vendredi 30 décembre 2016

EN EL HERMANO ENCONTRAMOS LA PRESENCIA DE DIOS - Mt. 25, 31-46

Ultimo domingo del tempo ord A

En este relato de la venida del Señor al final de los tiempos que encontramos en el capítulo veinticinco del evangelio de Mateo, la cosa está en elegir entre los buenos y los menos buenos. La parábola busca que seamos conscientes del hecho que el amor a Dios, que se nos predica por todas partes, no es algo evidente para el hombre. Ese amor está allí donde no lo buscamos, y no está donde querríamos encontrarlo. Incluso ese amor a Dios puede ser, frecuentemente, un señuelo o una excusa que nos exima de amar a los únicos seres que seríamos verdaderamente capaces de amar: nuestros hermanos humanos. Todo amor hacia Dios que no se concreta como amor humano hacia nuestros hermanos, es un mito que puede extraviarnos en los caminos de la utopía y la ilusión.
Las religiones nos dicen de amar a Dios. ¿ Lo podemos de una  manera verdaderamente humana? ¿Es posible un sentimiento amoroso hacia Dios en los humanos, cuyos mecanismos de amor son desencadenados sólo por intermedio de nuestros sentidos? ¿Entonces, cómo amar a Dios con un amor humano, (porque somos indudablemente humanos), si el objeto de ese amor es una Entidad inefable, una Energía inimaginable, inasible, invisible, desconocida, muda, ausente, cuya existencia es incluso discutible?

Sin embargo, Jesús de Nazaret nos dice que es posible amar a Dios, pero nunca Jesús enseñó que hace falta amar à Dios directamente; sino que Dios solo puede ser amado en la persona de nuestro hermano humano y a través del amor que le tengamos al prójimo. Hay gentes que están tan preocupadas de complacer a Dios, de saber si sus vidas y sus comportamientos son conformes o no a su voluntad y a sus mandamientos, tan preocupados por hacer sus deberes y ser hijos disciplinados y "buenos", que no ven a las personas a su alrededor. La importancia o el lugar que le dan a Dios y a la religión, los apartan de sus hermanos y los vuelve insensibles y ciegos a sus necesidades.

Es bastante fácil tener el deseo de complacer a Dios. Lo difícil es tener el deseo y la preocupación de complacer a nuestro prójimo. Lo más difícil, en realidad, no es amar al buen Dios del cielo, sino amar al hombre concreto, rudo y frecuentemente delincuente  de la tierra.

Este relato evangélico trata de hacernos comprender que debemos amar a los otros, no por Dios, sino por ellos mismos. Te he de amar, a ti que te encuentro, a ti que estás en mi camino; porque tu presencia en este mundo es importante, porque el universo te necesita y yo también te necesito; porque tu suerte me interesa, porque tu sufrimiento me conmueve, porque quiero contribuir a tu felicidad. Jesús nos dice que la única forma humana de amar a Dios, consiste en amar a nuestro prójimo en quien Dios vive y se manifesta. "¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no eres capaz de amar al hermano a quien ves?" En este texto del juicio final, la diferencia entre los colocados a la derecha y a la izquierda, está en la empatía que unos han tenido y los otros no. La empatía es la capacidad de sentir con, padecer con, tener compasión, ponerse en la piel del otro y sentir lo que el otro vive en su corazón. La diferencia entre los dos grupos consiste en que unos se dejan afectar, interpelar, tocar por los que los rodean, mientras que los otros levantan barreras, se protegen, asumen una actitud de defensa, desconfianza, y por tanto, indiferencia y rechazo. Los de la derecha entran y participan en la vida del otro, los de la izquierda se quedan afuera, impermeables a lo que los demás viven, y por tanto indiferentes e insensibles.

Sentir empatía (compasión: padecer con) entonces, es dejarse implicar, dejarse copar por y en el destino del otro. Y no podemos penetrar en la vida del otro sin ser afectados, transformados. La empatía y la compasión nos cambian. Porque si nos dejamos tocar por los otros, si los otros penetran en nuestro corazón, nos convertimos inevitablemente en personas nuevas, remodeladas a imagen de los otros, enriquecidas con todas las riquezas que aportan los otros. Adquirimos un suplemento de corazón, alma y espíritu. Una vida así abierta a los otros nos pone en comunión con el mundo entero. Nada ya nos es extraño.

Nos convertimos en familiares y amigos de todo lo que existe en nuestro entorno, porque nuestro corazón late al ritmo del corazón de Dios. Nosotros nos "divinizamos" porque tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Dios. En consecuencia, podemos sentirnos en comunión con todo lo que existe en el Universo; unidos a los árboles, a las flores, a los pájaros, a los ríos y al mar, a los niños y a los ancianos, a los que tienen dolor y a los que viven en alegría, al arco iris y a las galaxias. La vida se convierte en una emoción intensísima y de maravillosa riqueza interior. Nosotros nos construimos como personas que poseen una calidad superior de humanidad; en el amor nos humanizamos; sin el amor nos deshumanizamos… y perdemos el propósito de nuestra presencia en este mundo.

La Madre Teresa trataba de curar un día a un moribundo cubierto de llagas infectadas en una calle de Calcuta. Un periodista al verla le pregunta: "¿Por qué hace usted esto?" Esperaba que ella contestara: "Por Dios". Pero ella respondió "Porque tengo compasión de esta persona". "¿Por amor a Dios», retrucó el otro? "No, por amor a este hombre y porque su sufrimiento impacta mi corazón". El periodista añade: "Yo no lo haría aunque me ofrecieran un millón de dólares"- Yo tampoco" , respondió la Madre Teresa. "Aunque el mismo Dios le pidiera hacerlo", alegó el periodista. "No". "¿Y si Dios no existiera?, le objetó de nuevo a la madre Teresa. "Yo no amo por Dios. Siempre actúo por amor hacia aquellos y aquellas que he encontrado en mi vida".

No sé si el que dice amar a Dios lo ama verdaderamente, pero estoy convencido  que esto evangelio nos enseña que el amor que sentimos por nuestro semejante es la única manera humana que tenemos, lo sepamos o no, de amar a Dios.


Bruno Mori  -   Traducción: Ernesto Baquer

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