despertar, tomar conciencia, responsabilidad, compromiso y atención en nuestras relaciones son nuestros hermanos humanos y el mundo en que habitamos.
Y si hoy algo salta a la vista cuando consideramos el estado de nuestra sociedad y nuestro mundo, es la enorme irresponsabilidad y la repugnante insensibilidad de los gobiernos y los capos de las grandes empresas frente a los problemas ecológicos que amenazan la salud del planeta y el futuro de la humanidad.

Ahora estamos persuadidos que, desde fines del siglo XIX, el sueño tan alabado de una revolución industrial y un liberalismo económico fundados sobre la empresa privada, la libertad de mercado y la libre circulación de capitales que traerían a todo el mundo bienestar y progreso… ese sueño, en realidad, se ha transformado progresivamente en pesadilla, la pesadilla de una regresión económica a nivel planetario y de una catástrofe ecológica sin precedentes en la historia de la humanidad, que, si no las detenemos a tiempo, acabarán por hacernos naufragar a todos.

¿Qué conclusiones sacar? Personalmente, pienso que el fin de nuestro mundo, tal como lo conocemos ahora, es necesario y sin duda inevitable. Pero quizás no sea el fin del mundo en cuanto tal. Otro mundo mejor, más saludable, justo y humano podrá surgir del antiguo, a condición, pero, de que los hombres aceptemos cambiar nuestro estilo de vida, reprogramar nuestra forma de pensar, renegociar nuestras prioridades y revisar la escala de los valores que rigen nuestra vida. Es necesario que seamos menos ávidos, menos rapaces, menos consumidores. Es imprescindible que adoptemos un  modo de vida más simple, frugal, sobrio, modesto. Es preciso que estemos dispuestos a contentarnos con lo indispensable y lo esencial y a no ceder al capricho del lujo y lo supérfluo. Tenemos que decidirnos a no fabricarnos necesidades inútiles y artificiales. Hace falta que todo el mundo llegue a convencerse que, en el estado actual del planeta, la salud de la humanidad no pasa por el crecimiento, sino por disminuir el consumo; y que paradojalmente, la posibilidad de un real bienestar para todos, reside hoy en la necesaria recuperación de una necesaria y decente pobreza para todos.

Con sorpresa y asombro descubrimos hoy que las vicisitudes a través de las cuales ha transcurrido, a lo largo de los siglos, la historia de la humanidad, acabaron finalmente por dar la razón a la intuición del profeta de Nazaret, que, hace ya dos mil años, predicaba con insistencia, a quien quería oírlo, que sólo una sana forma de pobreza podría salvar al mundo. Proclamaba alto y fuerte, que la tierra pertenecerá a los dulces, sensibles, respetuosos y atentos con ella (Mt 5,5). Decía que la felicidad de los humanos en la tierra sólo será garantizada por aquellos que sepan vivir un espíritu de desapego y pobreza (Mt 5,3; Lc 6,20). En cuanto a los ricos, afirmaba sin dudar, nunca podrán construir un mundo verdaderamente humano, regido por los principios del amor y el respeto al otro, y entrar y realizar para ellos mismos una forma exitosa de humanidad (Lc 18,24-28).

Es imprescindible, por tanto, que aprendamos a no dejarnos hechizar por la encantadora voz de las sirenas de la publicidad que, aprovechando nuestra ingenuidad o nuestra estupidez, buscan engañarnos, excitando nuestra codicia hacia toda clase de delicias indispensables para nuestra felicidad, pero que, en realidad, sólo deterioran inexorablemente tanto nuestro planeta como la calidad de nuestra existencia. Hace mucha falta, pues, que los humanos de nuestro tiempo, encontremos la sabiduría y el coraje de revertir la dirección de nuestra marcha y emprender otros caminos, posiblemente caminos semejantes a los propuestos por el profeta de Nazaret y que se caracterizan por el despertar, la sensibilidad, la responsabilidad, frugalidad, cuidado, respeto, asombro, por la capacidad de un amor que se da sin pedir a cambio, y que se derrama por todas partes para humanizarlo todo, fecundarlo todo, y llevarlo todo a su plenitud.

Bruno Mori - 

Texto traducido por Ernesto Baquer

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire