jeudi 1 décembre 2016

LA FE DE JESUS Y LA FE DE LA IGLESIA - Lc. 17,5-10

 27° dom  to  C


El concepto de "fe" ocupa un lugar privilegiado en el discurso de Jesús de Nazaret. Su significado es bastante complejo, pero en boca del Maestro este término sirve fundamentalmente para indicar todas las reacciones interiores que surgen a nivel del corazón, cuando es conquistado por una persona que nos parece única, extraordinaria, que de repente influye en el curso de nuestra vida. En los evangelios la palabra "fe" sirve pues, para describir, ante todo, el asombro del individuo delante de la cualidad humana de la persona de Jesús de Nazaret y la atracción y el encanto que siente hacia él. La palabra "fe" significa también la disposición del discípulo a tener una confianza total en los contenidos innovadores de la palabra de su Maestro, así como en los valores que propone. Finalmente, la fe indica la actitud que impulsa al discípulo a vivir su existencia en conformidad con el proyecto, convicciones, principios y estilo de vida del Nazareno, para encarnarlos en la sociedad y en el mundo.

Nosotros sabemos que el sueño de Jesús consistía en construir un mundo más humano, en el que las relaciones entre los hombres no estuvieran ya regidas por las reglas del poder, la opresión, la explotación y la violencia, sino por las actitudes más humanas: servicio, compartir, respeto, igualdad, fraternidad, en una palabra, por las fuerzas del amor. Este Amor, que para Jesús constituye la substancia o la esencia de la naturaleza de Dios, él quería que llegara a ser el principio inspirador de toda acción y compromiso humano en el mundo, a fin de instaurar lo que él llamaba el "Reino de Dios" en la tierra. Jesús veía el secreto de una progresión y un perfeccionamiento siempre más grande de la raza humana, en la implementación y la difusión universal de las fuerzas del amor. Dicho en lenguaje moderno: para Jesús la capacidad humana de amar es la única fuerza capaz de hacer evolucionar positivamente nuestro mundo hacia una realización siempre más perfecta, amasada con la substancia de Dios.

Eso significa entonces que para Jesús tener fe equivale a dejarse conducir por las mismas dinámicas que están en el origen del actuar de Dios en el Universo y que, por la fe, se manifiestan y actúan en el humano como "energías amables" hechas de bondad, compasión, benevolencia, ternura, respeto, cuidado, compartir y amar. Para Jesús, son las personas que, como él, están movidas por esas actitudes amorosas, quienes tienen fe y actúan como verdaderos hijos de Dios.

De ahí por qué Jesús dirá a propósito del centurión romano que le pide ir a curar a su esclavo moribundo: "¡Jamás he encontrado tanta fe en Israel!". La fe a que alude Jesús, es el afán tierno y afectuoso de ese soldado pagano que se preocupa de la salud del que sólo era su esclavo, pero que amaba como su hijo.

De ahí por qué cada vez que Jesús, en un gesto de compasión y ternura, se vuelca sobre la enfermedad, el sufrimiento y la desgracia humanas, pide siempre y primero a sus beneficiarios "tener fe", es decir, que interioricen su gesto (de Jesús) de piedad y de bondad para hacerlo.

De ahí por qué en este texto del evangelio de Lucas (17,5-10) los discípulos piden a Jesús aumentar su fe. Viendo actuar a su Maestro, se dan cuenta, por una parte, cuán lejos están de adherirse a su mensaje, y por otra, cuán lejos están aún de interiorizar sus sentimientos y vivir su estilo de vida, totalmente entregado al servicio amoroso de Dios y de sus hermanos humanos.
Y Jesús les responde que, si fueran simplemente algo más receptivos a su enseñanza, si tuvieran simplemente un poco más de amor, si estuvieran simplemente un poco menos centrados en sí mismos y un poco más abiertos y atentos a los demás, podrían mover montañas, realizar maravillas en su entorno. Porque algo más de amor en el corazón de cada uno puede hacer toda la diferencia entre un mundo habitable y un mundo inhabitable. Un poco más de amor en el corazón de cada uno puede constituir una fuerza inmensa de transformación y renovación capaz de barrer gran parte de las desgracias e injusticias de la faz de la tierra. Justo un granito más de esa "fe", dice Jesús - y los discípulos tendrían a su disposición la fuerza de Dios que cambia el mundo.

Desgraciadamente, hay que admitir que la enseñanza religiosa que hemos recibido en la iglesia a lo largo de nuestra educación cristiana (catequesis, predicación…) nos ha inculcado otra muy distinta noción de fe. Si para Jesús la fe consistía en gestos desinteresados del amor que se despliega sin reservas al servicio de los otros (sobre todo si son débiles, pobres y vulnerables); si en los Evangelios la fe es sinónimo de elección, libertad, coraje, compromiso, voluntad de calcar nuestra propia vida sobre la del Maestro; si para Jesús la fe es sobre todo una cuestión de corazón y de pasión… para la enseñanza católica se convirtió en un árido ejercicio intelectual que debe conducir al creyente a aceptar, sin discutir y sin dudar, toda una serie de afirmaciones doctrinales y dogmáticas que el magisterio oficial declara inspiradas por Dios y en consecuencia necesarias y obligatorias para la salvación.

