1° dom Adv. A
Desde antiguo,
los escritores de libros sagrados cantaron ciertamente la bondad de este mundo
salido de la Fuente Creadora revestido de esplendorosa belleza; pero sobre todo
lloraron la estupidez humana que, rápidamente, ensució semejante obra maestra
de armonía y gracia con la torpeza del "pecado". Sus textos están con
frecuencia ensombrecidos con lamentaciones sobre el descuido y la ceguera de
los humanos, incapaces de leer e interpretar, en sus sociedades y en la
naturaleza, los signos anunciadores de catástrofes inminentes. También en los
evangelios, Jesús unió su voz a la de esos antiguos profetas para invitarnos a
sus discípulos a despertar, levantar la cabeza, abrir los ojos, mirar lejos,
más allá de rutinas chiquitas, hacia las vastas encrucijadas del mundo, hacia
la ruta del mar sin límites, más allá de las fronteras del país de Zabulón y
Neftalí (Mt 4,15), para poder captar los signos de un malestar universal, los
síntomas de un mundo a punto de hundirse a causa, no de una decisión de Dios,
sino de la demencia y la codicia humanas. Porque ese fin está llegando, en la
apatía y la indiferencia general, sin que casi nadie se preocupe.
Jesús,
soñador, espiritual y hombre de Dios, estaba convencido que el fin de este
mundo habría señalado el comienzo de un mundo nuevo, en el que Dios mismo
intervendría para refundarlo sobre otras bases, otros paradigmas, con humanos
completamente renovados y mejorados. Pero Jesús, también un hombre realista,
sabía que esta intervención deseable de Dios, seguiría mucho tiempo en el campo
de lo misterioso e imprevisible, y quizá sólo en el campo del deseo o la utopía,
ya que, en definitiva, nadie sabía realmente cómo y cuándo se realizaría esa
intervención.
Así que, lo
importante para Jesús era suscitar en sus discípulos la sed de un mundo
diferente, así como la conciencia de que el mundo en que vivían estaba lejos de
ser ejemplar; y de convencerlos que sólo a través de su conversión, su
responsabilidad y su compromiso activo, la intervención de Dios podría ser eficaz
en la instauración de ese mundo nuevo que, para Jesús, debía parecerse a una
especie de "Reino de Dios" en la tierra.
Despertar,
tomar conciencia, cambio interior, compromiso, pero también y sobre todo
esperanza y "espera": eran las posturas interiores que, para el
Nazareno, habrían establecido la diferencia entre determinación y resignación,
entre dinamismo y fatalismo, entre un mundo humano y uno inhumano, entre un
planeta sano y uno enfermo, entre un futuro todavía factible o una catástrofe
segura.
Con razón
Jesús exhorta a sus discípulos a desarrollar en ellos la disposición de la
"espera". Porque la actitud de la espera está íntimamente ligada a la
convicción de la factibilidad de lo que se espera. Porque esperar es creer
firmemente que lo que se espera puede, y sin duda, acabará por realizarse.
Sería una locura esperar lo imposible. Suscitar en el hombre la actitud de la
espera equivale a suscitar en él el deseo de realizarla o de ayudar a que se
realice, lo que su corazón aguarda y espera. Es infundirle la confianza en sus
capacidades de salvarse y salvar el mundo. Es hacernos comprender que éxito o
fracaso, nuestra vida y nuestra muerte, sólo dependen de nosotros, porque
nosotros somos los forjadores de nuestro destino y el del planeta que nos acoge.
Es convencernos que el futuro de nuestro mundo y nuestra especie está en
nuestras manos. Es creer en la bondad fundamental de nuestro corazón y la buena
calidad de nuestra razón. Es apostar y confiar en el hombre que aguarda y
espera, con la certeza de que tendrá la capacidad de hacer devenir el objeto de
sus esperanzas y deseos.
Pienso que
desde siempre la gran debilidad de los humanos ha sido su ceguera, su estupidez
y su irresponsabilidad, posibles por la búsqueda angustiosa de su seguridad y
su felicidad inmediatas. Centrados como estamos en la realización de nuestro bienestar
y nuestro éxito individual, nuestra mirada no supera el perímetro restringido
de nuestras preocupaciones e intereses personales. Los humanos nos limitamos
general y casi exclusivamente al mundo alrededor nuestro. Más allá de nuestro
pequeño mundo, no existe el gran mundo, el verdadero mundo, y la diarrea de
nuestro perro de raza nos afecta emocionalmente más que los 800 millones de
personas que sufren de hambre alrededor del globo.
El origen de
esta insensibilidad e inconsciencia hay que buscarla principalmente en nuestra
incapacidad de vernos como parte integrante de un Todo, llamado
"uni-verso", en el que todos sus componentes, unidos e
interdependientes, tienden justamente "hacia la unidad". Tenemos
mucha dificultad en admitir que el Universo es prioritario y que nosotros somos
secundarios; que debemos organizar nuestras actividades en función del
bienestar del mundo y por tanto del medio natural en que vivimos, y no en explotarlo
en función de nuestros beneficios. Dificultad en comprender que debemos vivir
al ritmo de una adecuada respiración de nuestro planeta, y no dejarlo sin
aliento doblegándolo a las cadencias de nuestra voracidad. Muchos de entre
nosotros todavía no asumen que nuestra salud depende de la salud de los
ecosistemas, es decir del medio natural en que vivimos, ni que es imposible
tener buena salud si nuestra tierra está enferma, ni que podamos seguir
viviendo si la tierra se muere. Hemos de asumir que vivimos en profunda
simbiosis con todas las criaturas de nuestro mundo, con las que estamos ligados
por una relación esencial y de total y necesaria interdependencia. De tal
suerte que cada vez que esta unidad y solidaridad entre los componentes
animados o inanimados de nuestro mundo se perturba o destruye, lo que se pone
en peligro es el bienestar de la existencia de todos nosotros.