Evidentemente, esta fe que podríamos llamar "eclesial" está lejos de ser una fe que transforme la vida de las personas y que mejore la calidad del mundo, al poner en marcha los valores que nos dejó Jesús. Esta fe eclesial está constituida por un sistema de fórmulas abstractas, comparable a una "contraseña" que debemos memorizar y guardar siempre en la memoria para poder entrar en el programa católico donde accederemos a todo lo necesario para construir nuestra "justicia" y santidad y para sentirnos en paz con nuestra conciencia, nuestra Iglesia y nuestro Dios.

Este tipo de fe es esencialmente un fenómeno cerebral que puede existir en el espíritu de una persona sin afectar lo más mínimo su corazón, su comportamiento cotidiano, ni la situación del mundo exterior a su alrededor. Es una fe únicamente decorativa y signo de identificación de un miembro dentro de un sistema religioso, cuya única ventaja es que el miembro obtenga la tranquilidad de pertenecer a una comunidad de elegidos, en la que encuentra todos los medios de su salvación y la garantía de tener acceso a la plenitud y el "esplendor" de la verdad (Papa Juan Pablo II).
Según esta fe eclesial, lo que salva al cristiano no es su adhesión a la enseñanza de Jesús, sino su adhesión a la enseñanza de la Iglesia. Según esta fe, incluso si el mundo está devastado por la codicia humana; incluso si las relaciones entre pueblos y naciones naufragan en el caos de la injusticia, la intolerancia, el odio y la violencia, esta fe eclesial permite a los cristianos quedarse de brazos cruzados y ocuparse tranquilamente de sus asuntillos, siempre que sean creyentes sometidos a la autoridad del papa y que conserven inquebrantable su fe en los dogmas del pecado original, la Santísima Trinidad, la Encarnación de Dios, la Inmaculada virginidad de María y su Asunción corporal al cielo, la transubstanciación y la infalibilidad del Papa… ([1]Nota del traductor)

Cuando vemos qué fe exige la Iglesia de sus fieles, nos damos cuenta que esa fe, al ser una actitud sólo intelectual, es también un fenómeno totalmente estéril, que incluso arrastre frecuentemente consecuencias nefastas. En efecto, esta fe puede existir sin tener ningún impacto sobre las opciones fundamentales de la persona, sobre su comportamiento y sobre la situación del mundo. Por ejemplo, la indiscutible adhesión de Carlomagno a todos los artículos de fe formulados en el Credo de Nicea-Constantinopla, no le impidió hacer decapitar tranquilamente, en nombre de esa misma fe, en el año 782, en Verden (actual Alemania), cuatro mil quinientos sajones en un solo día.
Algo semejante, la fe del papa Alejandro II en las afirmaciones dogmáticas de ese mismo Credo, no le impidió, en 1963, escribir al arzobispo de Narbona que no era pecado derramar la sangre de los infieles ni participar en una guerra útil a los intereses de la Iglesia, y que acciones así eran tan loables y meritorias como la limosna y la peregrinación.        
          
Pienso que los cristianos modernos debemos relativizar mucho la necesidad de adherirnos a esta fe "eclesial" exigida por las autoridades religiosas y cuyo indigesto compendio continúa siendo propuesto en las diferentes formulaciones del "Credo" proclamado en cada eucaristía dominical.
Pienso que los cristianos de nuestros días debemos más bien dejarnos guiar por la reacción amorosa y maravillada que el encuentro con la persona y la palabra de Jesús de Nazaret suscita en nuestro corazón. Eso hará de nosotros cristianos más verdaderos, libres, independientes, críticos, adultos, y ciertamente, más comprometidos en traspasar el espíritu de amor del Maestro de Nazaret en lo concreto de nuestra vida y en el mundo en el cual actuamos.

El texto de Lucas que se presenta a nuestra consideración nos interpela seriamente sobre la naturaleza y la cualidad de nuestra fe.

Pienso que es fácil comprender que, en cuanto discípulos de Jesús, debemos dejarnos modelar por sus valores y tener fe en la posibilidad de cambiarnos y de cambiar el mundo en virtud de las fuerzas del amor. Porque una fe que no nos hace más humanos a los creyentes, y que no transforma el mundo, es una fe completamente inútil. Pienso que, fundamentalmente, la fe es el producto de dos amores que se buscan y, al encontrarse, estallan en miles de fuegos que abrasan y transforman, cambian la vida de los amantes para siempre jamás. Cuando, en el amor, podamos decir de una persona que tiene toda nuestra confianza, o que nuestra fe en ella es total, eso significa que esa persona ha llegado a ser realmente importante para nosotros. Significa que ocupa un gran lugar en nuestro corazón; que en adelante forma parte de nuestra vida a la que marca para siempre jamás con la fascinación que se desprende de su sola presencia.

El Maestro de Nazaret ejerció ese tipo de atracción sobre las personas que lo trataban. Me gusta pensar que sin duda, a causa de ello, la fe y la confianza que sus discípulos le tenían, los transformó radicalmente en individuos nuevos, capaces de desplazar montañas.
En cuanto a nosotros, los nuevos discípulos del siglo XXI, ¿qué pasa con nuestra fe?


Bruno Mori 

 (traducción: Ernesto Baquer) 







[1]              Nota del traductor: Llama poderosamente la atención todas las modernas investigaciones sobre la Palabra de Dios realizadas para tratar de comprender más y mejor lo central de su mensaje: el género literario de los textos, su vocabulario, su entorno histórico, etc. ¿Por qué no aplicamos lo mismo a los Santos Padres, los Sínodos, los Concilios, los Pontífices…? Eso nos haría centrarnos en lo más esencial y actual para nuestro tiempo, sin perdernos en detalles que nos distraen.

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