Rápidamente
caemos en la cuenta de la extraordinaria actualidad y pertinencia de estos
textos evangélicos en los que el Maestro de Nazaret invita a sus discípulos a
las actitudes de vigilancia, sensibilidad, atención, despertar, tomar
conciencia, responsabilidad, compromiso y atención en nuestras relaciones son
nuestros hermanos humanos y el mundo en que habitamos.
Y si hoy algo
salta a la vista cuando consideramos el estado de nuestra sociedad y nuestro
mundo, es la enorme irresponsabilidad y la repugnante insensibilidad de los
gobiernos y los capos de las grandes empresas frente a los problemas ecológicos
que amenazan la salud del planeta y el futuro de la humanidad.
Ahora estamos
persuadidos que, desde fines del siglo XIX, el sueño tan alabado de una
revolución industrial y un liberalismo económico fundados sobre la empresa
privada, la libertad de mercado y la libre circulación de capitales que
traerían a todo el mundo bienestar y progreso… ese sueño, en realidad, se ha
transformado progresivamente en pesadilla, la pesadilla de una regresión
económica a nivel planetario y de una catástrofe ecológica sin precedentes en
la historia de la humanidad, que, si no las detenemos a tiempo, acabarán por
hacernos naufragar a todos.
¿Qué
conclusiones sacar? Personalmente, pienso que el fin de nuestro mundo, tal como
lo conocemos ahora, es necesario y sin duda inevitable. Pero quizás no sea el
fin del mundo en cuanto tal. Otro mundo mejor, más saludable, justo y humano
podrá surgir del antiguo, a condición, pero, de que los hombres aceptemos
cambiar nuestro estilo de vida, reprogramar nuestra forma de pensar, renegociar
nuestras prioridades y revisar la escala de los valores que rigen nuestra vida.
Es necesario que seamos menos ávidos, menos rapaces, menos consumidores. Es
imprescindible que adoptemos un modo de
vida más simple, frugal, sobrio, modesto. Es preciso que estemos dispuestos a
contentarnos con lo indispensable y lo esencial y a no ceder al capricho del
lujo y lo supérfluo. Tenemos que decidirnos a no fabricarnos necesidades
inútiles y artificiales. Hace falta que todo el mundo llegue a convencerse que,
en el estado actual del planeta, la salud de la humanidad no pasa por el
crecimiento, sino por disminuir el consumo; y que paradojalmente, la
posibilidad de un real bienestar para todos, reside hoy en la necesaria
recuperación de una necesaria y decente pobreza para todos.
Con sorpresa y
asombro descubrimos hoy que las vicisitudes a través de las cuales ha
transcurrido, a lo largo de los siglos, la historia de la humanidad, acabaron
finalmente por dar la razón a la intuición del profeta de Nazaret, que, hace ya
dos mil años, predicaba con insistencia, a quien quería oírlo, que sólo una
sana forma de pobreza podría salvar al mundo. Proclamaba alto y fuerte, que la
tierra pertenecerá a los dulces, sensibles, respetuosos y atentos con ella (Mt
5,5). Decía que la felicidad de los humanos en la tierra sólo será garantizada
por aquellos que sepan vivir un espíritu de desapego y pobreza (Mt 5,3; Lc
6,20). En cuanto a los ricos, afirmaba sin dudar, nunca podrán construir un
mundo verdaderamente humano, regido por los principios del amor y el respeto al
otro, y entrar y realizar para ellos mismos una forma exitosa de humanidad (Lc
18,24-28).
Es
imprescindible, por tanto, que aprendamos a no dejarnos hechizar por la
encantadora voz de las sirenas de la publicidad que, aprovechando nuestra
ingenuidad o nuestra estupidez, buscan engañarnos, excitando nuestra codicia
hacia toda clase de delicias indispensables para nuestra felicidad, pero que,
en realidad, sólo deterioran inexorablemente tanto nuestro planeta como la
calidad de nuestra existencia. Hace mucha falta, pues, que los humanos de
nuestro tiempo, encontremos la sabiduría y el coraje de revertir la dirección
de nuestra marcha y emprender otros caminos, posiblemente caminos semejantes a
los propuestos por el profeta de Nazaret y que se caracterizan por el despertar,
la sensibilidad, la responsabilidad, frugalidad, cuidado, respeto, asombro, por
la capacidad de un amor que se da sin pedir a cambio, y que se derrama por
todas partes para humanizarlo todo, fecundarlo todo, y llevarlo todo a su
plenitud.
Bruno Mori -
Texto traducido por Ernesto Baquer
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